Esta cita no es una intervención defensiva ante la coyuntura actual -cuando algunas voces acusan al feminismo de connivencia con el neoliberalismo-, sino de 1984, cuando quienes comenzaban a identificarse como feministas denunciaban la opresión de la mujer sin arriesgar en modo alguno la denuncia sobre la desigualdad de clase. Una vertiente fundamental del feminismo en el Uruguay de los 80, la mayoritaria, de ningún modo cambió una lucha por otra, renunció a la discusión y a la acción política o se dedicó a construir una agenda que desacumulaba. Fue un feminismo muy cercano a los espacios partidarios y tributario de las ideas de la izquierda, aun en un ambiente de prácticas políticas tremendamente hostiles.

El feminismo llamado “de la segunda ola”, en su versión latinoamericana y especialmente en la uruguaya, denunció el carácter patriarcal del Estado y de ámbitos tradicionales de participación, como los partidos políticos, pero depositó en la política, y en la democracia que se buscaba reconstruir, amplias expectativas de cambio. A diferencia del feminismo radical desplegado en Estados Unidos, no hubo en este, o al menos no en su primer momento, un rechazo absoluto a las estructuras tradicionales de participación y a las ideas que provenían del campo de la izquierda, sino más bien todo lo contrario.

Fue en la izquierda de los 80, específicamente de 1984 a 1986, que se alojó el mayor número de comisiones de mujeres con una prédica feminista. Comisiones autoconvocadas, asesoras, paralelas, minoritarias, sin mayor reconocimiento por parte de los órganos de dirección, pero que convocaban a militantes que trabajaban para redefinir los sentidos de la izquierda desde una perspectiva feminista.(**)

Trascendiendo el ámbito partidario, estaban las organizaciones sociales, integradas en gran parte por quienes provenían del campo de la izquierda o mantenían dobles militancias (triples y cuádruples también), es decir, quienes participaban de forma simultánea en las organizaciones partidarias, sociales y sindicales. Estas organizaciones, aunque se decían autónomas y contaban en algunos casos con las académicas, mantenían estrechos lazos con el campo de la izquierda, no sólo por su base social, sino también por el rol desplegado en la elaboración de un corpus de ideas feministas con un sentido específico, como se aprecia en el acápite de esta nota.(*)

Lejos de vaciar la política y licuar a la izquierda, las feministas que transitaban entre organizaciones sociales y partidarias realizaron un importante esfuerzo por definir los propios términos de lo que quería decir ser feminista, y tomar distancia, temporal y espacial, de otros feminismos: el del norte y el liberal de principios de siglo. Una apuesta por definir una “forma propia de ser feministas”, un feminismo de izquierda o socialista, un feminismo latinoamericano o tercermundista, no un feminismo reformista, sino uno revolucionario.

El diagnóstico fue realizado en un lenguaje y un marco de interpretación que en sentido amplio podrían decirse marxistas. La condición de la mujer fue señalada como de opresión, específicamente de explotación, en una cadena sexista. La doble jornada laboral constituía el nudo básico de esa situación, producto de la división sexual del trabajo. La interrogante permanente por el valor económico del trabajo invisible de la mujer en el hogar -“¿qué se paga y qué se compra con el trabajo doméstico gratuito de la mujer?”- daba cuenta del lugar medular que ocupaba el trabajo como fenómeno social y estructurador de las relaciones sociales entre hombres y mujeres.

El mecanismo de construcción social de lo femenino y lo masculino, es decir, la reproducción de los roles de género y, por tanto, la naturalización de esa división sexual del trabajo, elemento fundamental del feminismo de la segunda ola, era explicada por medio del término ideología patriarcal. Sí, el patriarcado fue una de las grandes novedades conceptuales, pero no pudo o no quiso despegarse de la ideología. Una nueva utopía, la utopía feminista, señalaba la necesidad de develar entonces aquella falsa conciencia de género, el “verdugo interno” que generaba los sentimientos de culpa cuando las mujeres se alejaban de los roles socialmente esperados.

