Calais (“Calé”) no tiene demasiado de qué presumir. Mientras a pocos kilómetros Reims tiene su champagne y su pasado glorioso de coronación de los aspirantes al trono, Calais saca pecho con sus cervezas fuertes y compite con Bélgica como cuna de las papas fritas. Tiene una iglesia gótica que mandó construir el mismísimo Rey Sol y luce cicatrices de la Segunda Guerra Mundial, en la que fue víctima del “fuego amigo” de los ingleses, que le metieron bala a esta ciudad-puerto estratégica, en los tiempos de la ocupación alemana. Uno se encuentra con unas contundentes estatuas del general Charles de Gaulle y su esposa, que se casaron acá en los años 20. Los locales cuentan que podrían haber pasado con otro brillo a los libros de historia si los Aliados la hubieran escogido para el desembarco del “Día D”, en lugar de Normandía. Pero no se les dio.

La salida del Canal de la Mancha del lado francés se asemeja a una zona de guerra: 25 kilómetros de vallas y alambre de púas rodean el puerto y el eurotúnel. El gobierno inunda y tala los árboles del entorno para evitar que se expanda el campamento y para quitarles posibles escondites, en una territorialización belicista del conflicto, en la que sólo faltan los cocodrilos en los fosos de agua, que sí existen.

Hace 15 años que existe “la Jungla”, como llaman al asentamiento ilegal de refugiados e inmigrantes de esa zona de Francia, que no aparece en Google Maps, a pesar de su kilómetro de largo por medio de ancho. Abandonado por la mano del Estado, se erige a sólo cinco kilómetros del centro de Calais, donde viven 70.000 personas. Entre 4.000 y 6.000 inmigrantes sirios, afganos, sudaneses, nigerianos, iraquíes y de tantos lares, que escapan de la guerra y la miseria de África y Medio Oriente e intentan cruzar a Inglaterra por el canal de la Mancha, se amontonan, mientras tanto, entre plásticos y carpas, sin las condiciones de infraestructura ni higiénicas que les brinden una mínima dignidad. Cada noche se la juegan de polizontes en los trenes y en los camiones de carga que se trasladan en los ferris, a pie por el túnel o por las vías, rodeados de cercas eléctricas.

Por estos días, el ambiente está más espeso que nunca. El gobierno francés prepara una demolición a gran escala, para llevarse puesto al menos medio campamento. En particular, las áreas con más presencia de voluntarios; las cocinas, los espacios religiosos, de esparcimiento social y cultural. Los voluntarios convencen a la gente de tragarse la rabia y no resistir, de dejar sus refugios pacíficamente. Lo que les ofrecen a cambio las autoridades son contenedores, como “las latas” que teníamos en el liceo de Médanos de Solymar, durante el ciclo básico en plena crisis. Desde los servicios de Emigración de Pas-de-Calais afirman que quieren un campamento organizado, con servicios, reduciendo ese espacio improvisado donde tantos viven en plena intemperie. El chiste es que en las latas registran sus huellas dactilares, les controlan todos los movimientos, y pueden entrar sólo de noche, para irse temprano de mañana. Sin contar que sólo habrá lugar para alojar a la mitad de la actual población de la Jungla, y que se elimina cualquier espacio de socialización e intercambio entre ellos y con los voluntarios. Un chantaje.

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Voy agarrando otros retazos de información. Que en medio de la Jungla hay un boliche, El Domo, que los fines de semana se repone, dicen. Que hace un par de semanas dos inmigrantes trataron de cruzan a Inglaterra en una balsa casera, en medio del mal tiempo. Del mar violento, la Policía los rescata. Los devuelve a la orilla, para rotarlos 180 grados y rumbearlos en dirección al sur francés, hacia un “centro de reflexión”, donde se les impondrán trabajos comunitarios. Quienes los cruzan pertenecen a grupos mafiosos, que viven ahí, en la Jungla, con ellos, y cada tanto se agarran a tiros. Los jóvenes locales quieren ayudar, pero son fácilmente amedrentados por la Policía que controla los accesos. Como el campamento no es reconocido por la Organización de las Naciones Unidas ni por ninguna autoridad, los que se la juegan a trabajar allí están bastante regalados. Ante la falta de institucionalidad, reina la incertidumbre y es fácil que el miedo florezca. Entre los locales de Calais se ha vuelto imposible la neutralidad. Hay que ser pro o antiinmigrantes. El tema está en cualquier charla social y se nota “la grieta”.

