La introducción de las semillas transgénicas, en 1996, marcó un quiebre en el uso de agrotóxicos en Argentina. La primera especie autorizada fue la soja transgénica resistente al herbicida glifosato que Monsanto comercializa bajo la marca Roundup. El uso de esas semillas y del agrotóxico que las acompaña se aprobó por decreto el mismo año que en Estados Unidos. Hoy esa sigue siendo la principal especie que se planta en el país y, según Arancibia, en Argentina se utilizan 180 millones de litros de glifosato por año.

La semilla transgénica se modifica para introducirle un gen ajeno. En el caso de la soja resistente al Roundup se le introduce un gen para que no la afecte ese herbicida, al que naturalmente no resiste casi ninguna especie vegetal. La multinacional Monsanto vende un “paquete tecnológico”, que incluye el Roundup para tratar la tierra contra los yuyos, y también las semillas de soja modificadas para resistir ese herbicida. La comercialización conjunta de las semillas transgénicas con sus agrotóxicos correspondientes hizo que explotara su uso, y Argentina es, después de Estados Unidos y Brasil, el tercer mayor productor de soja transgénica.

En marzo, el glifosato fue declarado “potencialmente cancerígeno” por la Organización Mundial de la Salud (OMS). Décadas antes, en los años 70, el Servicio Nacional de Sanidad Agroalimentaria (Senasa) -que está a cargo de aprobar los productos fitosanitarios (herbicidas, plaguicidas, etcétera) y de regularlos para toda Argentina- aprobó el uso del glifosato. También estableció el grado de toxicidad de ese producto, pero como no emitió una ley al respecto, la regulación del uso quedó en manos de cada provincia.

Según explicó Arancibia, las legislaciones provinciales -si las hay- se basan en una clasificación del Senasa, que a su vez se establece respecto de otra de la OMS, que “sólo mide el efecto letal agudo”. Esta medición no utiliza los mismos criterios que la declaración emitida en marzo, porque entiende que el cáncer no es un motivo de muerte aguda, inmediata, dijo la socióloga. Por eso, el glifosato está clasificado como “grado 4” de toxicidad, en una escala en la que el grado más alto es el 1.

Luego de la declaración de la OMS, activistas y profesionales de la salud presentaron en junio un recurso administrativo ante el Senasa, para que realice un “análisis del riesgo” y evalúe su prohibición, hasta ahora sin resultado.

Como se considera que su toxicidad es baja, la fumigación con glifosato no siempre se restringe cuando se regula el uso de agrotóxicos, y a esto se suma que a falta de una regulación nacional, las normativas regionales son muy dispares, incluso entre localidades municipales de una misma provincia. Las provincias en las que se avanzó en regular el uso de los agrotóxicos son aquellas en las que hubo movimientos sociales, los cuales estudió Arancibia.

Córdoba a la vanguardia

La provincia en la que la movilización -y sus logros- fueron mayores fue Córdoba, donde surgieron los primeros movimientos contra el glifosato, en 2001. En 2004, recordó la socióloga, hubo una campaña nacional llamada “Paren de fumigar”. Ésta surgió de las Madres de Ituzaingó, el grupo bonaerense Reflexión Rural, la Unión de Asambleas Ciudadanas y otras organizaciones ambientalistas. La iniciativa apuntó a incentivar a los habitantes de pueblos sojeros a hacer presión para que sus autoridades locales pusieran límites a las fumigaciones y para intentar modificar el modelo agrario sojero. Así se lograron ordenanzas municipales con límites para que se fumigue a cierta distancia de las zonas de viviendas.

En la provincia de Córdoba existía un fuerte movimiento ambientalista que se conformó, en sus inicios, en contra de la actividad minera. “Yo no hablaría de un movimiento, sino de que hay un montón de agrupaciones que por momentos confluyen en demandas comunes y por momentos no. Todo se va articulando entre lo hiperlocal, lo provincial y lo nacional”, dijo Arancibia.

Sin embargo, situó el inicio de esta movilización en 2001, con la organización Madres de Ituzaingó y, en particular, una de sus fundadoras, Sofía Gática, como la cara más visible. Pero no la única, aclaró. Varias mujeres en un barrio de las afueras de la ciudad de Córdoba notaron que muchos vecinos estaban enfermos, e hicieron una encuesta epidemiológica propia, que presentaron al Ministerio de Salud. Señalaron que había una anormal cantidad de enfermos de cáncer, muchos casos de abortos espontáneos y un aumento de los nacimientos de niños con malformaciones. Entonces las trataron de “locas”, pero un médico, Mario Carpio, les filtró los resultados alarmantes de otro estudio que había realizado la cartera, pero que no había sido publicado.

