“No es importante ser recordado. Lo importante es saber que mi trabajo será recordado”, dijo el año pasado Charles Aznavour, uno de los legendarios representantes de la chanson francesa, que falleció ayer en el sur de Francia, a los 94 años, aún en plena actividad artística (el 26 de octubre se iba a presentar en Bruselas y luego seguiría de gira por Francia).

Este cantante, compositor y actor de origen armenio –su verdadero nombre era Shahnour Vaghinag Aznavourian– decía que buena parte de lo que sabía lo había aprendido de su padre, un barítono que huyó, junto a su madre, del genocidio armenio de 1915. Y si bien se habían propuesto emigrar a Estados Unidos, se instalaron en París y abrieron un restaurante, en el que, años después, Aznavour se cruzó con un buen número de artistas habitués.

Su carrera comenzó en el teatro –durante años estuvo a cargo de papeles infantiles–, y su debut musical fue en 1941 con un dúo con Pierre Roche que implicó una incursión decisiva: se convirtieron en teloneros de los conciertos de Edith Piaf. Cuando Roche decidió separarse, Piaf lo adoptó, y compartieron la misma casa durante casi diez años (se dice que nunca fueron amantes y que Aznavour fue su chofer, escenógrafo, mozo y secretario). En una de sus citadas biografías, el compositor admitía que para triunfar es necesario tener un doble talento: “El de hacer lo que hay que hacer y el de saber rodearse, escuchar a los demás. Cuando me encuentro con alguien importante, me callo y escucho. Con Maurice Chevalier, me callo. Con Edith Piaf, cerré la boca durante ocho años. Así aprendí mucho y sigo aprendiendo”. Su primer gran éxito llegó en 1953, cuando se presentó en el teatro Olympia y “Sur ma vie” se convirtió en su primer hit. Con el paso del tiempo, consolidó un repertorio romántico y nostálgico con temas como “La bohème” (con su evocadísimo “La bohemia que yo viví su luz perdió / La bohemia era una flor y al fin murió”), “Venecia sin ti”, “Non, je n’ai rien oublié”, “La mamma”, “Emmenez-moi” y su emblemático “Les émigrants”. Como actor trabajó en decenas de largometrajes: el emblema de la Nouvelle Vague y uno de los renovadores del cine francés, François Truffaut, lo convirtió en protagonista de su apuesta noir Disparen sobre el pianista (1960), y un año antes Jean Cocteau lo había incluido en su última película, El testamento de Orfeo, en el que un poeta se siente próximo a la muerte y decide hacer un balance de su vida, al tiempo que circulan figuras como Pablo Picasso, Roger Vadim o Yul Brynner. Entre las más recordadas se encuentran las adaptaciones de El tambor de hojalata, de Günter Grass (Volker Schlöndorff, 1979) y Diez negritos, de Agatha Christie (Peter Collinson, 1974), además de célebres títulos como Los fantasmas del sombrerero, de Claude Chabrol (1982), y Ararat, de Atom Egoyan (2002).

Más de una vez decía que lo que quería era escribir la verdad y ser un hombre verdadero: “No quiero ser un personaje inventado ni me interesa tener una leyenda”, advertía, aunque su obra y su estampa ya eran un mito de la música francesa. Con decenas de álbumes grabados y más de 100 millones de copias vendidas, Aznavour personalizó un modo de cantarle al pasado y al amor, entre sus aciertos y desencantos.