Los economistas clásicos de fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX tempranamente reconocieron en el cambio tecnológico el corazón de la prosperidad económica. En su ausencia, las posibilidades de expandir el bienestar general resultaban acotadas. La importancia de la tecnología en nuestras vidas cotidianas es evidente, y los cambios que induce en las formas de funcionamiento social, incluyendo la esfera laboral, son perceptibles en breves espacios de tiempo.

Sin embargo, la tecnología ha sido también fuente de inquietud y ansiedad. Cíclicamente, surgen previsiones apocalípticas: un futuro sombrío en el que las máquinas o robots desplazan a los seres humanos, cuestionando la fuente principal de subsistencia o la propia razón de ser de nuestra existencia. Desde Metropolis hasta la poco infantil Wall-E, pasando por la saga de Terminator, estos temores han sido expresados una y otra vez por el cine.

La inquietud ante el cambio tecnológico radica en dos tipos de preocupaciones distintas. Por un lado, el temor a que la tecnología produzca un desplazamiento masivo de trabajo por “máquinas”, provocando un desempleo tecnológico y un incremento de la desigualdad, por lo menos en el corto plazo. La segunda preocupación es de corte moral: las primeras revoluciones industriales fueron acompañadas por el temor a la rutinización del trabajo y, con ella, de la vida cotidiana. En los tiempos modernos esta preocupación se asocia más a los posibles efectos deshumanizadores de la propia eliminación del trabajo humano y su centralidad en la vida social. Si bien los modelos económicos de oferta laboral más simples que utilizamos los economistas parten del supuesto de que asignar nuestro tiempo a trabajar es un “mal” –preferiríamos una hora de ocio a una hora de trabajo en términos relativos–, el papel socializador del trabajo es reconocido ampliamente por las ciencias sociales: un mundo “sin trabajo” no es un mejor lugar para vivir, en tanto restringe la calidad de las interacciones sociales y la satisfacción propia del sentido de realización y contribución propio de la acción creativa del trabajo.

Empleo y cambio tecnológico en la historia reciente

La historia económica de los últimos 300 años no sustenta visiones catastróficas. Más bien, las rutas de la innovación y los cambios productivos implicaron la destrucción de puestos de trabajo –en algunos momentos, masiva– pero simultáneamente la creación, también masiva, de nuevos puestos. El balance, hasta ahora, es claramente positivo. Cada oleada tecnológica ha traído consigo más puestos de trabajo y de más productividad. Eliminando las oscilaciones propias del ciclo económico, el nivel de empleo agregado en la economía mundial no ha dejado de aumentar, y la tasa de desempleo en las economías desarrolladas no muestra una tendencia secular al alza. En Europa, por ejemplo, contrasta la situación de los países de Europa central y los nórdicos –con tasas cercanas a 5%– con el sur de Europa. La incidencia del desempleo se debe más a la ausencia de dinamismo económico o a arreglos institucionales disfuncionales que a la tecnología. De hecho, los países tecnológicamente más dinámicos muestran el mejor desempeño en esta dimensión.

Pero esta constatación desde una mirada larga no puede ocultar el carácter disruptivo en el corto plazo, que cuestiona la fuente de sustento y reconocimiento social de importantes contingentes sociales, transformando en obsoletas o superfluas habilidades adquiridas con esfuerzo y tiempo. Para las personas ubicadas en esta encrucijada, el largo plazo no existe: la tecnología puede arrojarlas a un espacio de descualificación laboral, reduciendo su bienestar presente y cuestionando su capacidad de adaptación futura. Por tanto, tampoco las visiones idílicas basadas sobre el funcionamiento de los mercados tienen asidero. En la ausencia de políticas públicas, los mercados no aseguran el retorno a un mundo sin desempleo y salarios más elevados producto del crecimiento de la productividad, por lo menos en plazos razonables medibles a escala de la vida de las personas. Los desplazados por la tecnología pueden quedar en el margen de los mercados de trabajo, con salarios deprimidos o inserciones precarias; sin herramientas para aprovechar las ganancias de bienestar que, para el promedio de la sociedad, implica el avance tecnológico.

Este patrón se observó con distinta intensidad durante las revoluciones industriales. Pero también ha vuelto a presentarse con singular agudeza en las últimas dos décadas, con la consolidación de los cambios en el mundo del trabajo que trajo consigo la tecnología de la información. David Autor (Massachusetts Institute of Technology) y otros autores han señalado, convincentemente, que un impacto tangible y problemático del cambio tecnológico en nuestra era ha sido la polarización del mercado de trabajo en muchos de los países desarrollados. Las ganancias salariales han ido a parar desproporcionadamente a la cola superior de la distribución salarial y, en menor medida, a la cola inferior. Los sectores medios han sido perdedores netos. Las tareas codificables fueron sustituidas por computadoras, en especial cuando estas últimas se abarataron sustantivamente con respecto al salario de quien ejercía esas tareas.

