La condena en primera instancia al ex presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, líder del Partido de los Trabajadores (PT), tiene varios aspectos que causan desconcierto y alarma, aun con las salvedades que impone considerar la situación desde Uruguay, sin posibilidades de una investigación propia.

Es evidente que en Brasil, donde la corrupción es un componente histórico y estructural de la política, los gobiernos del PT no fueron la excepción. Lo que está a consideración de la Justicia es determinar si hay pruebas de que Lula tuvo conocimiento y responsabilidad en relación con el pago de coimas a la estatal Petrobras por parte de grandes empresas privadas, y, más en general, si “dirigió la formación de un esquema criminal de desvío de recursos públicos, destinados a comprar apoyo parlamentario, enriquecer indebidamente a los involucrados y financiar campañas electorales del PT”.

En ese gran marco aparece la pequeña cuestión de un apartamento que, según la sentencia del juez Sérgio Moro, fue parte de las coimas que una de esas empresas destinó específicamente a Lula. Por algún motivo, fue este el primer asunto sobre el cual se produjo un fallo, pero no es el único ni el principal de aquellos en los que el ex presidente figura como acusado.

Los gobiernos del PT, pese a sus desviaciones e insuficiencias, lograron cambios positivos para un país afectado desde siempre por enormes desigualdades. Esto, por supuesto, no justifica ni atenúa la participación en delitos, pero no hay duda de que fuerzas muy poderosas quieren revertir los cambios mencionados. Por lo tanto, la actuación del juez Moro en el caso de Lula, cuya candidatura es la mejor carta electoral del PT, tiene obvias consecuencias políticas, con independencia de que pueda atribuirse a motivos políticos.

La cuestión del apartamento es intrincada. Moro afirma que “hay pruebas documentales, testimoniales y periciales” de que Lula era, de hecho, el propietario de ese inmueble, aunque nunca estuvo formalmente a su nombre. Sin embargo, después de leer la extensa sentencia (de 238 páginas), se constata que la decisión del juez se apoya en “colaboraciones premiadas” de otros acusados, que acordaron testificar para disminuir sus penas. Sin esas declaraciones de criminales, el edificio argumental de Moro no se sostiene: hay varios cabos sueltos y conductas inexplicadas del ex presidente, pero en definitiva no se comprende de qué manera este podría haber pensado en recibir formalmente el inmueble y utilizarlo (como sostiene el juez que era su intención), sin quedar sumamente expuesto. Para hacer eso, Lula tendría que ser, además de corrupto, un estúpido superlativo, y de eso nunca han existido siquiera sospechas.

Como tampoco hay indicio alguno de que Moro sea un incapaz o un tonto, queda la preocupante sensación de que estaba convencido de antemano acerca de la culpabilidad de Lula o –lo que es aun más preocupante– falló por motivos ajenos a lo jurídico. En cualquier caso, lo sucedido no contribuye a encaminar la grave crisis brasileña hacia una resolución deseable.