La magia se quebró en el Mundial, con el 7-1. Si bien lo esperable era la indignación, el llanto, lo que siguió fue el silencio. Un silencio quebrado al final del partido por un grito rabioso desde un balcón: “Dilma, vai tomar no cu”, enunciado que no precisa traducción. Pero a pesar del resultado futbolístico, en octubre el Partido de los Trabajadores (PT) ganó las elecciones, con escaso margen de votos, y todo parecía seguir igual. Sin embargo, el hecho de que Dilma Rousseff no haya podido gobernar un solo día desde entonces demuestra lo contrario. Hoy, con el pedido de juicio político y las dantescas maniobras que veremos hasta su resolución, la perspectiva es que la crisis política se extienda más allá de lo admisible.

¿Cómo fue que un país dejó de creer en sí mismo? ¿Qué cambió después de la derrota del Mundial? ¿O de la reelección? O incluso: ¿cambió algo?

Sí, el escenario es otro. No sólo por el fútbol, obviamente; cambiaron muchas cosas. Cambió el ánimo optimista que reinaba hasta hace poco. Cambiaron los niveles de empleo y de consumo, el crédito, y la tan temida inflación. Cambió el Presupuesto, antes magnánimo en áreas como la educación, que ya siente los recortes. Pero lo que más cambió es la confianza en la democracia y en el degradado sistema político. Y la expresión de la violencia, que se tornó impúdica.

Si hasta hace poco los conservadores se escondían para dictar las máximas más retrógradas, hoy el regodeo en proferirlas se hizo moneda corriente. Que Simone de Beauvoir no puede estar en el examen de ingreso a la universidad, porque los diputados federales Marco Feliciano, el evangélico, y Jair Bolsonaro, el militar que clama por la vuelta de la dictadura, consideran que es parte del “sueño petista de querer transformarnos en idiotas”. Que los estudiantes paulistas no pueden protestar contra el cierre de 90 escuelas, porque el gobernador Geraldo Alckmin los saca con la Policía Militar. O que el desastre ambiental minero de Mariana no merece la atención de Dilma, que sólo una semana después se dignó visitar el lugar de los hechos. Ni de la prensa, que ya parece haberse olvidado del asunto. En este gran sálvesequienpueda, quien grita más fuerte gana. Y si no lo escuchan, patea.

Las maniobras fiscales que haya podido hacer Rousseff para garantizar la reelección el año pasado pueden ser juzgadas, aunque es muy discutible si de esta manera. El juicio político ocurre además en plena “Operación Lava Jato”, impulsada por su gestión, que si bien ha avanzado en el combate a la corrupción, también ha desestabilizado la gobernabilidad. Pensar que el juicio político sea fruto inmediato de una pataleta vengativa del presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha (Partido del Movimiento Democrático Brasileño, PMDB), para evitar que se investigue sus millonarias cuentas en Suiza inflama de rabia. El razonamiento “Si me dejan solo en el Consejo de Ética, acepto el pedido de juicio político” se inscribe en una lógica que viola los principios democráticos más básicos.

El gran problema para el desenlace de los hechos es que depende demasiado del PMDB, aliado clave en la reelección del PT en 2014. Desde las declaraciones del miércoles, la mandataria dejó en claro que quiere acelerar el proceso del juicio. Lo hizo asumiendo que hoy contaría con la mayoría en la Cámara de Diputados para no ser alejada del cargo, circunstancia extremadamente volátil en los tiempos que corren. Cunha se lo está demorando de todas las maneras, tratando de desviar el foco de la acusación de corrupción que pesa sobre sus hombros. El lunes, para complicar más las cosas, apareció una carta del vicepresidente Michel Temer (PMDB). En tono confesional, Temer marca el distanciamiento del PT, recriminando a Dilma que no haya confiado nunca en él. Además, el martes el PMDB logró conformar con mayoría de su partido la comisión que analizará el pedido de juicio político. De todas maneras, transformar la búsqueda de transparencia en una cuestión de chantajes y salvatajes personales -de Dilma, Temer, Cunha o quien sea- sólo aumenta la rabia generalizada.

Punzante, el periodista Ricardo Boechat provocaba el lunes a sus oyentes diciendo que el desenlace tendrá que ver con la presión que el pueblo, cansado e irascible, pueda llegar a hacer sobre sus políticos, para un lado o para el otro. Permitir que la distante Brasilia siga con la guerra de venganzas sólo hace que la crisis se profundice. La entrada o no de los ciudadanos en juego tendrá bastante que ver con los medios de comunicación. Por citar un ejemplo entre tantos, muchos recuerdan el papel que jugó la resbaladiza Globo en la elección de Fernando Collor de Mello, en 1989, pero también en su destitución, en 1992. En un escenario de descrédito y rabia, vale preguntarse cuál será el papel que jugarán los medios esta vez.