Un estremecimiento de euforia se adueñó de los “mercados” y de los medios el último miércoles, cuando tres jueces del Tribunal de la Cuarta Región (TRF-4) ampliaron la condena de Lula y dificultaron, mediante una combinación previa de la sentencia, su defensa. La Bolsa de San Pablo subió 5,31%. Los diarios decretaron, por enésima vez, la muerte política y el próximo encarcelamiento del ex presidente, en especial después de que un juez suplente en Brasilia –denunciado varias veces por favorecer fraudes fiscales y a grandes grupos económicos– le prohibió viajar a Etiopía. Quién sabe, quizás ahora la gente acepte elegir a un candidato afín a las contrarreformas.

La misma onda parece haber llegado a algunos sitios de noticias alternativos: “La prisión de Lula es la puerta para el endurecimiento”; además de él, “muchos líderes pueden ser presos”, previó Renato Rovai en la revista Fórum. En las redes sociales, las burbujas de opinión a la izquierda –hasta hace muy poco exageradamente optimistas– ahora martillan con el mismo punto de vista. Una frase marca el tono melancólico del debate: “No hicieron el golpe para devolver el poder en elecciones democráticas”.

Los que la repiten cometen un error vulgar: confundir el deseo del adversario con el examen concreto de la correlación de fuerzas existente. Estados Unidos no gastó trillones de dólares en la invasión de Irak para entregar el poder y el petróleo a un gobierno ligado a Irán. Desde 1964 [año del último golpe militar en Brasil] los militares no transformaron a Brasil en la octava potencia industrial del planeta para pasarle el bastón a Tancredo Neves, el hombre que los llamó “canallas” el primer día del golpe. Y así. El escenario después del dictamen del TRF-4 es complejo y contradictorio. El derrotismo es siempre una salida fácil, porque desprecia el trabajoso examen de la coyuntura política y la búsqueda de salidas tácticas. Y es ese esfuerzo al que se dedica este texto, a partir de tres hipótesis esenciales:

1. El bloque conservador obtuvo una victoria importante, pero no rompió el equilibrio de fuerzas establecido en 2017

Fue una victoria canalla, que demostró la brutalidad y la arrogancia de la Casa Grande [en referencia al libro Casa-grande e senzala, en el que Gilberto Freyre analizó en 1933 la desigualdad de la sociedad brasileña]. Al combinar sentencias idénticas [con condenas] de 12 años y un mes, para Lula, los jueces del TRF-4 asumieron que estaban haciendo un juicio político y no el estudio de un supuesto crimen de corrupción. La intención, alcanzada, era reducir al máximo las posibilidades del acusado para presentar recursos, para impedir que los electores puedan elegirlo en octubre. Si es posible, para encerrar su mensaje, a partir de abril.

El éxtasis de los mercados prueba el carácter de clase de la decisión. Pero no significa que la factura haya sido liquidada ni, por tanto, que esté abierto el camino para una ola de prisiones de líderes populares. Desde mediados de 2017 el escenario político brasileño ha tenido como característica central un impasse, y este se mantiene. Un bloque conservador heterogéneo, formado por el gran poder económico, la casta política y los medios, reúne fuerza suficiente para imponer una Destituyente. Implica liquidar, a fuerza de dinero y sin debate, tanto las conquistas sociales consagradas en la Constitución de 1988 como las que se remontan al período del getulismo [en referencia al gobierno de Getúlio Vargas].

Sin embargo, este proceso fue frenado hace unos nueve meses. La oposición popular interrumpió parcialmente los retrocesos. Por ahora, esta no se traduce en grandes protestas. Protagonizó algunas, como los paros “generales” de abril y mayo, que no tuvieron continuidad. Se manifiesta, principalmente, en un fantasma electoral muy temido por todos los que estuvieron involucrados en el golpe. Hay una gran contradicción latente aquí: la casta política, que secuestra la democracia, precisa el voto popular. Por eso, los diputados temen terminar de desmontar (“reformar”) el sistema de previsión social.

Lentamente –mucho más de lo que nos gustaría– se va formando una oposición consciente de las contrarreformas. Mayorías sustanciales ya se oponen al desarme del sistema de previsión social y de la legislación laboral y a la privatización de las empresas estatales. El arco de alianzas que promovió el golpe tiene, en la mayor parte de las situaciones, fuerza para ignorar a esas mayorías. Consiguió hacerlo cuando impuso la contrarreforma laboral. Al dividirse, no pudo repetirlo cuando fracasó con la contrarreforma política.

