El Che huele a bronceador. A dedos que cartografiaron la espalda de una muchacha y que después se imprimen, como huellas delatoras, en las tapas verdes del Libro de Manuel, de Julio Cortázar. Al menos así huele su sombra en Playa Girón. No la cubana, sino la de Paso de los Toros, al lado de La Correntada, que en ese 1972 era la playa “pituca” del pueblo. Por eso a la otra, a la que estaba al lado, esa pandilla de chiquilines que crecía entre los grupos de estudio con un pastor metodista de avanzada, las lecturas a escondidas de libros peligrosos, y el pendular cansino entre la plaza y el cine Roma, la bautizó Girón.

La banda sonora de ese aroma de playa de río no podía ser más ecléctica, recuerda uno de aquellos bronceados adolescentes, el luego poeta Luis Pereira: los Moonlights, Psiglo, Tótem, pero también Los Quilapayún y, entremedio, la “Samba del Che”, de Víctor Jara, con sus “selvas pampas y montañas / patria o muerte su destino”.

Oído, 1967

La noticia se propagó “como reguero de pólvora” por la colmena donde transcurría la infancia de otro Luis, también futuro poeta. La radio prendida todo el día en todos los apartamentos proyectaba un coro de voces que resonaba desordenadamente en los pasillos y entraba por las ventanas de ese edificio de tres pisos. La pandilla de seis varones y una muchacha que formaba Luis Bravo se autoconvocó a un cónclave urgente. ¿Era o no era el Che ese muerto de Bolivia? Recuerda Luis “la incertidumbre morbosa” alrededor de la noticia del cuerpo sin manos y la identidad en duda. Había sabido del Che un año antes, también por el oído, abducido por el imán de una canción que estaban maltocando en una guitarra unos jóvenes que no tendrían más de 15 años, pero que le parecían tremendamente mayores que él. Sí, en efecto, era aquella del estribillo contagioso como un virus del espacio. La de la clara, la entrañable transparencia.

Luego, otra vez la radio. Una proclama de guerrilla urbana leída desde una emisora tomada. De ese modo, a partir de esos sonidos, el niño de la colmena ingresó, a sus 11 años, “con una mezcla de miedo y fascinación, en la vidriosa arena de la violencia política”.

Vista, 1968

Pasó un año y el Che de Luis Bravo no perdió por completo su cualidad sonora, pero le agregó su imagen. En el altillo que su amigo Ariel usaba como dormitorio, “entre pósters rockeros de la revista Pelo, y fotos a todo color de surfistas corriendo olas gigantes, había una foto en blanco y negro del Che y de Fidel, guerrilleros barbudos en la selva”.

Entraban en la adolescencia y la fuerza de aquella revolución los tomaba por los pies, los ponía cabeza abajo y les sacudía lo que habían sido hasta entonces. Su amigo Ariel hizo el gesto extremo de abandonar la Coca-Cola, gaseoso jarabe del imperio. Abrazaban la ascética santidad y las obligadas clases de catecismo le volvían natural asociar la estampa de Jesús a la de los guerrilleros de ese póster.

La imagen que ahora le viene a la mente a Luis Bravo cuando piensa en el Che no es, sin embargo, aquel póster del altillo de su amigo Ariel, ni la foto de Korda. Es un óleo de Ibero Gutiérrez, un poeta que también pintaba. “El Che yace desnudo de torso, boca arriba sobre una tabla de madera, que parece una mesa de disección. Está cercado por tres figuras sombrías, y una cuarta más atrás y a la izquierda”. Le hace pensar en la Lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp, de Rembrandt. Pero también le llama la atención que las manos parezcan ser tan protagónicas en la composición.

“Es como si el asunto del corte de las manos del Che estuviera allí simbólicamente presente, no sé si consciente o inconscientemente propuesto por ese artista, también mártir, que fue Ibero. Con la diferencia de que el Che fue al martirio con los ojos abiertos, y cayó en la demanda; mientras que a Ibero lo secuestraron, lo torturaron y lo asesinaron cobardemente”.

Oído, 1967

Melba Guariglia trabajaba en el Consejo del Niño de aquel entonces, en el hogar de la calle General Flores.

