Pokémon es una de las franquicias más exitosas de la historia. Por más que fueron la serie animada y las películas las que lograron que hasta los octogenarios sepan quién es Pikachu, no hay que olvidar que este fenómeno mundial nació como videojuego en la época de la Game Boy, allá por 1996. Es difícil poner en palabras el recorrido que ha realizado esta saga y lo importantes que son sus videojuegos en la actualidad. Sin embargo, sus entregas no son precisamente perfectas en el plano técnico; quizás sea su deseo —por demás entendible— de apelar a los más chicos, lo que hace que como videojuego les deje gusto a poco a aquellos que buscan algo más desafiante o hardcore.

Su talón de Aquiles es una estructura que, aunque pulida con el pasar del tiempo, sigue siendo la misma de hace 20 años: somos un aventurero que debe convertirse en el maestro Pokémon; para ello debemos reunir las medallas en los gimnasios y luego vencer a los entrenadores de la Liga. Ahora nos enfrentamos a un lavado de cara, la última generación es la séptima y se estrenó con dos títulos hermanos: Pokémon Sol/Luna.

En este caso, somos un chico/a que se ha mudado a la región caribeña de Alola, un archipiélago sin miedo a esconder que su clara referencia es el estado de Hawái. La locación mezcla volcanes con junglas, ranchos y zonas rurales con ciudades que viven explícitamente del turismo —la presencia de hoteles y extranjeros es notoria—; no sólo la recreación del ambiente es sublime sino que el mundo se siente creíble para el jugador. Todo el talento también se transmite a los pokémones. Los protagonistas absolutos de la saga se basan en la fauna nativa de Hawái y se busca mediante nuevas mecánicas la idea de la conexión natural, ese lazo que une a un entrenador y la criatura, más allá de usarlos para completar nuestro camino.

Por un lado, tenemos el Poké Relax, una versión mejorada de los últimos juegos que permite acicalar a los pokémones, curar sus enfermedades y alimentarlos, a modo de ganar su afecto, como un Tamagotchi dentro del juego. Por otra parte, tenemos los nuevos Poderes Z: un ataque extremadamente fuerte que se activa bailando diferentes danzas y se obtiene al superar ciertas pruebas. En un plano narrativo vendrían a representar la unión de las voluntades del entrenador y el Pokémon, que juntas logran que un ataque alcance semejante potencia.

Las medallas y los gimnasios son cosa de antaño y en esta oportunidad nuestro avatar debe hacer el recorrido insular: un camino que nos lleva a conocer todas las islas, superando las pruebas de los diferentes Kahuna (guardianes) y venciendo la conocida Liga Pokémon. A su vez, los clásicos antagonistas y los seres mitológicos de esta entrega le otorgan vida a la trama, con algún que otro giro interesante que uno termina agradeciendo. Trazando una pequeña analogía, Pokémon Sol/Luna no son juegos revolucionarios, más bien son reformistas. No obstante, la respuesta de los fans a estos ajustes —en forma de millones de ventas— tal vez den un poco de esperanza contra el estancamiento creativo.

A Pokémon uno lo toma por lo que es, sin pretensiones locas: la saga es y seguirá siendo para que la disfruten los niños y la familia en general; es un videojuego fácil, pero nada simple. Cabe recordarles que para completarlo uno debe “atraparlos a todos”; así lo quiso su creador, Satoshi Tajiri, quien tenía el hobby de coleccionar insectos e hizo de su afición la piedra angular de esta franquicia. El problema es que ¿recuerdan cuando eran 151 pokémones? Bueno, ahora son 802 ejemplares. Mucha suerte a todos.

La séptima generación se aferra con más fuerza que las anteriores al espíritu de la aventura y el coleccionismo que la vio nacer. No me caben dudas de que es el mejor juego de la franquicia en la Nintendo 3DS —que no es poco decir—, así como que tiene argumentos para convertirse en uno de los mejores juegos de Pokémon que existen.