Muchos de mis compañeros, colegas, amigos de “la cultura” y del arte, están entre los llamados desencantados, y muchos seguramente ya se ubican fuera del Frente Amplio (FA). No los voy a criticar. Es más, a varios los leo atentamente, tomo en cuenta sus argumentos y análisis. De hecho, comparto buena parte de su arsenal crítico.

Trato de distinguir, de todos modos, las críticas desde lo individual o corporativo, a quien critica porque le ha ido mal en la feria o porque esperaba otro lugar en el Olimpo de los artistas, de aquellas otras fundadas en valoraciones y análisis de política cultural. Abundan las primeras, viscerales, desde la piel, y faltan las segundas, fundadas en elementos técnicos, comparativas, con los presupuestos en la mano y, sobre todo, elaboradas desde la demanda ciudadana, en clave de construcción de derechos culturales. La mayoría de esas críticas se formulan desde actores culturales situados en las centralidades y desde roles hegemónicos. Eso no las transforma en no atendibles, por supuesto, pero convengamos que una política cultural de la izquierda no debería estar dirigida sólo a satisfacer las demandas de los artistas.

En materia cultural hemos sido testigos, en estos 13 años, de un vigoroso desarrollo de programas y proyectos para el sector cultural. Fondos concursables, de infraestructuras, de trayectorias, Ley de Cine, creación de institucionalidad, fortalecimiento de elencos estables, renovación de los medios públicos. Todo está a la vista y en curso. ¿Todo está bien, entonces? ¿En equipo ganador no se hacen cambios?

Agua estancada se pudre, diría a modo de respuesta. La sola reiteración de lo hecho, además de ser insuficiente, no toma la oportunidad de reflexionar sobre lo concretado para proponernos otros desafíos.

Fondos concursables tenemos, pero quizá hayan creado una “cultura” de cierto activismo tras la creación de proyectos que no siempre, en su ejecución, tienen públicos o son parte de procesos de creación de audiencias donde no las hay. El sesgo a favor de proyectos del área metropolitana y la persistente debilidad del interior no se resuelve, me temo, con corredores esporádicos o aislados, o con fondos regionales que más bien contribuyen a fortalecer guetos antes que a favorecer la integración nacional.

Fondos de infraestructuras tenemos, pero sólo para el interior: los barrios periféricos de Montevideo están tan lejos del Solís como Tranqueras o Aceguá. Y otorgar dinero sin compromisos de gestión equivale a seguir construyendo equipamientos que se usarán de manera esporádica y nada profesional.

Ley de Cine tenemos, pero el público aún no llena las salas cuando se exhibe la producción nacional, no hay una plataforma donde pueda verse una película nacional que bajó de cartel, en el interior no hay proyecciones salvo excepcionalmente, y el cine y los medios públicos audiovisuales aún son una pareja que se lleva mal.

Hemos renovado los medios públicos, pero todavía la señal de TNU no es accesible en todo el país por televisión abierta. Y los contenidos, tanto los de TNU como los de las radios públicas, siguen muy mayoritariamente producidos por profesionales del área metropolitana y cubriendo acontecimientos de esa zona del país. El país diverso y variopinto que somos aún no acaba de reflejarse en nuestros medios públicos, con honrosas excepciones (quizá, en ese rubro, los informativos de Radio Nacional Uruguay).

Hemos fortalecido los elencos estables, o al menos algunos de ellos, y han brillado en todo el país y fuera de él; pero tomados en conjunto, y sumadas las escuelas nacionales de arte, siguen reflejando paradigmas de políticas culturales correspondientes a otros momentos de las políticas públicas para el sector. Más allá del ballet clásico o de las estructuras orquestales, hay otras músicas, otras danzas, y otros artistas en otras ciudades: es un tema a interrogar e interpelar, pero seguramente la balanza presupuestal deba ser reestudiada de manera –otra vez– que la inequidad por territorio o por poder adquisitivo o pertenencia de clase no sea una barrera para que todos tengamos la oportunidad de expresarnos culturalmente. La música popular de raíz folclórica, la danza folclórica, el tango, a vía de ejemplo, ¿no son disciplinas que requieren y merecen otra atención, expresada en líneas de investigación, puesta en valor, y fortalecimiento o creación de opciones de estudio y formación? Se hace necesario rediseñar el sistema de elencos estables y la atención a manifestaciones artísticas hasta ahora insuficientemente atendidas, en aras de cuidar la diversidad cultural y de atender las identidades locales.

