Su cabello es tan dorado que evoca monedas y lingotes. La piel del rostro es un canto al caroteno, parece un Julio Iglesias nórdico, rojizo en lugar de tostado, y con lamparones blancos en los pliegues de las arrugas y la profundidad de los ojos. Le gusta poner trompita juntando sus labios adelante para mostrar indolencia, desenfado o también enfado, como hacen los borregos insolentes. Donald Trump se llama este Ricky Ricón maduro. De los debates en los reality shows pasó a los de la interna del partido republicano y no parece reconocer diferencias. Cuando su rival de turno se pone fastidioso, sin mirarlo lo señala y dice: “Este hombrecito se la pasa mintiendo”. Entonces aflora la indignación en Marco Rubio -el pequeño senador de Florida con cara de niño-, y Trump aprovecha para redoblar: “Tranquilo, pequeño Marco”. La tribuna aúlla.

De Jeb Bush, que era favorito para ganar las primarias republicanas, Trump dijo hasta el hartazgo que era “un tipo de muy baja energía”. Esta fama de blando parece injusta con Jeb, que gobernó un estado donde la pena de muerte se aplicó una veintena de veces durante su mandato. Pero, en todo caso, la situación no era conveniente, así que Bush tomó el toro por las astas y en un debate puso cara seria, sacudió el índice y casi gritó: “Necesitamos alguien con mano firme para ser presidente de Estados Unidos”. Ahí mismito Trump interrumpió: “Y no necesitamos una persona débil como presidente, y eso es lo que tendríamos si fuera Jeb”. Un mes después, Bush renunciaba, tristón, a la carrera presidencial, abatido por los malos resultados.

Cuando los problemas con sus rivales se vuelven muy personales y el periodismo cuestiona su estilo de confrontar, Trump levanta sus manos y se defiende. “Yo no empecé… yo no empecé”, suele decir, con toda la madurez de un niño de ocho años. En los debates, si escucha algo que no le gusta, levanta la voz repitiendo machaconamente “mal, mal, equivocado”, hasta conseguir acallar a su oponente. Ni el altar sagrado del patriotismo detiene a este muchachote. Cuando fue criticado por el senador McCain, quien estuvo cinco años prisionero durante la guerra de Vietnam, Trump dijo: “[McCain] no es un héroe, o bueno, es un héroe… porque lo atraparon. A mí me gustan los que se escapan, no los que son atrapados”. Rambo no habría sido más elocuente. En épocas en las que el acoso escolar es motivo de profunda preocupación, Trump se comporta con sus oponentes como un matoncito en el recreo. Y de a uno se los sacó de encima, hasta ganar la interna republicana. Como hacía con urgencia el breve poeta argentino, también sobre Trump debemos preguntarnos: tiene magia, tiene hechizo, ¿pero dónde es que lo tiene?

No se preguntan mucho algunos intelectuales snob y parte de la clase media norteamericana, que parecen oscilar entre el rechazo y la burla a Trump. Se han visto programas televisivos donde votantes afroamericanos del candidato son ridiculizados por un conductor que apenas se mantiene -si es que lo hace- dentro de los límites del decoro. En lugar de burlarse, como si los “trumpistas” fueran tontos, deberían cuestionarse qué alternativas ha ofrecido el país a los más pobres. En general, la pobreza puede atacarse o bien haciendo crecer la economía, o, si se quiere ser más efectivo, redistribuyendo mejor lo que ya tenemos. Sin embargo, no todos los países son igualmente hábiles para las dos estrategias, y si la repuesta para los pobres americanos es la redistribución, hay que ser conscientes de que Estados Unidos es el país desarrollado que peor redistribuye. Por su producto per cápita es el tercero en el mundo. En cambio, es el octavo si en la comparación ingresan también la esperanza de vida al nacer y la educación, y si además se evalúa el grado de desigualdad en los niveles de esperanza de vida y educativos, entonces Estados Unidos desciende al lugar 28. Suena hipócrita culpar a los pobres y recomendarles seguir el reclamo redistributivo de izquierda, cuando este ha sido erosionado sistemáticamente por la propia clase media desde los tiempos de Reagan.

Mientras tanto, Trump abona la tesis del éxito y el crecimiento económico para la solución de los problemas, y para ello adopta la estrategia del pavo real, exhibe sus colores, su riqueza hasta el borde de lo que parece ridículo. Le gusta decir “la vida no fue fácil para mí, mi padre sólo me dio un pequeño préstamo de un millón de dólares”, y con eso consigue el voto de los pobres. Aunque parezca un dislate, Trump pretende convencer de que es diferente porque es hijo de ricos, sin dejar de recordarnos que se volvió aún mucho más rico, porque él sabe cómo hacerlo. Es una especie de rico al cuadrado, rico por tradición y rico por habilidad. Esta imagen engarza perfectamente con el lema de su campaña: “Hacer a Estados Unidos grande de nuevo”. Trump repite siempre que los políticos han sido unos “perdedores” que no supieron defender los intereses de su país; él, en cambio, es un ganador, su riqueza es la prueba y puede hacer que más ganen con él, si lo votan.

¿Quién lo sigue? En general, los blancos pobres y conservadores. Votar a Trump está correlacionado, aunque usted no lo crea, con ser pobre y vivir en una casa rodante. Tiene un programa claro, sencillo y tangible para esta gente, un programa que además bebe del manantial del sueño americano. No tiene temor de señalar que está en la cima del sistema económico, porque así muestra que sabe conducirse para el éxito. El prototipo del líder económico se traduce en líder político en una sociedad donde la acumulación y la riqueza son valores desde siempre. El problema no está en el sistema, no hay que repartir. Hay que ganar más, posiblemente a costa del resto, ya sea de los inmigrantes o de los beneficios que obtengan otros países en su política comercial con Estados Unidos. Esto es “hacer a Estados Unidos grande de nuevo”. ¿Las políticas? Hará un gran muro para separar a su país de México. ¿A alguien se le puede ocurrir algo más concreto que un muro? Es simple, se entiende y además da esperanza a muchos. Debo ser crudo y cruel, no tiene caso decir que es un sinsentido. La mano de obra menos calificada, muchos norteamericanos muy pobres y desempleados, deben ver una esperanza en una política migratoria que reduzca la competencia en su segmento del mercado laboral. Pobres y marginados enfrentados.

Este tipo de división le puede parecer a usted moralmente incorrecta y por eso hay que entenderla, no alcanza con negarla. Si la política prueba que un comportamiento que consideramos moralmente incorrecto resulta extremadamente redituable en términos políticos, entonces hay que prestar atención. Sobre todo si usted está preocupado por la moral. Porque siempre existirán políticos dispuestos a recorrer este camino, si les da muchos votos. ¿Alcanzará Trump la presidencia con su estrategia? Posiblemente no. Lo que enseña es un modus operandi que lo trasciende, porque está vivo por todos lados, y él sólo lo interpreta, como también lo hacen otros muchos políticos. La división, la diferencia social de todo tipo, pero en particular en el interior de las propias capas de trabajadores y clases medias, es el origen y el combustible de la desigualdad.