Desde una perspectiva clásica, el cuento vendría a ser el planteamiento, desarrollo y desenlace de una acción humana, imaginativamente real o inventada. Un reloj, un mecanismo en el que se montan y desmontan piezas como una unidad cerrada en sí misma. Esto, claro, en el cuento concebido de una manera tradicional. En este sentido, el clima es todo lo contrario: es el conjunto de circunstancias que rodean a una persona o condicionan una situación. Coronel no necesita para sus climas principio ni final, planteamiento ni desarrollo en el sentido clásico, sino una acción humana imaginativamente real o inventada. Y lleva la escritura a sus límites, estableciendo una narrativa en el filo de sí misma. Así, el cuento se presenta a los lectores tal y como alguna vez dijo el escritor Augusto Monterroso: como algo que le ocurre a alguien alguna vez en algún lugar. Y creo que es una definición válida para la narrativa de hoy, que siempre intenta romper cánones y establecer tradiciones y puntos de partida.

Por otra parte, tengamos presente que el autor es un crítico espectador del buen cine. Al leer sus páginas se intuye cierto parentesco con la obra de Tarkovsky, Kubrick, Tarantino y muchos otros. El clima, en este sentido, vendría a ser más que nada una secuencia, es decir, una toma sin cortes durante un tiempo bastante dilatado. Esta relación entre cine y narrativa no es casual, sino que confirma que Coronel se inscribe y continúa la tradición del narrador/cineasta. Ambos oficios son, en definitiva y en presente, caras de una misma moneda; mencionemos, por ejemplo, al cineasta David Cronenberg y su novela Consumidos (2015) o a Marguerite Duras y su película Indian Song (1975) o a Paul Auster y su film Lulú on the Bridge (1998).

Otro detalle que no hay que pasar por alto: Coronel es un poeta para tener en cuenta. Los pocos poemas encontrados en las páginas de la antología de poetas de Maldonado llamada La Ballena de Papel (Civiles Iletrados, Maldonado, 2016) dan ejemplo de esta última afirmación. Este cruce entre poesía y narrativa revela dos hechos fundamentales. En primer lugar, y a grandes rasgos, se cumple una condición elemental: que un poeta debe ser, antes que nada, un lector de narrativa; y al revés. Y, en segundo lugar, que el autor sea poeta permite que, en este inquietante, libro la poesía fluya con serenidad, como un río subterráneo, y le otorga al detalle –centro y eje del clima– una irradiación poética: “Con una mueca presionándole la boca que apretaba un cigarrillo, y entrecerrando sus ojos como dos tajos, el recién llegado caminaba lento, dejando escapar el humo por la nariz. Empujaba su cuerpo mediante un andar intrépido, seguro, casi desafiante” (pág. 55). O, en esta descripción, en que los verbos son centrales porque adquieren un matiz simbólico: “Yo me retiré de mi sillón porque es la hora de la cena, y ahora estoy en el comedor; los cuerpos altos, petizos, gordos, anchos, raquíticos, tullidos van enmarañándose hambrientos en busca de una silla. Se van acomodando, y la cocinera va de un lado al otro con las bandejas que soportan los platos humeantes, gesticula amabilidad cuando, luego de depositar sonriente los platos sobre las mesas, nos anuncia un postre exquisito” (pág. 33). Percibimos que el detalle es el ritmo de la narración, centrada en la adjetivación precisa y minimalista, la escritura ajustada a ese momento, las atmósferas barrocas que desembocan en una extrema violencia. Violencia psicológica como único recurso para demostrar el mundo que se encuentra deshumanizado, pero creíble en sus acciones y en sus pequeños diálogos. A lo largo de más 100 páginas, observamos que cada uno de estos personajes son seres humanos perjudicados, incompletos, enfermos, vacíos, resignados a una muerte lenta. Nos recuerda a la prosa de Anderssen Banchero, ya que, en ambos, el mundo se presenta corroído por el sentido de la violencia, la melancolía y el vacío. Como, por ejemplo, la cantante húngara: “Todos los viernes, la cantante húngara se presentaba en el Titanik, y expulsaba al cantar, melodías cargadas de melancolía chata y gris; lóbregos y abandonados paisajes de su Hungría natal; vidriosos recuerdos de amores imposibles, despechos y dramáticas peleas; y exhalaciones casi tangibles que resumían su carácter torturado y solitario” (págs. 69-70). Esta violencia psicológica que padecen los personajes como un sentido único que (de) forma sus vidas no es la única existente en este libro. También existe la violencia física, que se encarna en el símbolo del boxeo. A lo largo de cada uno de los cuentos de Coronel, siempre aparece un personaje golpeado o golpeador, un recuerdo personal del boxeo que desencadena una situación, una referencia histórica de boxeadores para demostrar el sentido de la brutalidad: “Algún viejo de ojo avispado y quizás algo exagerado en sus afirmaciones, llegó a ver en Mejía la combinación perfecta entre Robinson y La Motta, pero también la arrogancia estúpida y bruta de Tyson” (págs. 36 y sigs.). Coronel muestra la violencia en todo su esplendor como una de las costumbres ciegas de la sociedad. Y origina un libro auténtico, duro, negro, irónico. Un universo cerrado, original y brutal en el que nada está librado al azar, porque cada clima es un ajustado mecanismo de relojería, como un cuento perfecto y necesario.

Climas. Augusto Coronel Odizzio. Civiles letrados, Maldonado, 2018.