No hay muerte que no me duela No hay un bando ganador No hay nada más que dolor Y otra vida que se vuela La guerra es muy mala escuela No importa el disfraz que viste Perdonen que no me aliste Bajo ninguna bandera Vale más cualquier quimera Que un trozo de tela triste. Jorge Drexler

“¿Cuál es el problema con que un Estado decida mudar su embajada de una ciudad a otra? ¿Si un país concreto mudara su embajada de Montevideo a Punta del Este alguien se enojaría?”, decía ayer de noche Eduardo en una despedida de fin de año. Las preguntas retóricas parecían avivar su discurso y él mismo se entusiasmaba con su lógica. No parecía tan ilógico que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, hubiese decidido mudar la embajada de Estados Unidos en Israel desde Tel Aviv (donde hoy se encuentra) a Jerusalén (a donde Israel aspira que regrese).

A pesar de que en 1995 el Congreso estadounidense aprobó la mudanza, ningún presidente se animó a tanto. Es cierto que Trump sólo está llevando a cabo lo que en campaña dijo que haría, y también es verdad que sólo está cumpliendo una resolución parlamentaria que a la fecha nadie había ejecutado. Pero cuando lo hace, no hace solamente eso.

Un poco de la historia reciente

El 30 de julio de 1980, el parlamento israelí (Knesset), mediante la llamada “ley de Jerusalén”, declaró a la ciudad “capital eterna e indivisible del Estado de Israel”. Con esta ley, sólo “legalizaba” algo que el Estado de Israel venía haciendo en los hechos desde 1967.

Sólo un mes después, la Comunidad Internacional aprobó la resolución 478 (no vinculante y aprobada por unanimidad con la sola abstención de Estados Unidos) en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Esta resolución, recordemos, es una de las siete del Consejo de Seguridad que se oponen a la ocupación de Jerusalén Oriental. En la 478 se censura la ley de Jerusalén y se advierte que “es una violación del derecho internacional”. En su parte más simbólica, la resolución 478 invita a retirar las embajadas ubicadas en Jerusalén.

Era la respuesta esperable al intento de justificar la ocupación de Jerusalén Oriental (la parte árabe de la ciudad en el acuerdo de 1948, anexada en 1967). La resolución 478, entonces, no es sólo una invitación suave y diplomática, sino también un recurso imprescindible para detener la ocupación de la “ciudad eterna” y encontrar una solución pacífica, justa y duradera.

Luego de esta resolución, Jerusalén no tuvo más embajadas. En oleadas sucesivas, los países de la comunidad internacional las fueron mudando a Tel Aviv. 26 años después de la resolución del Consejo de Seguridad se habían mudado todas. Las que se retiraron a sólo tres kilómetros de la ciudad lo hicieron al amparo de la resolución que preveía también la posibilidad de mudar las embajadas a “los suburbios de Jerusalén”. No están en Jerusalén y claramente sus países no justifican la ocupación. Por eso, decir “ya hay embajadas en Jerusalén” es sólo una forma de propaganda.

Trump

El 6 de diciembre, cuando Trump anunció: “Determiné que ya es tiempo de reconocer oficialmente a Jerusalén como la capital de Israel” y agregó: “Finalmente se reconoce lo obvio”, no sólo decidió mudar la embajada de su país, sino también decidió que su país fuera el único que reconoce a Jerusalén como capital del Estado de Israel, el único país del mundo que justifica, avala y respalda la anexión de Jerusalén Oriental.

Con esas declaraciones y el anuncio de sus acciones inmediatas, Trump emitió cinco mensajes a la vez (todos en la misma dirección): a) condena a Jerusalén a ser únicamente israelí y la reconoce como la “capital indivisible del Estado de Israel”; b) consecuentemente, acepta y toma por buena la ocupación de Jerusalén Oriental; c) niega a la Autoridad Nacional Palestina el derecho legítimo de compartir Jerusalén; d) atenta contra la posibilidad de un acuerdo de paz justo y duradero; e) finalmente, violenta la resolución del Consejo de Seguridad. No sólo muda la embajada: muda la política exterior estadounidense. Y no será una mudanza sin consecuencias.

