El libro Un pequeño favor (2017) en que está basada esta película integra una oleada de novelas de misterio escritas por mujeres, dirigidas sobre todo a mujeres y que lidian con mujeres desaparecidas. Los dos principales exponentes fueron Perdida (Gone Girl, de Gillian Flynn, 2012) y La chica del tren (Paula Hawkins, 2015), ambas adaptadas al cine. La versión de La chica del tren (dirigida por Tate Taylor, 2016) tenía un tratamiento pesado, arty, kitsch. Aquí, por suerte, decidieron probar algo radicalmente distinto, y confiaron la realización a Paul Feig, un director de televisión que se estableció muy bien en la pantalla grande especializándose en comedias centradas en mujeres y con un componente de acción –Damas en guerra (Bridesmaids, 2011), Chicas armadas y peligrosas (The Heat, 2013), Spy (2015), Cazafantasmas (2016)–. El resultado es un híbrido: la película más seria de Feig desde su lejana y olvidada ópera prima (I Am David, de 2003, su única película “masculina”), pero la más risueña e irreverente de esta veta de thrillers femeninos.

Stephanie es una madre sola (viuda) hiperactiva, algo tímida y conservadora, obsesiva, que vuelca sus múltiples conocimientos en un modesto blog de piques prácticos para mamás. Su hijo chico traba amistad con el de Emily, una mujer totalmente distinta: adinerada, glamorosa, ostensivamente original, atrevida, desbocada, gran bebedora, algo prescindente con el hijo. Surge una improbable amistad entre ellas. Una tarde, Emily le pide a Stephanie que le haga el favor de recoger a su hijo en la escuela, y no aparece nunca más. Cuando se configura un caso de persona desaparecida, Stephanie se obsesiona con aclararlo, y empieza a descubrir cosas que escaparon a la investigación policial. Al hacerlo, encuentra en sí misma unos recursos insospechados –intrepidez, poder de improvisación, inteligencia–, además de empezar a vivir excitaciones ajenas a su, hasta entonces, insulsa cotidianidad.

Buena parte de la comedia radica en la forma en que la puntillosa y nerdy Stephanie va deconstruyendo algunas de sus barreras frente a las provocaciones que, no sin cierta perversión, le hace Emily, y que contribuirán a que ella pueda, luego, sobrellevar algunas de las dificultades y peligros. La veremos improvisar personajes para poder meterse en sitios o zafar de líos, a lo Eddie Murphy.

Stephanie es nuestra detective informal y, como suele suceder, casi toda la narrativa está restringida a las cosas de las que ella se entera. Lo curioso es que, de alguna manera, la película en sí se parece más a Emily. Ella es stylish, tiene gustos refinados y particulares, casi todos medio retro. Es una profesional que simboliza su emancipación adoptando un vestir con componentes masculinos –nunca tanto como para dejar de ser interesante para los varones, pero lo suficiente como para agitar una energía homosexual–. La película es, entre otras cosas, el desfile de trajes de Emily, la ostentación de su vestidor enorme y repleto de prendas finas, su Porsche, su casa modernista, sus martinis. Esos son los objetos fetichizados desde la presentación, que tiene un diseño sesentoso y podría haber sido concebida por Saul Bass (y que, de por sí, desquita desde el vamos buena parte del valor de la entrada al cine). La banda musical incorpora el gusto de Emily por el pop francés (canciones de Serge Gainsbourg, cantadas casi todas por chicas como France Gall, Françoise Hardy, Brigitte Bardot o Zaz). Al igual que Emily, la película es crudamente sincera: aun si los personajes mienten, los flashbacks nos muestran las verdades, con un tono casi cínico.

Todas las películas de la fase actual de Feig lidian con el empoderamiento femenino. Lo hacen con tal consistencia que dan la impresión de un fundamento realmente feminista. Sin contradicción con ello, hay también un componente de explotación (el que está presente en casi toda ficción hollywoodense): la película atrae por brindar la realización fantasiosa de algunas aspiraciones de cierto nicho de espectadores. Stephanie, el objeto de identificación en este caso, va a dejar su ambiente cotidiano y lograr cosas que parecían fuera de su alcance práctico (llevar una vida de ricachona y luego de heroína de acción, ganar fama y la admiración y el cariño de quienes antes solían tomarle el pelo, exponer y destruir a la mujer fraudulenta que compite con ella por el mismo tipo) e incluso se va a atrever a realizar deseos que estaban fuera de su perspectiva moral (va a acostarse con el marido guapo de la amiga, a besar a la amiga irresistiblemente bella, va a cometer incesto). No lo hace en la forma de una proyección sobrenatural (como los superhéroes) sino desde su condición de mujer “común”: la vida normal, la tuya, contiene los elementos de excitación, heroicidad y valor; basta que te empeñes un poco y te animes a salir un poquito de la cáscara.

Uno de los personajes principales está actuado por el modelo y actor malayo Henry Golding, que viene de convertirse en estrella –al menos, para el presente cuarto de hora– gracias a la inusitada explosión de taquilla de Crazy Rich Asians (de Jon M Chu, 2018). Su personaje es suficientemente bonito, protector e inteligente como para funcionar como objeto de deseo, pero también suficientemente soso y no-tan-admirable como para que las protagonistas femeninas puedan prescindir de él sin pena. En las películas de Feig la pareja nunca es condición de realización ni el objetivo principal a alcanzar.

Anna Kendrick está perfecta en todas las facetas de su rol. El film es entretenido, sobre todo en la primera mitad (luego, la acumulación desmesurada de vueltas de tuerca le quita tensión). Y cumple la función, gozosa y útil, de mimar la autoestima de muchas espectadoras y de presentar perspectivas de empoderamiento y emancipación.

Un pequeño favor (A Simple Favor). Estados Unidos, 2018. Dirigida por Paul Feig, sobre novela de Darcey Bell. Con Anna Kendrick, Blake Lively, Henry Golding. En Torre de los Profesionales, Movie Punta Carretas, Casablanca, Movie Montevideo, Portones, Punta Shopping.