—Una compañera me dijo: “Sí, créelo, lo asesinaron, pero no se lo vamos a decir a los niños todavía”. Entonces, nos abrazamos llorando.

El recuerdo de Jorge Vidart es parecido. En su casa se enteraron a la hora de la siesta. “Todos lloramos y pasamos el resto del día en un silencio profundo”.

Vista, 1977

¿Qué es primero? ¿Ver al Che o escuchar su historia? ¿O la negación de ambas cosas? Para la poeta Laura Alonso, el Che es una foto que su hermana debió quemar. Es el peligro que implicaba hablar de él en público. “Como muchas otras faltas o prohibiciones, eso me explicó lo que significaba vivir en dictadura. En cualquier dictadura”. Una explicación “del miedo y del valor”. Y desde ese lugar se volvió la foto ausente del Che: “Parte de un conjunto de signos que conformaron mi primerísima educación política”.

Para Daniel Lasca, actual concertino de la OSSODRE y de la Filarmónica de Montevideo, también hubo una foto ausente. Aunque en su caso no llegó a volverse cenizas. Empezó en una cena en La Habana cuando tenía nueve años y vio a Guevara en una mesa cercana. Su timidez le impidió acompañar a su hermana Hebe que enseguida quiso ir a saludarlo. “Ella y otra niña llegaron junto a él en el preciso instante en que un reportero tomaba una foto. Poco tiempo después, en la revista que publicaba Casa de las Américas apareció esa imagen de la pequeña Hebe inclinada hacia el comandante”.

Pasaron los años y la revista siguió siendo una de las posesiones más preciadas de la niña Lasca. Al volver a Uruguay, en 1969, el intrincado periplo que hacían los viajes desde Cuba los obligó a una escala en Moscú. Aprovecharon para visitar brevemente a Daniel, que estaba estudiando en el Conservatorio Tchaikovsky. Hebe le dejó en custodia aquella revista que llevaba consigo como un tesoro. La prudencia no aconsejaba desembarcarla en Carrasco en esos convulsionados años. Poco después, vino el exilio de toda la familia y en 1977, ya en México, Daniel le devolvió a Hebe la revista con su foto. Todavía la conserva.

Gusto, 1986

Jorge Vidart está en una fiesta en un apartamento de La Habana. En sus papilas, ron cubano. Al anfitrión sólo le quedan 19 copias de las impresiones originales del ícono más reproducido en la historia de la fotografía. Saca una y se la obsequia. “Al gaucho Jorge, del guajiro cubano”. Firmada: Korda.

Tacto, 1977

Era hermana de la revolución cubana, ya que había nacido en enero de 1959. Tenía dos años cuando su padre estuvo con el Che, en la visita del comandante a Montevideo. Ocho, cuando lo vio maldecir y llorar en Moscú, en cuclillas, ante el receptor de onda corta que confirmaba la noticia de su muerte. La figura de Guevara estaba tan naturalizada en la vida de Marta Saxlund, periodista y traductora, que no le pareció extraño entrar en el amor con un estudiante cubano. Fue en una residencia estudiantil de la Unión Soviética, mientras, “desde un portarretatos, nos sonreía el Che”.

Olfato, 1961

Cuando estuvo en Montevideo, el Che quedó matrizado en la memoria olfativa de Melba Guariglia con el olor picante de los gases lacrimógenos de la policía.

En esa ocasión, Guevara también huele a alcohol. Está de visita en la casa del artista plástico Miguel Bresciano, en Malvín. Al calor de la charla toma más de la cuenta así que se queda dormido en el sofá de la sala. Ahí pasa la noche, rendido, sin volver a su hotel ni pasar al dormitorio. Una historia mínima que Luis Bravo escucha en un susurro, porque en 1983 esas cosas no se decían a viva voz. Se la cuenta la secretaria del Liceo 20, donde Bravo trabajaba como adscripto, y que resultó ser la viuda de Bresciano.

—Durante años cada vez que pasaba por la calle Orinoco me venía la imagen del Che durmiendo allí, en el barrio.