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Existen varios accesos a la Jungla, pero entrar está bien complicado. Rejas y policías armados hasta los dientes. Nos detuvieron a pocas cuadras de una entrada al campamento. Revisaron el auto, nos hicieron preguntas de todo tipo y se llevaron mi pasaporte por un buen rato. Cuando lo conseguí, los voluntarios enseguida me pusieron una etiqueta con mi nombre, como animadores de la Asociación Cristiana de Jóvenes. “Welcome to the Jungle”, ante cada imagen dura, es el chiste inevitable.

Por partes

El gobierno francés ordenó la semana pasada el desmantelamiento de una parte de la Jungla, después de que la decisión fuera ratificada por la Justicia, con el argumento de que en ese campamento de refugiados en Calais no existen las mínimas infraestructuras sanitarias y de que el Estado brindará soluciones alternativas a todos los inmigrantes que, desde ese punto, intentan llegar a Reino Unido. Estas “soluciones” son las decenas de refugios temporales que Francia tiene previsto construir en un terreno contiguo al campamento, así como los centros de residencia que propuso instalar en otras regiones del país.

Muchos refugiados rechazan estas alternativas porque los alejan de la frontera con Reino Unido, que es su destino, y porque suponen que sean fichados, lo que termina con sus opciones de pedir asilo en ese país.

El desalojo empezó el lunes con la irrupción de dos excavadoras, más de 20 trabajadores y decenas de agentes antidisturbios que custodian la demolición de los centros de acogida. Ayer, algunos residentes del campamento invadieron la autopista de acceso al puerto de Calais que pasa por las proximidades del campamento y atacaron camiones con la intención de detenerlos y subirse. Se enfrentaron con piedras a la Policía, que detuvo a cuatro personas.

Mientras cargamos agua, un pibe del campamento me muestra en su celular la foto que se sacó con Jeremy Corbyn, flamante líder del Partido Laborista británico, que visitó la Jungla pocos días atrás. Me agarra una punzada de orgullo vinculada a mi residencia actual en Reino Unido, como si ya sintiera a Corbyn uno de los míos, o a mí mismo uno de ellos.

El centro de voluntarios es un hangar inmenso, donde laburan varias organizaciones de la sociedad civil, como L’Auberge des Migrants y Help Refugees. Se nos pide que no develemos su ubicación exacta, y la primera regla es firmar el formulario aceptando toda responsabilidad por cualquier daño que sufra durante mi estadía allí o en el campamento.

El agua que tomamos los voluntarios viene en latas de refresco, desde Bélgica, en un ejemplo de agresión ambiental y de desperdicio muy poco europeos. Un enorme mapa del campamento domina una pared, y recuerda -precariamente- a los mapas de JRR Tolkien y su Tierra Media. Las colectividades que lo habitan (en permanente tensión) aparecen señaladas e incluso se marcan las zonas de conflicto, donde se esperan las demoliciones. Una voluntaria canadiense se me acerca mientras lo estudio y me pregunta cómo es Uruguay. Le respondo que “Uruguay es la Comarca”. Estamos muy entretenidos con nuestros políticos y sus rencillas, nuestros cuadros de fútbol y sus penares. No les damos tanta pelota a los problemas y conflictos del mundo mundial, cuyos epicentros se encuentran bien lejos, entre Mordor y Minas Tirith.