El arco progolpe es incapaz de provocar una ruptura institucional que lleve a que se cancelen las elecciones o a una escalada represiva ilimitada que signifique la detención en masa de los liderazgos sociales. Las comparaciones con 1964 son inapropiadas por dos motivos centrales: no hay una fuerza cohesionadora que ejerza un papel ni de lejos similar al de los militares y, aun más importante, no hay un proyecto conservador defendible para ofrecer a la sociedad. El régimen militar sofocó la democracia y violó masivamente los derechos humanos, pero promovió un proceso notable de modernización capitalista que urbanizó e industrializó el país. Los golpistas de hoy defienden el trabajo rural no remunerado, permitieron que se disparara el precio del gas de cocina (al punto de provocar el regreso de la leña) y reintrodujeron el trabajo de gestantes y lactantes en locales insalubres… Hace 200 años, Napoleón Bonaparte ya enseñaba: “Con las bayonetas se puede hacer cualquier cosa, menos sentarse sobre ellas”.

La victoria de la coalición conservadora del miércoles la colocó en la ofensiva, pero no resuelve el impasse táctico establecido desde el año pasado. Una nueva batalla se aproxima. Después de reducir nuevamente sus propias ambiciones, los golpistas intentarán imponer, en febrero, la contrarreforma del sistema previsional. Será, sobre todo, una disputa simbólica. Las medidas fueron tan diezmadas que no provocarán ningún efecto visible sobre el Presupuesto por décadas. Se busca, por encima de todo, producir una señal de fuerza. Lo peor que se puede hacer, en las vísperas del combate, es dar por perdida la guerra contra el golpe.

2. La disputa sobre el futuro del país, después del colapso de la Nueva República, no está definida. En ella, Lula tiene un papel decisivo

¿Por qué Lula, normalmente tan moderado y conciliador, se convirtió en el gran objetivo de los conservadores? ¿Por qué los medios tradicionales destacan, en clara actitud de hinchada, la posibilidad de la pulverización de las candidaturas de izquierda? Para encontrar una respuesta, es necesario examinar el papel crucial que tendrán las elecciones de 2018.

En mayo de 2016 la Nueva República cayó, después de 30 años. El pacto de gobernabilidad con presidentes moderados y oposición civilizada se deshizo. Pero ¿qué vendrá en su lugar? En este momento hay dos alternativas posibles.

La primera implica revertir el golpe, restablecer la democracia y abrir camino para un choque democrático de proyectos, ahora, al fin, más explícito, menos moribundo. Esto interesa a todas las formaciones políticas de la izquierda, desde el Partido de los Trabajadores a Ocupa Política –un movimiento formado en diciembre, en una reunión en Belo Horizonte–. Más allá de eso, sirve a un amplio abanico de movimientos sociales que no restan importancia a la política institucional, aunque quieran ir mucho más allá de ella.

La alternativa es un escenario de normalización del golpe, de victoria del Estado ultraliberal, de anulación de la política en cuanto posibilidad real de transformar la sociedad. En este horizonte, los retrocesos pos 2016 se consolidan. La Enmienda Constitucional 95 [que congela el gasto público por los próximos 20 años] mantiene bloqueada la chance de promover políticas públicas creativas y robustas, degrada el Sistema Único de Salud y los tímidos avances en la educación pública –como las nuevas universidades y escuelas técnicas–. La renta trillonaria del petróleo es entregada a las transnacionales. Las contrarreformas laboral y del sistema previsional reducen de forma duradera las condiciones de vida (y de lucha, principalmente) de los trabajadores. Una contrarreforma tributaria, ya en trámite, retira recursos esenciales de seguridad. Se afirma la idea de que no hay derechos sociales o comunes, sino solamente un mercado en el que sobreviven los “más aptos”. El Estado brasileño retrocede a su condición previa a 1930: la de mero garante de la ley, el orden, la seguridad pública y la “justicia”.

