Las elecciones presidenciales de este domingo en Brasil representan una de las mayores pruebas a las que la democracia del país ha tenido que hacer frente jamás. Además de elegir al presidente del país, a los representantes de la cámara baja del Congreso y dos tercios del Senado, así como a los gobernadores y legisladores estatales, los brasileños decidirán si los votos valen más que las balas.

La corrupción, la desigualdad y la inseguridad han socavado la capacidad de las instituciones políticas brasileñas de convencer a muchos ciudadanos de que vale la pena defender la democracia, abriendo paso a una pesadilla del pasado. Los votantes deberán decidir el 7 de octubre entre un sistema democrático, aunque disfuncional, y una desviación autoritaria que coquetea abiertamente con la violencia, la tortura y la censura.

La mayoría de los brasileños no está satisfecha con la democracia que tiene, y es fácil entender por qué. Una recesión económica en 2014, desencadenada por la irresponsabilidad fiscal y una política económica equivocada, dejó a 13 millones de personas sin empleo y redujo 8,6% el Producto Interno Bruto (PIB) del país en dos años.

Una investigación sobre blanqueo de dinero, conocida como Lava Jato, reveló un intrincado esquema de pagos corporativos ilegales a políticos, que socavó la confianza de los ciudadanos en el sistema político. Además, la destitución de Dilma Rousseff hace dos años avivó, gracias a un golpe de Estado parlamentario, una polarización social que Michel Temer no ha podido, o no ha querido, sofocar.

La lucha judicial contra la corrupción ha demostrado ser efectiva en darle alcance a la corrupción y hacer responsable a la clase política. Han sido imputados políticos de todos los partidos, desde cargos electos locales hasta ex presidentes. Sin embargo, esta investigación, sin duda necesaria, está dando al traste también con la fe de los ciudadanos en la democracia, abriendo paso a la actuación de jueces estrella que suelen sobrepasar sus atribuciones y anteponer a la Justicia sus motivaciones y simpatías políticas.

La corrupción y la inseguridad, combinadas con altos niveles de desempleo, constituyen un cóctel peligroso, especialmente antes de unas elecciones. Y en un momento en que la confianza de los ciudadanos en las instituciones políticas alcanza nuevos mínimos, muchos temen que Jair Bolsonaro podría tener la oportunidad de lograr lo impensable: un retorno de los militares al gobierno de un país que se liberó de las cadenas de la dictadura hace apenas 30 años.

Sombría nostalgia

A medida que el recuerdo de la opresión va desvaneciéndose, muchos brasileños creen que la única forma de arreglar el sistema es devolverle el poder al Ejército. Por ignorancia o indiferencia ante los crímenes cometidos por la dictadura militar que gobernó el país entre 1964 y 1985, muchos han decidido que es hora de darle “una oportunidad” a Bolsonaro.

El candidato presidencial de la extrema derecha, ex capitán del Ejército, es una figura política que polariza a Brasil. Es conocido por sus comentarios contra las mujeres y las minorías, así como por ser un defensor de la dictadura militar y de la tortura.

Bolsonaro estuvo en servicio activo bajo un régimen que utilizó la represión sistemática para mantener el “orden público” y que fue responsable del asesinato documentado de 191 brasileños y de la “desaparición” de otros 243. A pesar de ello, él sigue anhelando aquellos tiempos que muchos brasileños preferirían olvidar y se niega a que se llame dictadura al régimen militar de Brasil.

En 1993 pidió el cierre del Congreso, afirmando que Brasil “nunca resolvería sus problemas nacionales con esta democracia irresponsable”. Más tarde, en 1999, hizo un llamamiento a una guerra civil para, según él, eliminar a 30.000 personas –entre ellas a Fernando Henrique Cardoso, en aquel momento presidente del país–.

Admirador confeso del chileno Augusto Pinochet, Bolsonaro pretende aumentar el papel de los militares en el gobierno y reformar radicalmente el Tribunal Supremo mediante la eliminación de controles y contrapesos.

Tras casi 30 años en el Congreso, representa actualmente al Partido Social Liberal, pequeño partido que cuenta con sólo ocho de los 513 escaños de la cámara baja. Sin embargo, su campaña se centra principalmente en él como figura política que cuenta en su haber con 8,5 millones de seguidores en las redes sociales, a los que motiva con sus arrebatos contra el aborto legal, la liberalización de las drogas y el control de armas.

