The Witcher 3 es un videojuego de rol nacido en 2015; desde entonces, sus múltiples premios, cifras y críticas lo convirtieron en uno de los mejores ejemplos de la historia del género.

El juego, además, se volvió emblema de Polonia, no sólo por tomar el universo de Andrzej Sapkowski, un escritor muy aclamado, sino también por ser uno de sus productos nacionales que más fronteras ha atravesado. Tan importante es la trilogía de CD Projekt RED que el presidente polaco le regaló The Witcher 2 a Obama en 2011. Hoy, el juego es, junto a Chopin y Lewandowski, uno de esos íconos a los que la gente de otros lares le viene a la mente cuando hablan de Polonia.

Su tercera entrega vino a solidificar el trabajo realizado, y a demostrar cómo se hace un buen juego de rol de mundo abierto.

Esperar que un videojuego tenga excelentes gráficos, acompañados de un increíble diseño artístico, un banda sonora orquestal y cientos de horas de diversión es relativamente normal. El listón es altísimo y está naturalizado, lo que hace que se tenga que ir más allá de estos requisitos para perdurar en la memoria. La narrativa, por caso, es una materia que muchos títulos se llevan a examen, más cuando se trata de mundos abiertos donde las tramas se multiplican, se cruzan y todas deben ajustarse de forma armónica a cualquier camino que decida tomar el jugador. Pero también en este aspecto The Witcher 3 cumple.

Dejemos un poco de lado el resto de los elementos y centrémonos en responder la pregunta inicial, en aquello que hace que el título sea sublime: la diégesis. Que un universo sea diegético, es decir, que narrativamente sea verosímil y contenga elementos que enriquezcan ese plano paralelo ficcional en el que el jugador está inmerso, es una tarea titánica. Entrar en comparaciones con otros medios de expresión como los libros o las películas puede llevar a confusiones o errores, pero diferenciemos que la verosimilitud de un universo ficcional se ve comprometida si el jugador puede pasar tanto 40 como 1.200 horas explorando cada rincón para saciar su conocimiento, eliminando la finitud; o peor, si puede viajar al punto D antes de ir por C, para luego saltar a H, descartando la linealidad.

En The Witcher 3 todo construye narrativa, pero de buena calidad. Ingresando a un pueblo podemos entenderlo todo: los roles y rutinas de los habitantes, cómo funciona la economía y la política del lugar, qué historias forja la ciudad y qué cuestiones la mantienen en vilo. Su arquitectura, su subsistencia, los diálogos y las vestimentas, todo refleja y alimenta el universo, nos invita a ser absorbidos por él y a tomarlo con calma.

Son varias las horas que vamos a estar juntando plantas, leyendo bestiarios para aprender cómo asesinar a un monstruo –gastaremos más tiempo preparándonos que peleando– o creando pócimas para mejorar nuestras habilidades de brujo. Las misiones secundarias son microrrelatos, cacerías de enemigos y búsquedas de tesoro que se convierten en el alma del mundo diegético; su calidad es tan insuperable que el relato principal del juego queda totalmente eclipsado.

Miles de diálogos, de secretos y juegos escondidos dentro de la obra convierten a The Witcher 3 en un mundo vivo, que presenta las luces y sombras de la mitología europea, lo que se traduce en historias de nuestra infancia que se encarnan de forma cruel, criaturas que se nos hacen conocidas, un entramado complejo de reinados, guerras sangrientas y lo más espantoso del ser humano del medioevo.

En suma, no alcanza con programar un universo inmenso, llenarlo de puntos de interés e inventar una historia para que cuajen más o menos de forma coherente. A The Witcher le llueven los halagos por estar realizado, por encima de todo, con un profundísimo amor a los videojuegos.