Los movimientos sociales, cuyo ocaso fuera pronosticado en los años 90, han resurgido con una fuerza inesperada, alimentados por crisis de todo tipo. Tal como lo señalara oportunamente Jürgen Habermas, mientras que en situaciones “normales” el ingreso de temas en la agenda pública usualmente ocurre por iniciativa de los funcionarios públicos y líderes políticos, los movimientos sociales típicamente desempeñan roles activos como sensores de situaciones críticas. Anclados en el mundo de la vida, son más sensibles que los sistemas político y administrativo para percibir los nuevos problemas, identificarlos y proveer marcos interpretativos para ellos.

Las expresiones de disenso se han transformado con velocidad en las últimas décadas. En sintonía con la larga historia de vínculos entre arte y protesta política, numerosos movimientos sociales han abrazado recientemente formas más variadas y abundantes de expresión artística, entre ellas diversas formas de performance pública. Enraizados en un contexto que se caracteriza por rápidos procesos de circulación, reinterpretación y resignificación de recursos culturales, han aprendido a desplegar esos recursos simbólicos en formas altamente refinadas con el objeto de desafiar, perturbar y ampliar el espacio disponible para la acción política.

El recurso sistemático al arte como fuente de imaginación política ha ampliado y diversificado los repertorios de acción de los movimientos sociales. Al mismo tiempo, como consecuencia de los veloces intercambios y la formación de redes regionales y globales que caracterizan a la era digital, los movimientos sociales del planeta han tendido a parecerse cada vez más unos a otros. En otras palabras, mientras que el repertorio al que recurre hoy cada uno tiende a ser más heterogéneo que el de sus predecesores, es también más similar al de sus contrapartes en sitios distantes del mundo contemporáneo.

Las nuevas formas de puesta en escena de la protesta, en la medida en que logran aumentar la visibilidad de las demandas, pasan a engrosar el repertorio de los movimientos para sus contiendas. La rápida difusión de estas tácticas, sin embargo, conduce a la repetición y la rutinización, con una perspectiva de rendimiento político decreciente, y en consecuencia lleva a que se intensifique la búsqueda de modos originales para expresar demandas. La innovación continua se convierte prácticamente en un requisito para la supervivencia.

Los estudiantes no han sido los únicos en ensayar formas diversas de protesta creativa e incluso carnavalesca, pero su experiencia proporciona buenos ejemplos de los procesos descritos. En el caso del recordado movimiento estudiantil chileno de 2011-2012, a los paros y las manifestaciones masivas a la vieja usanza, que por cierto tuvieron un lugar central en el proceso, se agregó una enorme variedad de estrategias complementarias para la presentación pública de las demandas. Fusionando lo viejo y lo nuevo, las protestas en reclamo de una educación pública gratuita y de calidad incluyeron, además de marchas, ocupaciones de espacios públicos, cacerolazos y huelgas de hambre, acciones virtuales, peticiones mediante correo electrónico, desfiles, bailes, conciertos, festivales, actuaciones callejeras, instalaciones artísticas, happenings, flashmobs, así como el uso de disfraces, máscaras, caras pintadas, títeres, carteles humorísticos, parodias y altas dosis de espontaneidad. La diversión y el humor contribuyeron a sostener la movilización en el tiempo, motivando a los participantes que dudaban de la eficacia de las formas tradicionales de protesta e invitando a la audiencia a participar en la acción.

El énfasis en lo festivo no debe, sin embargo, ser considerado una mera chiquilinada: es importante señalar que las protestas de los jóvenes chilenos lograron desplegar niveles consistentemente elevados de argumentación política, y puede acreditárseles el hecho de haber llevado a la agenda pública, e incluso a la contienda electoral, los principales temas que habían sido tabú en la democracia chilena: entre otros, las reformas de la Constitución, del sistema tributario y de los procedimientos electorales. Aquellas protestas, que hicieron de la ciudad entera su escenario, también expresaron una estrategia consciente -y exitosa- de adaptación a los requisitos para la cobertura por parte de los medios masivos de comunicación.

Las redes sociales, herramienta privilegiada de los movimientos estudiantiles contemporáneos, han mostrado ser particularmente aptas para la protesta descentralizada, autoorganizada y en forma de enjambre. En Chile, los jóvenes estudiantes -probablemente el sector poblacional más diestro en el manejo de estas nuevas herramientas- organizaron sus protestas echando mano de unas tecnologías de la información y la comunicación que se caracterizan por su alta velocidad, su bajo costo, su infinita e instantánea posibilidad de reproducción y su capacidad para conectar a cada cual no sólo con un centro sino también con cada uno de los demás.

En suma, es posible localizar claves de la efectividad de los movimientos sociales contemporáneos en algún punto de la intersección entre arte y tecnología, así como en la capacidad de articulación entre arte y discurso político. En el contexto latinoamericano, esto último significa, por un lado, que los movimientos tienden a presentar sus demandas en el lenguaje de los derechos; y por el otro, que buscan cada vez más escenificar teatralmente dichas demandas por medio de performances que hacen uso de color, sonido, movimiento e imaginación, dando vida al discurso político, tornándolo tan inmediatamente identificable como memorable.