Le gusta la fotografía y fotografía casas viejas que le traen recuerdos, atardeceres en el río, a contraluz, reuniones en su casa con homosexuales jóvenes amantes de los ramos de flores y el sexo promiscuo. Artista tosca. Escribe. No es poesía, es narrativa romántica simplista y conservadora. Un lirismo kitsch nativo. Juega a ser un alma sensible en busca del ángel que la vuelva angelical-mente feliz a sus seis décadas. En el escaparate social del barrio, una estampita de navidad; mientras tanto, bajo la piel rizada, asoma la carne viva del deseo. Lo sabe porque la sabe. Le supo hasta el más recóndito gusto de su capullo de piel.

Fue una noche de esas como ella esperaba. El príncipe azul entrando por la puerta del fondo. Él con más arrugas cada minuto y cada minuto menos pelos en la cabeza. Ella ahí, entre sábanas sucias y labios gruesos que no justificaron la halitosis que los impregnó como tinta para mancharles los suyos. Su sello. Una mujer de caderas angostas, hombros anchos, cuello grueso. Los brazos los llevaba cubiertos por un tul de piel naranja oxidado, a lunares negros nunca circulares, del tamaño de uñas. Pero esos labios le hicieron perder la cabeza entre sus piernas, ilusionado. Estafadores labios de esa noche y nunca más.

Por eso ella insiste. Cada tanto vuelve al ataque. Oportunidad que tiene, oportunidad que deviene oportunidad de oportunidades y busca la manera de hacerse notar. Cuando se cruza con Él en la calle adopta diversos disfraces; mascarita que da pistas claras para ser descubierta en sus intenciones. Puede guiñarle un ojo, según con quién esté —tiene una cómplice, contratada por un sueldo de un poco de atención— o de la presión que en ese momento les estén ejerciendo los estrógenos. En la evaluación primero se asegura de dónde da el sol. El encandilamiento es el milagro que jamás sucede porque la mujer siempre siempre siempre le guiña a conciencia, a veces con sombrero. Otras sonríe cuando él la saluda, con esa sonrisa de soy tuya, y los ojos encendidos.

Ya no va al carnaval ni a la fiesta de la primavera ni a bailes ni a actos patrios ni a festivales de canto nativo ni sale a saludar caravanas políticas o deportivas ni al acto final de la escuela ni a velorios ni a las procesiones de entierros. No quiere que lo vea. Ella lo saluda con tarjetas para su cumpleaños y la navidad y el año nuevo. Escribe pensando en él, afiebrada, y manda sus textos a que sean leídos por un amigo joven homosexual en sus reuniones de sábado a la noche en la plaza del barrio, lejos de los plátanos y la lluvia de mierda de golondrina.

Todos saben que el motivo de sus desvelos desgarradores es él. No lo nombra jamás, no lo describe. Alcanzó con que lo supiera la cómplice, a quien no le dio detalles sino que le sugirió que esa noche ella se enamoró perdidamente. Esa noche, en aquella cama. En el aire, el sonido de las palabras de su amigo que lee como puede y come porque aparecen madres desesperadas por ayuda con sus hijos escolares, a que les dé, como dice el cartel en la puerta de su casa, “Clases de Apollo”. O en casa de ella, aunque no invite.

Los jóvenes de la ronda en el pasto escuchan atentamente y hay como un conjuro cursi que los conecta, auténticamente. Coinciden en el concepto de amor. El sexo con alguien deseado, devenido luego del deseo de sexo con alguien, eso se figuran que es el amor. Pero hay que contarlo como un cuento de hadas y príncipes y campos en flor y siluetas abrazadas, ella con la cabeza recostada en su hombro, viendo lunas llenas. Una letra de cumbia del medioevo. Sufre.

Y qué buena que es que hace comidas para sus amigos homosexuales —su amigo el lector es quien sirve— y su cómplice la portavoz de descripciones de aquella noche. (Él la tenía así de grande y además la besó toda y ella lo disfrutó por horas). Todos quieren ser amigos suyos. O mejor, nadie quiere tenerla de enemiga, porque en su carácter vive también la mujer del malhumor, la caprichosa autoritaria, la que usa su poder de trabajadora del Estado atendiendo una oficina a la que todos deben concurrir. Nadie piensa en eso. Sólo es así. Mejor apreciarla que verla, así que se inducen a admirarla.

A veces ella busca consuelo en otros. Ninguno entra por la puerta del fondo. Ninguno la encuentra desnuda en su cama, haciéndose la dormida, la destapa y se queda así, viéndola. No necesita contenerse para no darle placer a cada uno como lo hizo con él, a quien le mezquinó el roce de sus labios certeros, anestesiando su lengua para no dejarla mostrar sus contorsiones circenses. Quería que volviera por más y ella se lo iba a ir dando, porque cree que el amor nace así, prefabricado. Ella más que él desea ser toda suya y que suyo fuera todo él, pero hay reglas que cumplir. Él no lo supo, no lo sabe. Y los hombres llegan y se van y regresan y regresan. Ninguno se queda. En tanto, ella le envía señales que se esparcen por las casas del barrio donde cada quien agrega lo que le toca.

Amasada por la gente, la leyenda de aquel amor mantiene ojos despiertos en las madrugadas, oídos atentos al chirriar de una cama. Sin embargo, de entre los ladridos de perros nadie decodifica el largo gemir de placer que la cómplice le saca a él con sus labios finos y su lengua de hiedra que se adhiere a cada poro de todos sus contornos, justo cada noche que ella no pasa por la casa del príncipe a tirarle piedritas a los vidrios de su ventana. Esas noches en las que ella busca confirmar en otros que como él no hay.

Texto: Juan Estévez | Ilustración: Ramiro Alonso.