Tacto, 1969

Carlos Caillabet, narrador sanducero, sintió en sus aposaderas la madera de la misma silla donde se sentó el cubano-argentino. Vivía en Montevideo. Estaba en la casa de quien lo había reclutado para el Movimiento de Liberación Nacional. “Agarrá una silla”, le dijeron, y agarró la que estaba más cerca. “Parece que en esa casa algunos tupamaros se habían reunido con el Che y la silla en la que me senté era donde se había sentado él”, recuerda.

—Cuando me lo explicaron, confuso, amagué a pararme, pero uno me dijo: “Tranquilo. En el mundo hay cientos como el Che”.

Gusto, 2004

Acerca la boca a la pistola automática. Le pasa la lengua. El plano se amplía. Se ve que lleva una remera del Che. La cámara se aleja más. Se descubre que está recostado contra la foto de Korda que ocupa toda la pared. Felación de un fetiche. Guerrero para siempre.

Es The Raspberry Reich, una película de estirpe godardiana en la que aquellos maoistas de La Chinoise han mutado en foquistas gay que buscan una intifada homosexual. Acabar por igual con el capitalismo y con la heterosexualidad. Un Imperio Frambuesa forjado por la sexta generación de las Brigadas Rojas. Pasteurizada para su distribución comercial, la película tuvo su “versión sin cortes”, lanzada por Cazzo Films como La revolución es mi novio.

Dijo su director, Bruce LaBruce: “El Che me erotiza. Es un ícono a lo Marilyn Monroe o James Dean. Sexualizado. Supuestamente porque es bien parecido, a raíz de la famosa foto de Korda. La gente ha hecho de él un fetiche, porque creen que es la esencia del radicalismo. Pero cuando una imagen se hace tan popular a ese nivel, se pierde por completo todo significado político de lo que representa. Para mí, la idea básica es que cada uno se masturba con esa imagen”.

Vista, 1967

Para Melba, “hasta su cadáver mostraba cierta belleza lejana al horror de la muerte”, con un aura quizás mística, que se le antoja, ahora, como a muchos, parecida a Jesús. Y aunque el reconocimiento de esa belleza no la llevó nunca a una erotización simple del Che, la conservación y multiplicación en la memoria de su imagen en el mundo, incluso de esa foto de su cuerpo muerto —dice— implica una pulsión de vida que se contrapone, tal vez deliberadamente, al Thanatos. “Como si fuera necesario volver a repetir una instancia similar para sentir la fragilidad y a la vez la pureza del héroe”.

Es, quizás, “la fuerza enorme que el cuerpo del Che irradia: una lumbre poderosa que ha contribuido a crear el mito”, opinó la también poeta Laura Alemán. En su recuerdo de infancia, dos retratos que pinto su tía Aldina:

—Me daba un poco de miedo mirarlos; obras de trazo nervioso donde la imagen asomaba salvaje, temeraria, y el pelo espeso y negrísimo cubría un poco el tono encendido de la cara.

Tacto, 1984

Luis Bravo:

Fuimos a un bar y comenzó a contarme sus cuentos, que quería que le publicara. Era una magnífica narradora oral, pero no podía distinguir si sus relatos eran memorias personales, eso que hoy llamamos autoficción, o si eran historias de aventuras, con un aire de thriller político. Entre todos brilló uno en el que ella, la protagonista, era amante del Che en Cuba. Recuerdo la velada con la vaguedad de un sueño en el que una mujer bella fue desgranando los cuentos de su vida, a modo de ofrenda, durante la noche. Nunca más la vi, y hacía años que no recordaba este episodio. Me queda ahora la imagen de esa mujer de pelo largo, negro y lacio, de cuyo nombre no importa acordarme, vestida de guerrillera y andando en jeep con el Che del brazo”.

Oído, 1961

Para los uruguayos, el Che también es el sonido del balazo que mató a Arbelio Ramírez, que era adscripto del liceo donde estudiaba Melba Guariglia. Y años más tarde, cuando la bala finalmente lo alcanzó en Bolivia, el sonido de su muerte fue el de una eterna discusión sobre métodos y formas. “Discusiones acaloradas suscitadas por su asesinato; todas las dimensiones de su muerte. Algo de lo sacrificial, debo confesar, me desafina hace tiempo. Y por otro lado, me provoca malestar estar desafinando. La muerte del Che me impresiona hoy como parte de la gran aventura de los Hombres”, desgrana Laura Alonso.