Lo que menos interesa al bloque conservador es hacer explícito el choque entre los dos escenarios. El ultraliberalismo no resiste a la democracia. Si se puede ver lo que está en juego, la amplia mayoría de la población hará su elección, después de cuatro años bajo el bombardeo diario de los medios, del Poder Judicial, de los políticos tradicionales. Retirar a Lula del juego, a esta altura, borraría los contornos de la batalla. [El líder del Movimiento de los Trabajadores Sin Techo] Guilherme Boulos, por ejemplo, posible candidato del Partido Socialismo y Libertad, está muy a la izquierda de Lula, pero no expresa, para la gran mayoría del electorado, la posibilidad de un país diferente.

Pero, perseguido, Lula comprendió que su única salida es desafiar a los que lo agreden. Al hacerlo, mantiene la disputa viva, gana tiempo, impide que la superioridad actual de fuerzas del arco conservador termine el juego. La intención de los que dieron el golpe es consolidar, por décadas, su proyecto de retrocesos. Pero los dados todavía están girando.

3. La fragmentación de la izquierda no se consumó

La estrategia peculiar de Lula ante la decisión del TRF-4 fue delineada, por él mismo, en dos discursos memorables: el que hizo en la Plaza de la República, en San Pablo, horas después de que se confirmara la condena el miércoles, y el que pronunció cerca de 12 horas después al aceptar su designación [por parte del Partido de los Trabajadores] como precandidato a la presidencia, el jueves. Tres decisiones se destacan en sus discursos, todas coherentes con el propósito de no tirar la toalla.

Primera: la candidatura será mantenida hasta el fin, en un desafío al intento de obstaculizarla por el proceso judicial. Esta actitud busca aprovechar una brecha en la ambigua Ley Ficha Limpia: no hay casación automática de candidatos. [Para que esto suceda], registrada una postulación a la presidencia, para lo que hay plazo hasta el 20 de agosto, es necesario que alguien requiera su nulidad al Tribunal Superior Electoral. Después, caben recursos, ante esa misma corte o el Supremo Tribunal Federal. Como la primera vuelta de las elecciones será el 7 de octubre, será casi imposible evitar que la imagen de Lula, la temida serpiente venenosa, aparezca ante los electores en las urnas electrónicas.

Segunda: Lula retomará sus caravanas, ya en febrero, y concurrirá a las elecciones incluso si es encarcelado, como dijo implícitamente en su discurso del jueves. Y, para dejar en claro el carácter opositor de su candidatura, lanzará, en febrero, una nueva Carta a los brasileños, esta vez “dirigida a la sociedad, no a los mercados financieros”. Se especula con que es posible que el documento incluya propuestas simbólicamente rebeldes, entre ellas, la creación de un impuesto a las grandes fortunas y a los dividendos recibidos por los capitalistas, acompañada por la exención del Impuesto a la Renta para los trabajadores que ganen hasta 5.000 reales [unos 1.500 dólares]. La prisión, si ocurre, sería a partir de abril. O sea: queda tiempo para crear una situación en la que el encarcelamiento sea visto como una represalia de las elites ante quien desafía el orden del posgolpe y la agenda de retrocesos.

Tercera: No se busca una unidad forzada de la izquierda. De ese modo, se evitan polémicas que serían desgastantes y se construye una escena curiosa. Libre o encarcelado –en cualquier caso, bajo el zapato del Poder Judicial–, Lula permanecerá durante toda la campaña como un símbolo, como una posibilidad, tal vez hipotética, de otro futuro. Cuanto más reales sean los riesgos de que sus derechos políticos sean anulados, menos podrán atacarlo impunemente sus adversarios. A su sombra, otras candidaturas tendrán espacio para crecer. El espacio estará abierto; la suerte, echada. Precisamente en este espacio podrán crecer, también, ideas y proyectos que trasciendan la mera disputa electoral. Se destaca la de someter las principales políticas del golpe a referéndums revocatorios. Si avanza a partir de los movimientos sociales y de la sociedad civil, esta posibilidad permitirá ir más allá de la resistencia simbólica al proyecto de país regresivo, estimulará a la población a examinar concretamente el sentido de la agenda de retrocesos que está en curso y, en especial, a pensar alternativas.

Con su formidable intuición política, Lula parece haber encontrado un camino. Una izquierda triste se rehúsa a verlo.

Esta columna fue publicada previamente en el sitio Outras Palavras (traducción de Andrea Martínez)