Aunque algunas teóricas, como Heidi Hartmann, ya hubiesen advertido sobre las dificultades del matrimonio entre marxismo y feminismo, las uruguayas hicieron un importante esfuerzo por articular esas ideas y por difundirlas en una práctica que tampoco agredía a la izquierda. Impulsaron emprendimientos editoriales, columnas de opinión, investigaciones para producir datos que permitieran sostener argumentos, charlas tipo y talleres, movilizaciones callejeras, encuentros y seminarios. Además, las acciones concretas hacia las mujeres, con el objetivo de concientizar y movilizar para construir un nuevo sujeto histórico, que permitiría denunciar y luchar contra la opresión de la mujer, no se orientaron hacia todas las mujeres, a pesar del carácter estructural del patriarcado, sino a las de los sectores populares.

No hubo quema de sutienes ni guerra de los sexos. La estrategia no fue la de escupir sobre Hegel, como había propuesto, en Italia, Carla Lonzi unos pocos años antes, en 1978, sino más bien la de un feminismo cooperador, que apostaba a que la nueva democracia y la nueva izquierda, compuesta por “hombres nuevos con cabeza de hombres viejos”, incorporaran algo de este nuevo feminismo. Pero esto finalmente no sucedió. Una cosa era capitalizar votos y movilizar un nuevo contingente, otra “inmiscuirse” en el espacio privado y apoyar la demanda de democracia en el hogar, propuesta que el Frente Amplio rechazó en 1984.

Es posible que el contexto del despliegue del feminismo de la segunda ola en clave uruguaya (la democratización política) haya sido una oportunidad para infundir altas expectativas de incorporación de nuevas ideas, pero también una restricción en lo referido a una ruptura radical con las formas tradicionales de hacer política. La resignificación de la democracia y de la política como espacios de construcción colectiva y concertación, que dejaba atrás los “extremos” de los 60, convocó a las mujeres a ser parte del nuevo pacto democrático acordando, no rompiendo. Algo perfectamente comprensible luego de la experiencia general del terrorismo de Estado y de las específicas del exilio, la cárcel, la clandestinidad y la resistencia desde el hogar que muchas habían protagonizado.

Cuando se revisita aquella experiencia histórica local del feminismo, se puede apreciar claramente que la tarea fue adentro de la izquierda, y no afuera, y que tal vez eso fue justamente lo que hizo débil al movimiento en Uruguay. El presunto feminismo neoliberal de las que “reproducen el sistema” (sea lo que fuere lo que se quiere decir con esto) no es el que se dio en el Uruguay posdictadura. Los años 80 fueron una oportunidad para debatir y repensar lo político, pero luego ese proceso se clausuró, no sólo por la caída del Muro de Berlín, sino también por incapacidades propias de la izquierda local, que no pudo ni supo tolerar ciertas interpelaciones, entre ellas la del feminismo. Las luchas actuales tienen mucho más que ver con estos asuntos que con supuestas agendas neoliberales: si no queremos un feminismo neoliberal, necesitamos uno de izquierda y, para eso, la izquierda tiene que estar dispuesta a incorporar la cuestión del patriarcado en su agenda de denuncia e intervención política.

(*) “Las Mujeres ¿Dónde concertamos?”, La Cacerola, año 1, No 3, noviembre de 1984, p. 9.

(**) Así surgieron comisiones de mujeres integradas por quienes directamente apelaban al feminismo en el Partido por la Victoria del Pueblo, el Partido Socialista de los Trabajadores, el Partido Socialista, el Partido Comunista del Uruguay, el Partido por el Gobierno del Pueblo y la Izquierda Democrática Independiente. Además, el Frente Amplio como tal contó con una Comisión de Mujeres, integrada por las feministas de los distintos sectores, y en 1986 se formó la Comisión de Mujeres del PIT-CNT.

(*) El Grupo de Estudios de la Condición de la Mujer y Cotidiano Mujer fueron dos de esos buques insignias del feminismo posdictadura, desde donde se realizaron los principales aportes teóricos.