El 9 de enero nació el Partido de la Concertación (PCo), hecho cuyas consecuencias es difícil sobreestimar. Una manera quizá exagerada de decirlo es que en Uruguay surge por primera vez desde 1971 un lema capaz de disputar cargos ejecutivos importantes.

La referencia al Frente Amplio (FA) no es casual. La formación del PCo puede ser vista en parte como la consecuencia natural de la formación de la coalición de izquierda. Siendo un poco esquemáticos, no es difícil entender que cuando el FA fagocitó todo el electorado de izquierda de los partidos tradicionales, éstos se encontraron más parecidos entre sí que nunca, al mismo tiempo que se veían crecientemente necesitados de aliarse para derrotar a una formación que, poco a poco, se acercaba a captar a toda la mitad izquierda del electorado.

La reforma constitucional de 1997 fue una manera ingeniosa de resolver este problema, ante los enormes recelos que generaba la posibilidad de formar un lema que agrupara a blancos y colorados. Además de retrasar la victoria del FA, la nueva Constitución permitió sobre todo la continuidad como tales de los partidos Nacional y Colorado. El balotaje les permitía unirse para la segunda vuelta, y por lo tanto no tener que competir en un lema único en la primera, ya que no importaba si el FA salía primero, sino si era más grande que ellos juntos.

En las elecciones de 1999 ocurrió exactamente eso. El FA salió primero, pero no pudo en la segunda vuelta con los partidos tradicionales juntos. Luego gobernaron el país en coalición. Las victorias frenteamplistas de 2004 y 2009 no alteraron este esquema, pero algo extraño ocurrió en las municipales de 2010: en Paysandú y Salto, el FA fue derrotado sin reducir significativamente su votación.

A pesar de que nadie (incluidos los encuestadores) logró prever esas derrotas, su explicación es bastante sencilla: los votantes blancos y colorados preferían una victoria del otro partido tradicional antes que una del FA, por lo que coordinaron informalmente a escala micro para votar al que entre ellos tuviera más chance. En Salto apoyaron al Partido Colorado, en Paysandú al Partido Nacional, y en esos dos departamentos el partido tradicional “chico” quedó reducido a su mínima expresión.

A pesar de que las victorias son siempre bienvenidas, este escenario resultó aterrador para los partidos tradicionales. Enfrentar la posibilidad de desaparecer en departamentos enteros hizo de repente atractiva la posibilidad de formar un lema conjunto, especialmente ahora que colorados y blancos no son capaces de llevar adelante una reforma constitucional favorable a sus intereses. Es importante notar que el experimento no busca, como dicen los representantes de los partidos tradicionales, aumentar la probabilidad de ganar las elecciones municipales en Montevideo (y en cualquier departamento en el que compitan con ese lema), sino evitar que uno de los dos partidos tradicionales se lleve a todos los votantes de derecha y reduzca al otro a casi nada, si los votantes logran coordinar informalmente lo que los dirigentes no lograron acordar políticamente. Como demuestran los casos de Paysandú y Salto, los electorados blancos y colorados son prácticamente intercambiables, y quienes los integran no tienen ninguna razón para quedarse en un partido no tan diferente al otro si eso garantiza la victoria del que no quieren ver en el gobierno, por lo que la probabilidad de una victoria de la derecha es la misma con o sin Concertación.

Se pregunta con frecuencia si es posible que el PCo termine por convertirse en un lema que compita en las elecciones nacionales. Esto resulta hoy por hoy muy poco probable, ya que a nivel nacional el balotaje hace posible lo que el PCo hará a nivel municipal. Una nacionalización del PCo sólo sería necesaria si por alguna razón se aprobara una reforma constitucional que eliminara el balotaje. Reforma que no casualmente Tabaré Vázquez propuso a finales del año pasado.

La propuesta es una tentación tremenda para aquel de los partidos tradicionales que se tenga fe para ser el mayor de ambos (según todas las encuestas hace por lo menos una década, ese partido es el Nacional), por la misma razón que se dieron las derrotas del FA en Salto y Paysandú: sin balotaje, los votantes del partido tradicional “chico” se volcarían en masa hacia el “grande”, con la esperanza de evitar una victoria del FA.

Tanto el balotaje como el PCo protegen al miembro menor de la alianza de ese tipo de movimientos, y es por esto que hoy son vitales para la supervivencia del Partido Colorado como tal, o por lo menos de la carrera de sus dirigentes. El Partido Nacional, en cambio, podría verse tentado a aceptar la oferta de Vázquez y pactar para eliminar el balotaje, con la esperanza de ganar rápidamente una decena y pico de diputados, aunque se trataría de una apuesta extremadamente arriesgada y discutible.

Éste es el dilema ante el que se encuentran los partidos tradicionales, al tener electorados parecidos, mientras que el FA se mantiene cercano a la mitad de los votos. Y el dilema se verá especialmente agravado si pierden por tercera vez consecutiva las elecciones nacionales. El impacto de pasar una década y media fuera del gobierno puede tener consecuencias impredecibles sobre blancos y colorados, en un contexto en el que muchos de los logros del FA se vayan consolidando hasta ser vistos como “irreversibles”, como partes de un nuevo consenso nacional (en el que los partidos de derecha van a perder la referencia ideológica de sus gobiernos neoliberales de los 90).

Para colmo, los gobiernos del FA han demostrado ser administradores del capitalismo más eficaces que ellos, por lo que su blasón de cruzados de los mercados y la eficiencia, contra la burocracia y el totalitarismo, ya no tiene el brillo de antaño. Perder esa “ventaja” (si es bueno que el FA la haya ganado es otra historia) los dejó aferrados al nacionalismo provinciano, el moralismo denunciante de una supuesta decadencia moral, y un conservadurismo antiprogresista incómodamente articulado con imposturas ambientalistas. A pesar de su declarado horror al populismo, los partidos de la oposición se están transformando precisamente en populistas, al presentarse como representantes ideológicamente amorfos del pueblo, contra una elite que ven como no representativa, corrupta, “políticamente correcta” y tecnócrata.

Es evidente que a esas agendas no les falta apoyo popular, pero no parecen suficientes para crear un plan creíble de gobierno ni una colectividad política con autoestima. Su futuro dependerá, en gran parte, de cómo terminen de adaptarse a una situación en la que la izquierda está unida, adaptación que no parece tener un final evidente.