El centro de voluntarios es un relajo con orden. Una “anarquía organizada”, como teorizaban Cohen y sus amigos,[1] en la que las preferencias son problemáticas, las tecnologías son poco claras y la participación es fluida. Me mandan a cargar cajas mientras suena reguetón, porque entre la progresía europea, los latinos quedan siempre al mando de la música. Yo ya voy pensando que me merezco un ascenso, como aquel Jon Snow de Game of Thrones, que se unió a la Guardia de la Noche para ser explorador y lo mandaron de mayordomo. Al rato, bajo un escalón en la cadena evolutiva y me toca ir a doblar ropa para el armado de los kits de bienvenida, que también incluyen artículos de higiene para los refugiados que siguen llegando al campamento. Es interesante cómo, desde el principio, la consigna es humanizar, ante todo. No se trata de una caja burocrática, sino que se insta a los voluntarios a hacerlas look nice, verse lindas, como un presente. No es sólo ser eficientes, no es sólo maximizar recursos. Es pensar en quien va a recibir una manta, ponerle una cara.

A alguien le escuché, a José Mujica creo, que en estas arenas de política pública se necesita a la sociedad civil, porque el Estado no puede amar, no puede ofrecer un abrazo o un oído. Tal cual. Al menos me entretengo tratando de combinar las prendas, de una montaña infinita, sobre la que nos movemos como hormigas, en una especie de fordismo, pero por el bien de la humanidad. Todo en el centro de voluntarios es un gran rompecabezas logístico, donde el desafío es que esa entusiasta masa humana cumpla con una serie de funciones de manera coordinada.

Entre los voluntarios, intervenir directamente en el campamento es un privilegio al que sólo acceden aquellos con varios días continuos de trabajo, para cuidar la generación de vínculos y confianza con las personas que residen allí. No es un zoológico, nos repiten; no hay nada para “ir a ver”. A eso responde la política estricta de no sacar (ni sacarse, válgame) fotos en el campamento.

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Es fácil caerles a los franceses: que son racistas, que no tienen interés en dar respuesta a los refugiados, que son parte de las causas con sus agresiones imperiales en Medio Oriente, y que su reacción al terrorismo es un demagógico bombardeo a ciegas sobre la población civil de Siria.

Pero también es cierto que muchos franceses de esa región posindustrial, empobrecida, ex bastión de la lucha sindical, comparten lo que les va quedando con los refugiados y le ponen el lomo a la crisis. Y muchos otros son gente que labura y que se banca los problemas (ciertos) de tener a miles de inmigrantes viviendo precariamente a la vuelta de sus casas. Gente que tiene miedo, para la que Estado Islámico no es sólo una historia de ciencia ficción que se ve por Youtube, en la que degüellan y tiran gente desde lo alto. Para ellos la amenaza se tradujo en caricaturistas y transeúntes tiroteados en el centro de París. No es changa. Hoy asisten al espectáculo de un sistema político que propone horadar las bases de la orgullosa República, con reformas a la Constitución para legitimar en papel una ruptura del ideal liberal que tal vez nunca fue, pero que estructuraba la cultura francesa como mito fundacional.

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Al segundo día, enfilé para la construcción de refugios y tan de abajo arranqué que una muchacha muy amable me “encomendó” la tarea de remover los clavos viejos a un lote de tablas. Armado con un martillo, hasta eso me dio un laburo bárbaro. Construimos casas como las de Techo, que allá en Uruguay me parecían una porquería. Noté ese día en la carpintería que las tareas del centro tenían una distribución de género bastante aceptable, con muchas compañeras cargando tablas y manejando herramientas, y muchos varones en la cocina. En especial, las posiciones claras de liderazgo que vi entre los voluntarios las ocupaban mujeres muy jóvenes. Eso sí, en la limpieza siempre eran también más ellas.