Lo que falta por hacer

Es hora de construir sinergias entre la educación artística y el sistema educativo: hay experiencias, pero en general son testimoniales o aisladas, y acabar con esas inequidades implica construir políticas universales para las artes y la cultura. Aun más: la educación artística en sí misma debería tener otra prioridad en la agenda nacional y local. Salvo experiencias como la de Maldonado (en la órbita del gobierno departamental, cinco escuelas de arte de acceso gratuito con cursos y talleres en todo el territorio del departamento), los proyectos existentes son escasos e insulares. En este terreno se hace necesario avanzar hacia la universalización de los servicios de educación y formación artística, en coordinación entre el sistema educativo y los diferentes espacios culturales institucionales e independientes.

Más allá de Bolsonaros, el país debe avanzar en el Mercosur cultural, debemos alentar la construcción de corredores culturales que favorezcan el intercambio entre artistas de nuestros países. Es, además, la oportunidad óptima para multiplicar audiencias.

Hemos creado institucionalidad –la propia Dirección Nacional de Cultura del Ministerio de Educación y Cultura (MEC), el Instituto Nacional de Artes Escénicas (INAE), etcéteras–, pero el mapa institucional sigue siendo una suma de islitas, y en algunos casos las prioridades, tanto de existencia de instituciones como de festivales, responden más a la capacidad de demanda y presión de los colectivos artísticos que a definiciones de política pública.

Voy a arriesgarme a ser corporativo: ¿cómo se entiende, si no, que en los 13 años tengamos la novedad del Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay y del INAE –bienvenidos ambos–, y el viejo Instituto del Libro todavía no ha sido refundado, al tiempo que los proyectos para el sector letras y editorial son marginales respecto de los de otros subsectores?

Luego, los centros MEC fueron quizá la más revolucionaria apuesta del gobierno en el período 2010-2015. Con experiencias diversas, eran la oportunidad para favorecer procesos de creación de audiencias, de fortalecimiento de identidades locales. Nombrar al frente de los organismos de gestión a compañeras, compañeros, sin la experiencia y formación adecuada, tiene sus costos. Intervenciones esporádicas o testimoniales, falta de presencia en todo el territorio, programas no siempre vinculables a una política de ampliación de derechos culturales, ausencia de políticas de descentralización: los centros MEC parecen contentarse con alguna que otra intervención, resignando la creación de agenda, con honrosas excepciones, más bien determinadas por la iniciativa y la capacidad de gestión de sus coordinadores locales que por la existencia de políticas centrales. Es imprescindible relanzar el programa de centros MEC transitando de la desconcentración a la descentralización, propiciando propuestas de gestión participativa en cada centro MEC, convocando a los vecinos para el diseño y formulación de las respectivas agendas locales, entendiendo este instrumento como central en pos de ensanchar el ejercicio efectivo de los derechos culturales.

Voy a dejar para el final al subsector de letras y editorial: tenemos Plan de Lectura pero divorciado del área Letras del MEC, dedicado a acciones aisladas y la mayoría de ellas en el área metropolitana, imbuido de una lógica didáctica más que de creación de audiencias. No hay un instituto específico, no hay aún políticas reales hacia las bibliotecas públicas, y la insularidad sigue siendo una realidad.

En cuanto a bibliotecas, ya es tiempo de implementar un programa orientado a la renovación de acervos, con el objeto, entre otras cosas, de asegurar la presencia en sus fondos de la producción literaria nacional y latinoamericana de referencia. Y a la vez –en tiempos en que los paradigmas de lectura se modifican–, impulsar la transformación de las bibliotecas sumando a ellas oferta cultural más allá de las estanterías. De lo contrario, lo que hagamos naufragará ante los youtubers y Netflix.

En el país son muchos más los escritores con libros escritos que los autores publicados, la industria editorial no apuesta, las tiradas de poesía no superan los 300 ejemplares, pero sigue sin haber fondos editoriales públicos o líneas crediticias de la banca pública, como alguna vez existieron. Precisamente, no es posible que en las charlas entre escritores la única referencia continúen siendo los préstamos del Banco República que posibilitaron en su momento el boom editorial de los 60, por iniciativa de Carlos Maggi.

