El otro fin de semana me tocó viajar a Buenos Aires. Y sí, como era de esperar, a mucha gente se le había ocurrido lo mismo, así que en la empresa más importante de las que hacen el cruce en barco ya no quedaban pasajes cuando yo fui a buscar el mío y terminé viajando en otra, un poco menos importante, un poco menos conocida, aunque no por eso más económica. Sobre el servicio no tengo mucho que decir: tanto en una como en la otra se viaja amuchado, hay que hacer interminables colas para cada etapa del traslado, y, una vez a bordo de la embarcación, es una cuestión de paciencia y astucia conseguir un lugar libre entre los montones de asientos ocupados y los otros, los que tienen encima mochilas y bolsos que indican que, aunque no haya nadie sentado, ese territorio ya está tomado. Pero no pretendo dedicar este texto a la inconcebible mansedumbre que nos hace aceptar, sin haber esbozado siquiera una protesta, las colas o las tarifas dinámicas (esas que hacen que viajar te salga más caro justo cuando el buque está más lleno y vas más incómodo). Tampoco lo voy a dedicar a la obligación de aprovechar el freeshop, esa locura que hace que cientos de hombres, mujeres y niños vayan caminando lentamente en fila mientras manotean cosas de las estanterías que justo les van quedando cerca, porque ni hablar de recorrer secciones para encontrar algo que, de verdad, pueda ser necesario adquirir con la ventaja de ahorrarse los impuestos.

Lo que quería contar es que me tocó viajar al lado de un señor mayor, muy elegante en su estilo casual y distendido, y que tuve, por lo tanto, ocasión de experimentar el contacto con una forma de entender el mundo que me resultó tan ajena como, supongo, me resultaría la perspectiva de un extraterrestre que nunca hubiera visitado la Tierra.

Al principio todo fue sencillo: él comentó algo sobre la cantidad de gente que había, se refirió a la inconveniencia de viajar en la otra empresa (la de la competencia, que es, casualmente, la más grande) y ahí nomás, como quien no quiere la cosa, se mandó un chiste sobre Pluna y Mujica. Yo medio me sonreí, porque la cosa era más bien enigmática y no había entendido si el palo era para Mujica, para Pluna o para el dueño de la empresa grande, y al fin y al cabo yo no estaba ahí, apretujada con mi mochila y soportando el soplo helado del aire acondicionado al mango, para defender a Mujica, ni a Pluna ni al señor que tiene muchos barcos. No sé cómo siguió la cosa, pero cuando quise ver hablábamos de la conveniencia de vestir prendas de cuero natural en lugar de usar esas imitaciones que se dicen hechas de “ecocuero”. El simpático señor me confesó que la lindísima chaqueta que vestía era de cuero de carpincho, y que, por supuesto, la había comprado en Buenos Aires, porque en Montevideo, “con esto de la ecología”, ya no se pueden cazar esos animales que dan tan buen cuero y tan sabrosas milanesas. Incluso, me dijo, una vez a un amigo le retiraron la camioneta porque se había mandando la gracia de cazar uno de estos animales protegidos y qué te cuento que lo descubrieron. Ya no se puede ni cazar tranquilo.

Yo me limitaba a hacer gestos ambiguos, supongo, porque ignoro qué regulaciones protegen al carpincho, pero tiendo a creer que si se los protege, en este país en el que el esmero en el cuidado ambiental es, cuando menos, discutible, debe ser porque hay buenas razones. Pero la campera era divina, eso sí. Y resistente al agua, porque el carpincho, como bien me hizo notar el caballero, vive mojado y no le pasa nada.

Poco después ya estábamos entrando en el tema de “la situación”. Entendí, aunque el hombre hablaba como dando por hecho que su discurso era transparente a mi oído y, por lo tanto, no explicaba mucho, que por “la situación” se refería a la Argentina de Macri, con todos los problemas que está teniendo. Y claro, me dijo, si estaba todo subsidiado. Yo, muda. A veces conviene escuchar qué tiene para decir alguien que parece saber tanto. Resulta que estaba todo subsidiado para que “los negros”, en vez de pagar el gas, la luz y el boleto como corresponde, gastaran en celulares, championes (zapatillas, dijo, como si fuera de allá, pero era de acá) y viajes. Porque era como en Venezuela, donde, me explicó, la nafta sale baratísima y entonces “los negros se compran autos de ocho cilindros, total, viva la pepa”. Entendí que está mal que los negros anden gastando, porque cuando los negros gastan, después tiene que venir alguien a poner orden y resulta que el país se endeuda y los negros se enojan porque les sacan los beneficios y ahí es que empiezan a armar cualquier relajo.