Consigo autorización para ir al campamento a colaborar en las clases de inglés que se dictan todas las tardes. Me siento con un par de gurises de Sudán y arrancamos a jugar al “ahorcado” para practicar el deletreo de palabras difíciles. Enseguida hablamos de fútbol (siempre Luis Suárez). No quería caer en la típica de hacerlos contarme sus historias, como ya lo han hecho hasta el hartazgo. Así que conversamos de su país, al que me ubicaron en el mapa y en la historia, con detalle. Hablamos de Nelson Mandela y de Barack Obama. De Will Smith y Denzel Washington. Nadie lo dijo en voz alta, pero el elefante sentado en la sala se llamaba, obviamente, racismo. Hasta que tuve mi acto fallido y se me escapó un “fíjate qué negras tengo las uñas”. “Yo también”, contestó uno sonriendo, y nos cagamos de risa.

En el campamento, lo que sobra es barro, nailon, toldos y un frío criminal. A la noche, la gente “pasea” como si hubiera algo para ver, por una calle que ni es calle, un trillo, y a los lados algunas tiendas. Hasta un bar con una surrealista bola de espejos funcionando. Y qué frío, hermano.

Las caras son de adolescentes que podrían estar gastando su vida en algo mejor que ese repetitivo intento de llegar a Inglaterra. Como si allí hubiera algo mejor para ellos, en tiempos donde se multiplican los recortes a los servicios sociales británicos, donde se amontonan los homeless en las ampulosas calles de Londres, donde se abarrotan las emergencias de los hospitales con personas en extrema vulnerabilidad social que encuentran ahora cerradas todas las demás puertas del Welfare State. Me dicen que ellos ni piensan en eso. Sólo quieren llegar y poder decir que entraron a Inglaterra, que lo lograron. Mientras tanto, se permiten la ironía las fuerzas del orden británicas cada vez que los agarran y los mandan para atrás con un try again socarrón.

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El cierre de la travesía es con dudas. Hay que ayudar a esta gente que la está pasando horrible y asegurarle las condiciones básicas para su supervivencia (ropa, comida, refugios), poniendo para ello todo el “corazón societal” que la política pública nunca podría ofrecer. Pero no logro tragarme el cuento del todo. La ciencia política siempre trae a cuenta el mismo versito: las instituciones importan. Y sí, importan. Los problemas sociales los resuelve la política; las decisiones generales que cuentan con el respaldo de la violencia legítima. En estos días me saqué mucho prejuicio escéptico antivoluntarista: menos mal que está toda esta gente para hacer la vida de los refugiados posible.

Ahora, esto sólo con amor no se resuelve. La solución política (de Europa y de sus Estados miembros) requiere adoptar medidas para ofrecer condiciones dignas y flexibles a los inmigrantes. Y la ayuda, tal vez, tiene el efecto perverso de cristalizar como un óptimo este punto de equilibrio terrible: se canaliza la tensión sobre los actores políticos locales, nacionales y europeos para actuar; se aplaca la sensación de emergencia humanitaria, y la urgencia política se licua. Un tema de timing con el que cualquier político avezado especula.

A la vez, la oferta genera demanda. Si los voluntarios le dan condiciones de sustentabilidad al campamento de refugiados, también se logra la institucionalización de un gueto y no se promueve que los inmigrantes avancen hacia un horizonte (conflictivo, por supuesto, aunque deseable) de integración con la comunidad circundante. ¿Es ése el statu quo que apostamos por cristalizar? ¿No debería aprovecharse ese compromiso férreo de tantas personas de toda Europa para la movilización política, para la denuncia del horror, la lucha contra el racismo y el lobby en el sistema político multinivel? ¿Y si se priorizara esa función política, quién para la olla, quién viste, quién construye techos, cuando sabido es que los recursos humanos, financieros y de tiempo son escasos, y los tiempos de la política y la burocracia no son los de la urgencia social?

Al final, el comportamiento más racional es el aporte concreto, frente a las desmotivaciones de la acción colectiva, que, paradójicamente, sería la única forma de lograr un cambio (político) en este oscuro panorama.

Nota:

[1]. Cohen, M.; March, JG.; Olsen, JP (1972). A Garbage Can Model of Organizational Choice.