Muchos trabajadores manuales de la industria manufacturera y otros en empleos administrativos sufrieron estas modificaciones. La tecnología explica, junto con otros factores, como la caída de los salarios mínimos y la unificación de las tasas de imposición a la renta, el incremento en la desigualdad en el mercado de trabajo observado en los últimos 30 años, problemática emergente con nítidas consecuencias sociales y políticas. Que la tecnología no conlleve al fin del empleo no presupone la confianza en la ausencia de serios problemas sociales asociados a su incorporación, y, por lo tanto, a la necesidad de políticas públicas que atiendan esta realidad.

¿El futuro será distinto?

Que en el pasado tecnología y empleo no muestren una relación patológica de largo aliento no quiere decir que no pueda ocurrir en el futuro. Herramientas y maquinarias han sustituido siempre algunas habilidades humanas, como la fuerza o la destreza asociadas a operaciones mecánicas. Sin embargo, la era de la robotización podría implicar que los robots llegaran a ser sustitutos de otras habilidades impensables hasta hace poco tiempo, reproduciendo incluso percepciones sensoriales como la visión (el reconocimiento facial es un ejemplo), el olfato o la audición; a la par de procesar actividades asimilables a razonamientos complejos y tomar decisiones, al menos en ciertos ambientes. Los robots serían una nueva forma de capital físico, diferente del que se expresa en edificios, rutas o maquinaria tradicional. Un tipo de capital con un grado de sustitubilidad con respecto al trabajo humano tal que puede pensarse como un mecanismo alternativo para incrementar la oferta efectiva de trabajo: tanto robots como personas pueden operar con el capital tradicional y, por tanto, compiten por un lugar similar en los procesos productivos. Los desarrollos teóricos que desde la academia incorporan, con variaciones, esta posibilidad llevan a conclusiones inquietantes. La caída del costo relativo de los robots crearía una tensión clara en el mercado de trabajo, aunque simultáneamente incrementaría la productividad per cápita. Pero el aumento del número de robots implica el incremento de la oferta efectiva de trabajo, presionando hacia la baja a los salarios. El aumento de productividad sería apropiado por los propietarios del principal factor productivo que explica su despliegue: los robots.

No es plausible que los robots constituyan sustitutos muy cercanos de todas las formas de trabajo. En este caso, los efectos serán asimétricos según qué tan complementarios o sustitutos sean el acervo de habilidades laborales de los trabajadores con respecto a los robots. Los trabajadores con habilidades más complementarias –creatividad, empatía, etcétera– verán mejorar su situación relativa; pero aquellos dotados con habilidades sustituibles fácilmente verán afectado su bienestar. Si estos últimos constituyen la porción más importante de la fuerza laboral, la desigualad aumentaría no sólo al influjo de la apropiación de los beneficios provenientes de la tecnología por quienes son propietarios de los robots, sino también por un incremento de la desigualdad salarial.

La importancia relativa de los cambios tecnológicos actuales no debería darse por sentada ni asumida acríticamente. A fines de la década de los 80, Robert Solow, quien obtuvo el premio Nobel de Economía por sus aportes a la teoría del crecimiento económico, afirmó: “La era de la informática es visible en todas partes, excepto en las estadísticas de productividad”. Su lacónica aseveración señala que, mientras todas las revoluciones industriales y tecnológicas previas fueron acompañadas por incrementos sustantivos de la productividad, el impacto de las tecnologías de la información no mostraba efectos significativos en el crecimiento de la productividad laboral en Estados Unidos, que incluso se había desacelerado en el período de expansión de las computadoras. Si bien esta tendencia se revirtió desde mediados de la década de los 90 hasta aproximadamente 2005 –la productividad del trabajo creció a tasas importantes en este período en la principal economía del mundo–, desde esa fecha al presente vuelve a detectarse un pronunciado enlentecimiento. En todo caso, hay quienes afirman que la potencialidad productiva de las tecnologías de la información se agotó en la década de los 90 y que es esperable un mayor enlentecimiento en las décadas venideras. Bajo esta hipótesis, en el futuro el problema del empleo no es el desafío tecnológico sino la ausencia de dinamismo económico. No es una visión generalizada, pero es un llamado de atención sobre enfoques acríticos del cambio tecnológico.