También a Gabriel Peveroni le desafina. Siempre le desafinó el Che, pero sobre todo le desafinaba el discurso alrededor de su muerte: “Nunca me gustaron, particularmente, las historias de mártires, porque apenas se devela el romanticismo lo que queda expuesto es el absurdo y lo innecesario, como fue en su caso, su sacrificio”.

Poesía, 1967-1990

Cuando se confirmó que había sido acribillado en Bolivia, una jovencísima Melba Guariglia escribió un poema. Se lo mostró a su primo Milton, unos años menor, que lo imprimió a mimeógrafo y lo volanteó en una marcha en el barrio Nuevo París. Decía: “Nunca más viejo el mate / la tos / el sillón y la escalera / los sonidos ásperos de la radio / cuando tú has caído joven en la lucha / boca arriba / solo con el alma que nos dejas para no envejecer nunca...”.

Vino después, o en paralelo, el “Consternados y rabiosos”, de Mario Benedetti (que Luis Pereira hizo sonar en un disco de vinilo para seducir a una muchacha llamada Inés, en el Buceo) y aquel de “Las palabras no entienden lo que pasa”, de Salvador Puig (que Víctor Cunha considera, con razón, que es lo mejor que se le ha escrito en estas pampas).

Dos décadas más tarde, Peveroni también lo puso en un poema: “Lo siento, mi comandante / tuve miedo y lo sé, mi comandante / a esta hora las banderas desteñidas”. Por ese tiempo también construyó un poema/objeto. Había un imperativo “mirate” en lo que sería la portada y luego, cuando el lector daba vuelta la página, veía un espejo con unas letras transferibles en las que se leía “eres como un puto mártir”. Peveroni lo recuerda como “un intento de provocación, donde se mezclaba algo punk, de humor negro”, que llevaba a un rechazo a la sociedad de comienzas de los 90. El poeta decía soñar “con un loco subido al techo del mundo / disparando contra nosotros”, y terminaba pidiendo “que el mundo de macdonalds y guevara sea herido de muerte / que agonice / lentamente”. Eran los años de Saddam, pero también los de Tiananmen con sus estudiantes masacrados en Beijing.

Oído, 1979

Cerca de aquella Playa Girón de Luis Pereira, otro poeta, Víctor Cunha, escribió con Eduardo Darnauchans una canción sobre lo que era crecer en dictadura. La llamaron “En Tacuarembó, si te parece…” y de su letra proviene el título de este artículo. Tuvo varias versiones, incluso una que recuerdan como “casi perfecta”, pero que perdieron y olvidaron, ya que tenerla escrita resultaba peligroso. Con el tiempo, se volvería una canción de gesta minimalista para varios “ex UJC”. Quizás por aquel verso que sitúa lo que significó el Che para la generación de la resistencia: “Guevara no había sido un póster de colgar”.

Tacto, 1974

El policía que palpó los bolsillos de uno de los detenidos en la recordada razzia del 12 de octubre en Sarandí Grande descubrió lo cierto de aquel verso de Cunha. En el vaquero, Edgar guardaba un poema de Luis Pereira. Esa copia, y muchas otras copias se perdieron, se quemaron, se enterraron. Sólo iban quedando retazos en la memoria. Arqueólogo paciente, Pereira rescató lo que pudo recordar y reconstruyó el resto. Catorce años después, lo publicó en su libro Memoria del mar. “Te ofrecemos señor / cielos infiernos el reino de dios los / evangelios / el sexo los ensayos sobre el sexo / te ofrecemos las iglesias / los vitrales la / sangre en los vitrales la / imponente marcha de / la historia te ofrecemos señor / las oraciones / la decisión para el combate / nuestros sueños de amor y desamor / che comandante”.

Sexto sentido, 1967

La familia Caillabet vivía en las afueras de Paysandú. Las noticias llegaban desde el lado argentino. Carlos tenía 19 años, era de izquierda, pro cubano y creía en la lucha armada.

—Cuando se confirmó la muerte del Che mi padre dijo que no quería vivir para ver morir más jóvenes. Mi madre dijo que eso en Uruguay no podía pasar. Ya vas a ver, dijo mi padre.

Texto | Roberto López Belloso Ilustración | Ramiro Alonso