Se hacen necesarias políticas de fomento a la producción editorial nacional, orientadas a sostener colecciones o proyectos de empresas o colectivos nacionales mediante modalidades concursables.

Finalmente, la necesidad de corredores culturales también se evidencia en el área letras: el Premio de Letras del MEC es clandestino en comparación con el Bartolomé Hidalgo que entrega la Cámara Uruguaya del Libro, por ejemplo, en cuanto a su relevancia en los medios, pero, por otro lado, los autores ganadores son invisibles, dada la ausencia de política alguna destinada a hacerlos conocer o llegar a nuevos públicos.

Orejas abiertas

Para el final, un apunte no menor: la primera gestión frenteamplista en el sector impulsó un modelo de gestión participativa: se trataba de fortalecer a los equipos de gobierno con la creación de ámbitos de consulta y asesoría. De la instalación de los consejos de la cultura, por departamento y por disciplina, a un Consejo Nacional de la Cultura como órgano de referencia, y la convocatoria a asambleas de la cultura. Estas líneas de trabajo formaron parte del programa con el que se llegó al gobierno, pero no se avanzó.

Se hace necesario relanzar el proceso para que se creen ámbitos permanentes de consulta y participación de los actores culturales, con criterios amplios y representativos de todo el entramado cultural. Hay buenas experiencias: el Compromiso Audiovisual que impulsó el Instituto del Cine y Audiovisual de Uruguay en 2015 entre ellos, y un universo de asambleas de la cultura incluso previas a la llegada del FA al gobierno nacional. No se comprende por qué se discontinuaron. En el presente período, aún en curso, se trabajó primero para un Plan Nacional de Cultura, luego para una Ley de Cultura: ambas iniciativas parecen discontinuadas, más allá de que quizá más que en grandes títulos sea conveniente avanzar proyecto a proyecto, área por área, evadiendo el riesgo de que programas grandilocuentes no signifiquen más que buenas intenciones.

En resumen, tomando nota de todo lo avanzado en 13 años de gobierno, se trata de poner el acento en el acceso universal a los bienes y servicios artístico-culturales. Y eso, en la medida en que subsisten inequidades varias, reclama mayor vigor, audacia para repensar inercias, y situar a la ciudadanía como sujeto de derecho en el centro de la cancha.

Toda política pública debe ser orientada al conjunto de la ciudadanía. En 2006, en Montevideo se firmaba la Carta Cultural Iberoamericana. “Los derechos culturales deben ser entendidos como derechos de carácter fundamental”, sostiene el documento, lo que supone para todos “los individuos y grupos, la realización de sus capacidades creativas, así como el acceso, la participación y el disfrute de la cultura”.

Las políticas públicas para la cultura, tarde o temprano, “deberán enfrentarse al reto de formularse de la manera más parecida posible a como lo hace el resto de políticas públicas. Expresando sin ambages cuáles son los derechos de la ciudadanía, los deberes de las instituciones y los servicios culturales básicos que deben ser producidos, sea quien fuere el actor mejor emplazado para prestarlos”.1

Para decirlo en otras palabras: no se trata de cerrar el Auditorio del SODRE o de volver a una gestión errática y no profesional en ese campo, o de despedir al director del Ballet Nacional. Pero sólo con intervenciones casuales o esporádicas, con una concepción que insiste en “llevar la cultura a los barrios”, que supone que la descentralización consiste en llevar el teatro del centro al comunal, no alcanza. En todo caso, estamos haciendo beneficencia cultural, o aliviando nuestras conciencias, o asegurando el sustento de un elenco. Asegurar derechos culturales es otra cosa, y para empezar supone no generar políticas en base a quien más las demanda, sino a quien más las necesita.

Luis Pereira Severo es especialista en Gestión Cultural (Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de la República), poeta y editor de poesía, ex director de Programación Cultural de la Intendencia de Maldonado (2005-2015).


  1. Miralles, Eduard (2001). “Por unas políticas culturales performativas. Más promesas y menos obras”. Periférica, Revista para el análisis de la cultura y el territorio, núm. 2.