Su base de apoyo incluye un sector de la clase media educada y a los habitantes de ciudades pequeñas y medianas, especialmente en el sur y el oeste del país. Su discurso de orden y contra el crimen ha convencido a muchos de que él es el hombre adecuado para el cargo.

Según algunos estudios recientes, donde mejor le está yendo es en los estados en los que la corrupción es la principal preocupación de los votantes: muchos brasileños perciben a Bolsonaro como el mesías anticorrupción que ha venido a liberar a Brasil del Partido de los Trabajadores.

Un resultado impredecible

En 2016 pocos imaginaban que Bolsonaro podía convertirse en un serio contendiente a la presidencia.

La peor recesión de la historia del país, la destitución de Dilma Rousseff y la falta de confianza en las instituciones ayudan a explicar por qué un político de extrema derecha que defiende la intolerancia, el odio, el racismo y el militarismo es hoy el candidato mejor situado en la primera vuelta de las elecciones presidenciales.

Aun así, la fragmentación del sistema electoral brasileño hace que sea muy difícil predecir lo que sucederá en estas elecciones.

Lula da Silva sigue siendo el político más popular del país. Lideraba todas las encuestas, pero está cumpliendo una condena de 12 años por corrupción y el máximo tribunal electoral le ha prohibido presentarse a las próximas elecciones presidenciales, de conformidad con la ley electoral vigente, que se aprobó precisamente durante su presidencia.

El ex presidente decidió presentar un recurso de apelación ante el Tribunal Supremo y el Comité de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas, pero la mayoría de los expertos cree que se trataba de una estrategia para activar la simpatía de los votantes y que transfieran sus votos a Fernando Haddad, su vicepresidente, que el 11 de setiembre le sustituyó como candidato a la presidencia.

Haddad, ex alcalde de San Pablo y ex ministro de Educación, fue el artífice de la ampliación del sistema educativo del país, de la construcción de nuevas universidades y de abrirles las puertas a estudiantes de distintos orígenes sociales y raciales. Aunque carece del carisma y la influencia de Lula, representa a la nueva generación de líderes políticos progresistas que Brasil necesita desesperadamente si quiere dejar atrás el pasado y garantizar el progreso cultural, económico y social.

Pero mientras que los seguidores de centroizquierda podrían efectivamente transferir sus votos a Haddad, la mayoría de las encuestas indican que millones de brasileños todavía no han decidido su voto, y los expertos advierten de que la transferencia potencial de votos es muy difícil de medir.

Las encuestas muestran a Bolsonaro vencedor, con 26% de los votos, en la primera vuelta, pero perdedor contra la mayoría de los otros candidatos en la segunda.

La democracia muere en la oscuridad

Lo que está en juego en Brasil es nada más ni nada menos que su futuro, que depende de la responsabilidad de sus ciudadanos y de su compromiso con los valores democráticos.

En los últimos años, la mayoría de los políticos le han fallado al país y se han movido por intereses particulares. Otros, que habían llegado a creerse semidioses, han sido derribados de sus pedestales. Pero la democracia debe prevalecer si el país quiere evitar que las generaciones futuras crezcan en la oscuridad y repitan los errores del pasado.

A la mayoría de los candidatos les resulta hoy difícil aceptar la legitimidad de sus oponentes, y el conflicto entre izquierda y derecha alcanza niveles peligrosos. Así, en unos momentos en que la vida cotidiana se impregna de emociones y nostalgia, odio y miedo, y la razón es cada vez más incapaz de moderar el debate político, pocos expertos se aventuran a predecir el resultado de las elecciones.

Sin embargo, el incendio cuyas llamas envolvieron el Museo Nacional de Río de Janeiro, el mayor museo de historia natural de América Latina, debería servir para recordar al país su pasado –a veces brillante, a veces oscuro–. Recordar que Bolsonaro representa esto último debería ser suficiente para que la mayoría de los brasileños hagan lo correcto y voten en contra.

Manuel Nunes Ramires Serrano es licenciado en Derecho y magíster en Relaciones Internacionales. Este artículo fue publicado originalmente en Nueva Sociedad.