En el caso de Connerland, de Laura Fernández (Terrassa, 1981), las guiñadas al pasado del género son explícitas: todo es un gran homenaje a Kurt Vonnegut, el escritor estadounidense fallecido en 2007. Vonnegut, entre la ingeniería y la antropología, imaginó con temor futuros dominados por tecnología tortuosa, produjo una obra maestra de la literatura antibélica (Matadero 5, de 1969) y, sobre todo, definió una escritura tan minimalista como bienhumorada, una sintaxis reconocible inmediatamente. Fernández reconstruye ese estilo –o su traducción española– y le agrega onomatopeyas, interjecciones y latiguillos propios. Eso por un lado; además, como hizo Vonnegut cuando creó al personaje Kilgore Trout, introduce a un escritor de ciencia ficción –el Voss Van Conner que presta su apellido para el título– para amalgamar microargumentos de posibles cuentos.

Para conocedores de Vonnegut, puede ser abrumadora la cantidad de referencias a la obra, pero para quien llegue libre de esa bella carga, la novela se acerca más a una parodia del mundo editorial –Van Conner triunfa cuando se electrocuta, para empezar–. En todo caso, es un cúmulo de ocurrencias que no habla tanto del futuro o del presente como de la propia capacidad de dejarse ir con la imaginación. Será cuestión de conseguir las anteriores novelas de Fernández: Bienvenidos a Welcome (2008), Wendolin Kramer (2011), La chica zombi y El show de Grossman (2013).

Lo de Agustina Bazterrica (Buenos Aires, 1971) sí es ficción especulativa o, como ella le llama, “poética del extremo”. Su novela Cadáver exquisito nos invita a una realidad en la que todos los animales, menos el homo sapiens, han muerto debido a una extraña enfermedad, pero en el que el gusto por la carne sigue invicto. Total, que pasa a haber dos clases de humanos: los que comen y los que son comidos. Todo muy organizado, eso sí: el protagonista, Marcos Tejo, trabaja en un gran frigorífico que faena gente.

Como una especie de Soilent Green explícito, con la misma preocupación por la superpoblación que aquella película en la que se descubría al final que el alimento omnipresente era carne humana procesada, Cadáver exquisito es también, para su autora, “una alegoría y una denuncia de las consecuencias, no siempre visibles, del capitalismo feroz: nos devoramos los unos a los otros, por ahora en el plano económico y político”.