Uruguay, por ahora, me dijo, no tiene tantos líos. Ojo: tiene lo suyo, porque a los sindicalistas no se les debería permitir que hicieran lo que se les da la gana. Y sí, ahí, lo reconozco, me mojó la oreja. Sin ser grosera (él era amabilísimo, educadísimo) le sugerí que tal vez los empresarios, que bien que se habían beneficiado, en varios sectores, de estímulos, incentivos y prebendas en forma de exoneraciones impositivas, podían hacerse cargo un poco de la crisis sin pretender que siempre la pagaran los trabajadores. Reculó apenas, pero no tanto como para no explicarme, como si yo fuera una niña, que lo que pasa es que el nuestro es un país chico y no es fácil ser empresario, porque los costos son altos y no hay competitividad. Yo le podría haber dicho que tampoco es fácil ser trabajador y ganar, supongamos, dos salarios mínimos, y con eso vivir todo el mes. Pero me quedé callada para ver cómo seguía la cosa. Y también porque a veces la exposición a lo siniestro me atrapa, como cuando miro videos del Maelstrom –el terrible remolino de las costas noruegas– y me muero de espanto pero no puedo dejar de mirar.

Decidido a no insistir en ese tema espinoso, el señor, no sé bien por qué, empezó a hablar de “antes” y de “ahora”. Antes, me dijo, las cosas se hacían para durar. Como sus cubiertos, comprados con esfuerzo cuando se casó. O como el ropero que mandaron hacer especialmente, de palo de rosa, y que ahora ya no usa pero igual no piensa vender, porque ya no se valora. Lo mismo que el tapado de piel de su señora, ya fallecida. Ahí sigue, guardado, pero ya no está bien visto usar pieles. Su señora, me contó, era muy prolija. Tanto que hasta él aprendió cómo había que limpiar, y se lo enseña a los empleados. Porque si fuera por ellos, pasan un trapito así nomás y nunca llegan hasta el fondo, hasta las grietas y los rincones. Hay que estar en todo con esa gente, porque no sabe, no cuida.

En algún momento la conversación quedó en nada, se fue diluyendo, supongo que porque yo no aportaba mucho y porque el freeshop ya estaba por cerrar y él tenía que comprar el whisky para fin de año y unas latas de caramelos para regalar. Me quedé ahí, sin saber ni por dónde empezar a conversar con alguien de esa edad y tan bien plantado en su lugar social. No con él, por cierto, que ya estaba en eso de comprar el escocés y los caramelos, sino con alguien como él. Alguien que es amable, educado, alguien para quien fueron hechas todas las leyes, todos los beneficios, y que sin embargo cree, genuinamente, que lo que se les subsidia a “los negros” se le saca a él del bolsillo y pone en problemas al país entero. (Por las dudas, aclaremos que “los negros” no remite, en su discurso, a las personas afrodescendientes, sino a las personas pobres en general, de cualquier color. Esos que son negros de espíritu, digamos, porque tienen mal gusto, porque no entienden la diferencia entre el cuero natural y el sintético, porque no saben lo que es un mueble de palo de rosa o un cubierto de plata).

La gente bien, en cambio, que nació con todo resuelto, que tiene el viento siempre a favor, que sube en escalera mecánica y arriba ya tiene dispuesta la alfombra que le evitará ensuciarse los zapatos, esa gente que es el grado cero de lo social, que no es millonaria pero tampoco advenediza en el mundo del buen gusto, es la que se indigna cuando un sindicato hace un paro, cuando un sector históricamente abusado exige una compensación, cuando el orden del mundo en el que ellos flotan sin esfuerzo parece moverse un poco y amenaza con obligarlos a nadar.

No estamos cercados sólo por el fascismo. Estamos en peligro, como siempre, por las buenas personas que, amablemente, nos recuerdan que el mundo es suyo, que está hecho para ellas y que no lo quieren compartir. Nunca. Ni un cachito así.

A todo esto, el viaje se había atrasado mucho. El barco salió una hora más tarde de lo previsto, y yo le dije al señor que me parecía que habían juntado tres turnos en un solo barco, en lugar de fletar tres barcos, uno por cada turno. “Y sí, es razonable”, me dijo. Cómo no van a pensar en ahorrar en viajes, si de todos modos el que ya tiene pasaje comprado se la va a tener que bancar, aunque le toque ir incómodo y llegar dos o tres horas más tarde de lo que le habían prometido. Es razonable, ¿no es cierto? La ganancia es siempre razonable. Por eso es tan escandaloso que el país tenga “déficit fiscal” o que “los negros” se compren championes caros. Porque vivir bien, hacer guita, tener acceso a las cosas lindas o buenas, incluso a la calidad en servicios como el transporte colectivo (sí, señor: ese barco, en el que viaja gente tan elegante y educada como usted, no deja de ser un medio de transporte colectivo; un CUTCSA del agua) no son cosas para todo el mundo. Y los que lo saben ya hace rato que empezaron a sincerarse.