A pulmón

En la Facultad de Medicina de la Universidad de Rosario el médico Damián Verzeñassi cambió desde 2010 la práctica final de la carrera de Medicina. Ahora los estudiantes culminan su formación con un campamento sanitario (http://ladiaria.com.uy/UIW). En ese marco se hicieron relevamientos en 22 pueblos de la provincia de Santa Fe para establecer los motivos de enfermedad y muerte de la población y evaluar los cambios ocurridos en su salud desde que se intensificó la explotación agraria industrial y el monocultivo de soja. La socióloga Florencia Arancibia, que entrevistó a Verzeñassi, destacó que se trata de una iniciativa ad hoc y que los primeros datos brutos muestran la triplicación de algunos tipos de cáncer, entre otros motivos de alarma.

En Córdoba se empezaron a aprobar ordenanzas municipales en muchas localidades. En 2012 se desarrolló el primer juicio en el país en el que dos productores fueron condenados por violar esas ordenanzas, algo que marcó un paso más hacia la aplicación de la normativa. A raíz de ese fallo se promulgaron varias otras ordenanzas relativas a los agrotóxicos en esa provincia.

Ese fallo se emitió justo después de que el biólogo Andrés Carrasco publicara los resultados de un estudio que asociaba la exposición al glifosato con las malformaciones en embriones, que fue difundido por el diario Página 12. “Recién entonces el gobierno nacional empezó a hablar del problema de los agroquímicos”, dijo Arancibia. Eso permitió visibilizar el problema y repercutió en las luchas locales.

El problema, explicó, es que alejar las fumigaciones de las viviendas implicaría perder muchísima superficie de cultivo de soja y les “arruinaría el negocio” a algunos medianos productores. Habría que aplicar en esas zonas un “sistema de agroecología”, que para ser implementado necesitaría de incentivos y apoyo estatales, dijo Arancibia.

Sin embargo, ningún partido político argentino se embandera con la lucha contra las fumigaciones. En la campaña para las elecciones del 25 de octubre, el tema brilla por su ausencia. Para Arancibia, esto se debe “al rol central que juega la soja transgénica en la economía argentina”. Representa casi 25% de las exportaciones y es “una grandísima entrada de divisas” mediante las retenciones a la exportación. El gobierno nacional redistribuye, en función del porcentaje que exporta cada provincia, parte de ese impuesto. Esto lleva a que también los gobernadores queden “enganchados” y dependan de este recurso, por lo que no tienen interés en ir en contra de esa producción, explicó la socióloga. Sin embargo, destaca que en su país “por lo menos” le sacan un impuesto a esa producción, algo que no ocurre en Paraguay, por ejemplo. Por eso, muchos productores argentinos se instalan en ese país.

“Hay un montón de cuestiones del extractivismo” a las que distintos gobiernos de izquierda en América Latina “no se han querido enfrentar”, destacó. Además, consideró que “el modelo se basa en el uso libre de estos agroquímicos” y que por eso es tan difícil legislar.

Saber exclusivo

La socióloga explicó a la diaria que es interesante estudiar “qué pasa cuando las políticas oficiales se basan en un supuesto saber científico” que choca con la experiencia de la población, que empieza a experimentar enfermedades. “Para tener algún tipo de voz legítima y reclamar algún tipo de medida, primero tiene que poder demostrar que el problema tiene que ver con el uso de agroquímicos, del glifosato en este caso”, relató. Agregó que fue gracias a esas movilizaciones ciudadanas que se comenzaron a realizar estudios para establecer el vínculo entre agroquímicos y problemas de salud (ver “A pulmón”).

De momento, los científicos que militan en contra de los agroquímicos, que son minoritarios, aparecen como militantes y parecen perder -al menos oficialmente- su credibilidad científica, afirmó. El “problema de fondo”, según Arancibia, reside en que son las “decisiones políticas” las que determinan el sistema agrario, y no las evaluaciones científicas. Sin embargo, “la dinámica por la que se termina aprobando o no aprobando ciertas políticas se argumenta en la autoridad de la ciencia”.

La socióloga opinó que se debería tomar en cuenta a la población afectada y no tanto a un “supuesto saber científico objetivo y neutral”, que va a establecer si conviene decirle que sí o que no a cierta actividad. Además, destaca que hay falencias en el conocimiento científico, porque no se impulsan los estudios correspondientes desde el Estado, que financia algunas investigaciones y otras no.

En respuesta a esa carencia, Arancibia destacó la necesidad de crear “ciencia no hecha” o “ciencia contrahegemónica”, no financiada por el Estado, mediante la cual los movimientos sociales puedan legitimar sus reclamos. Pero este tipo de iniciativas suele ser objeto de “cuestionamientos constantes” por parte de autoridades científicas, políticas o de la sociedad civil, y por eso es necesario que cuenten con pruebas particularmente sólidas.