¿Y después?

La reacción internacional no se hizo esperar. A la fecha, sólo el gobierno del Estado de Israel ha felicitado la decisión, y es poco probable que lo haga algún gobierno más.

El secretario general de la ONU, António Guterres, declaró que el estatus de Jerusalén debe ser fruto de las negociaciones directas entre israelíes y palestinos, y que “no hay alternativa posible a la solución de dos estados” con “Jerusalén como capital de Israel y Palestina”. Y es evidente que no la hay.

La comunidad internacional ha comprendido que esta mudanza compromete seriamente el proceso de paz, pero, sobre todo, que pone a ambos pueblos al borde de la violencia. Una consecuencia muy distinta a la anunciada por Trump, quien la consideró “un tributo magnífico a la paz”.

Es que, al mudar la embajada de Estados Unidos de Tel Aviv a Jerusalén, Trump aviva el fuego y se coloca de uno de los lados del conflicto, lo que profundiza las diferencias, alienta la confrontación y, otra vez, se vuelve funcional a los extremos. Mientras el gobierno de Benjamin Netanyahu seguramente se anime a continuar con su política de anexión de Cisjordania (y probablemente la potencie), el movimiento Hamas ha llamado a una nueva intifada y ha declarado que Trump “abrió las puertas del infierno”.

Ya están los extremos listos para enfrentarse una vez más. Vuelven la propaganda, los discursos simplistas, los argumentos descalificadores. Israel dirá que Jerusalén es su única ciudad sagrada mientras los islamistas tienen tres, y los islamistas dirán que ocuparon esa ciudad durante 1.300 de sus 3.000 años de existencia. Como en la pelea de los niños cuando uno dice “yo la vi primero” y el otro responde “yo la agarré primero”. Está listo el campo de juego y los equipos se alinean a un lado y otro. Empezarán los gritos de los hinchas y los desmanes durante y después del partido. Y tal vez muera gente. Mucha gente.

En medio de ese delirio, en medio de esta lucha descarnada por el poder y el territorio, están la gente, el amor, la vida. En el medio hay nacimientos, unos celebran su cumpleaños, otros algún aniversario. Una pareja se dejará seducir por alguna luna llena. Alguien escribe un libro, otro planta un árbol. Pero todos, absolutamente todos, con un elemento en común: el miedo. El mismo miedo que potencia los extremos y aleja a los pueblos de la paz.

Estamos a tiempo

Hace tres días, el entrañable Edy Kaufman sugirió como solución que esa embajada cumpla funciones para ambos lados del conflicto (el Estado de Israel y la Autoridad Nacional Palestina). Es una gran idea que permitiría a Trump cumplir con el mandato del Congreso (y su promesa electoral), y no representaría una amenaza, ni presente ni futura, para la partición de la ciudad tres veces santa. De llevarla a cabo, se le habrá devuelto a Estados Unidos su rol articulador y, consecuentemente, se habrá dado un inmenso paso hacia la paz. Hay incontables ejemplos de embajadores que se acreditan ante dos países. Su condición de embajador ante ambas partes del conflicto les permite jugar un rol “multiparcial”, que todo facilitador de procesos debería tener.

Pero, además, como esta alternativa puede haber otras que contemplen los intereses de ambas partes. Es hora de ser creativos y parar lo que viene. Hay que pensar fuera de la caja. Según Trump, tenemos “algunos años” antes de que se ejecute. Es posible un acuerdo que contemple los intereses de ambas partes. Es una oportunidad para transformar este anuncio en una empresa constructiva, para redireccionarlo hacia la paz.

Nota final

El gobierno del Estado de Israel no debería olvidar dos máximas de la transformación de conflictos: a) la paz se hace con el enemigo, no entre amigos; b) los conflictos que se dirimen en base al poder, y no a los intereses de las partes, están condenados a ser cambiados cuando cambia esa misma ecuación de poder. Pan para hoy, hambre para mañana. Inevitablemente.

Leonel Groisman