Sin embargo, los desarrollos en campos como la robótica y la inteligencia artificial pueden constituir el preludio de profundos cambios. Algunas tendencias recientes apuntalan a hipótesis de esta naturaleza. Gill Prat, quien trabajó en el Departamento de Defensa de Estados Unidos gerenciando varios programas de desarrollo de la robótica, identifica en la maduración y combinación de dos desarrollos tecnológicos en ciernes la posibilidad tangible de una “explosión cámbrica” –expresión referida a la rápida diversificación de los seres vivos complejos acaecida en el planeta hace 500 millones de años– asociada a la robótica. Por un lado, la robótica de la nube permite que cada robot aprenda de la experiencia de todos los robots conectados a ella, conllevando a un crecimiento exponencial de las competencias productivas de los robots. Cuanto mayor es la cantidad de robots en circulación, mayor es la potencialidad de mejora individual de cada uno de ellos. Por otro lado, los algoritmos de inteligencia artificial basados en la tecnología de aprendizaje profundo (deep learning) constituyen métodos que habilitan a los robots a aprender a partir de bases de datos gigantescas utilizadas como mecanismo de entrenamiento. La combinación y maduración de ambos procesos puede conducir a una rápida eclosión y generalización de los robots en la producción, así como a su nivel de sofisticación. Es todavía campo de especulación si finalmente este pronóstico tiene lugar y cuándo sucedería, pero cada vez y con más frecuencia la verosimilitud de un cambio radical de este tipo es tomada más seriamente en el campo académico.

Del cambio tecnológico a las políticas públicas

Que el Fin del Trabajo parezca una hipótesis improbable no presupone que, en perspectiva, los escenarios sobre el impacto de la tecnología deban ser subestimados. El peor error es atrincherarse detrás de visiones idílicas que inhiban la necesaria discusión e identificación de diseños de política que atiendan situaciones sociales complejas. Algunas de las expresiones políticas en el mundo desarrollado, impensable hace algunos años atrás, debería ser suficiente advertencia para incautos que ven en la tecnología sólo sus potenciales beneficios de largo plazo. Menos aun convendría resguardarse detrás de los escépticos que, con fundamentos, no visualizan un cambio técnico tan radical ni generalizado. Al final del día, las políticas públicas deben actuar como seguro contra ciertas contingencias, y los síntomas de un cambio de paradigma de tal magnitud no pueden desconocerse.

Varias dimensiones del accionar del Estado entran en cuestión. Los sistemas impositivos, de protección social y, por supuesto, educativos, serán tensionados en un escenario de aceleración de los cambios tecnológicos con las características mencionadas. La propuesta de Bill Gates de “cobrarles impuestos a los robots”, por extraña que parezca, apunta en una dirección similar a la de investigadores como Jeffrey Sachs o Richard Freeman, de la Universidad de Harvard, quienes proponen diseños institucionales, bastante más elaborados, que eviten la concentración de las rentas generadas por el cambio tecnológico en grandes empresas o pequeñas elites que acceden a la propiedad de las nuevas tecnologías. El problema de la concentración del poder, en especial en los mercados, no resultará trivial. Los conflictos regulatorios que enfrentan naciones o grupos de naciones poderosos como la Unión Europea con empresas del porte de Google o Microsoft pueden ser sólo un prólogo de historias futuras.

Los sistemas de seguridad social verán cuestionados algunos de sus principales pilares de racionalidad: el trabajo como actividad generadora de derechos y el financiamiento a partir de contribuciones provenientes de la nómina salarial de las empresas. Diseñar alternativas es ya necesario por problemas endémicos de cobertura y financiamiento; pero se torna imprescindible a la luz de los problemas que pueden enfrentar grupos importantes de ciudadanos para mantener una adscripción prolongada y continua al mercado de trabajo, con riesgo cierto de ser desplazados, mientras que el sistema se financia con mecanismos que afectan el precio relativo del trabajo.

Y, otra vez, la educación. Que el cambio tecnológico se traduzca en una mejora generalizada y equitativa del bienestar implica que los sistemas educativos y de entrenamiento laboral –como algunas políticas activas de empleo– resulten eficaces para promover la creatividad, capacidad crítica, iniciativa y versatilidad que serán necesarios para aprovechar las ventajas de los cambios tecnológicos, incluso impulsando y adaptando la innovación al contexto social particular donde se ancle. Las disyuntivas individuales y colectivas requieren transformaciones decididas en estos ámbitos de política.

Como advierten Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee: “No ha habido mejor tiempo para ser un trabajador con habilidades especiales o un nivel educativo adecuado. Sin embargo, no ha habido peor tiempo que el actual para ser un trabajador con habilidades ‘comunes’ para ofrecer en el mercado, porque computadoras, robots y otras tecnologías digitales están adquiriendo esas habilidades a una velocidad extraordinaria”.

Los cambios tecnológicos no son un destino manifiesto, ni siquiera para pequeños países como Uruguay. Su impacto depende de la capacidad con que instituciones y políticas públicas puedan responder, transformándose a sí mismas con criterios normativos que alienten la equidad y sostengan el bienestar aprovechando las ganancias potenciales. Una respuesta profundamente conservadora es pretender preservar el mismo barco munido de idénticas políticas en un océano cuya configuración de riesgos y oportunidades se transforma rápidamente. Se podrá escalar el mástil hasta su último peldaño, pero con esa actitud sólo se perderá un valioso tiempo para diseñar respuestas sólidas y colectivas. La deliberación democrática debe llevarnos por otro camino: debatir e identificar alternativas de política que impliquen pensar el hoy como el día que inaugura nuestro futuro.