Había mucha expectativa (no de mi parte) por la nueva película de Steve McQueen luego de la oscarizada 12 años de esclavitud (2013). El director se tiró a algo aparentemente mucho más lúdico: la adaptación de una serie televisiva británica a la que asistía de adolescente, sobre las viudas de cuatro bandidos muertos durante un asalto. Presionadas por un capo mafioso que considera que ellas le deben el dineral que sus maridos perdieron, las viudas se convierten ellas mismas en asaltantes para poder hacerse de la plata que les salvará el pellejo.

McQueen tiene imaginación estilística, y el inicio de la película es sensacional. La primera imagen diegética es un plano cenital del casal Rawlins chuponeándose en la cama. Es una imagen de por sí muy carnal, pero además, siendo la mujer bien negra y el marido bien blanco, configuran una combinación que sigue siendo provocativa en el contexto de la segregada cultura estadounidense. La pacata escena doméstica que sigue entre ambos se alterna con otra línea temporal posterior con mucha acción violenta. Las alternancias entre las líneas temporales se dan por corte seco, de modo que cada entrada del momento del asalto percute agresivamente el silencio y la tranquilidad de los momentos domésticos. Habrá otras bellas instancias de cine, como los muchachos rapeando mientras la cámara gira a su alrededor. Jack Mulligan y Siobhan se trasladan en auto desde el barrio al que fue a hacer campaña electoral hacia su mansión: escuchamos sus voces como si estuviéramos dentro del auto, pero la cámara está afuera, puesta sobre el capó, y los vidrios oscuros no permiten ver a los dialogantes; lo que vemos es el vecindario, lo que nos lleva a observar la transición entre la zona pobre y la otra, no tan distante, muy opulenta. La mayoría de los personajes nos son presentados sin que tengamos idea de cuál será su conexión con la historia principal, o incluso cuál es el contexto, y sólo con el correr de algunas escenas empezamos a entenderlo. Como era de esperar frente al prestigio de McQueen, el reparto es sensacional (aparte del trío central de “viudas”, Viola Davis, Michelle Rodríguez y Elizabeth Debicki, están Robert Duvall, Liam Neeson, Cynthia Erivo, Colin Farrell, Daniel Kaluuya y muchas otras caras conocidas).

Pero aun haciendo una versión de una entretenida serie televisiva, McQueen no puede con su naturaleza. El hombre parece decidido a entrar en la historia como un “artista que tiene cosas importantes para expresar sobre el mundo”. Dado que esa disposición habitualmente coincide con personas que no son grandes artistas y no suelen tener mucho para decir (porque si fuera así lo dirían sin necesidad de tanta pose), todo en la película es serio, grave, solemne. El trío de viudas, además de encarnar simpáticamente la emancipación femenina (como en la serie original), se convirtió en un conjunto ejemplarmente inclusivo: negra, “latina”, rubia. Viola Davis, de por sí todo un símbolo de la nueva agenda de derechos, como de costumbre actúa su rol con esa constante expresión compungida combinada con una contenida altivez. El matón es un psicópata que pega cuchillazos aleatorios a un lisiado para darle un mensaje. Los malos son malos: no existe compartimentalización que pueda librarse de la más ínfima porción de culpa, así que cuando están a solas esos políticos, millonarios y predicadores se quitan la máscara y hablan en términos llanamente calculistas y cínicos sobre los beneficios que persiguen a costa de la ingenuidad popular. Las pocas personas buenas sí que son buenas: cuando se hacen de dinero lo donan, en forma totalmente desinteresada, a causas nobles. Si el sexo involucra algún tipo de manipulación e interés –en un caso de extrema necesidad–, entonces es una instancia sufrida, sin placer, rodeada de angustias culposas.

Muy “artista”, pero ese director británico, adaptando una serie británica, la traslada a Chicago porque sabe que los estadounidenses –el mercado más lucrativo del mundo, en el que él logró entrar– no se sienten tan cómodos con historias contemporáneas que transcurren en tierras extrañas, aunque sean de su madre patria. Por otro lado, mucho movimiento de cámara bonito, muchas puestas en escena laberínticas con espejos, muchas frases ingeniosas en los diálogos, pero la secuencia de eventos tiene poco sentido. Se supone que Jamal amenazaba a las viudas y ese es el disparador de todo, pero al final queda totalmente olvidado (¿le habrán devuelto la plata?). El plan que Harry lega a su esposa ya tiene poco sentido, pero mucho menos lo tiene su comportamiento posterior. Durante el asalto, las viudas desmayan al guardia de seguridad y lo atan, pero cuando se encuentran con la cuidadora de Tom Mulligan simplemente la hacen meterse en su habitación, sin tomar siquiera la precaución de hacerla entregar su celular, y la viuda líder lo justifica: “Ella no sería tan estúpida de llamar a la Policía” (¿qué hay de estúpido en llamar a la Policía si los asaltantes te dejaron convenientemente encerrada en tu habitación con la puerta cerrada –¡por dentro!– sin que nadie te vea?). El episodio no obedece tanto a la lógica de la narración y de la sensatez, sino simplemente a cierto cálculo de que una mujer cometiendo violencia contra un varón configura “emancipación”, pero violencia contra otra mujer (aunque sea atarla o dejarla encerrada para no arriesgarse a terminar todas en cana y quizá asesinadas por el mafioso) afectaría el componente feminista. Y, finalmente, con todos los cuidados de hacer una película importante, bien escrita y llena de mensajes positivos y recursos estilísticos vistosos, el desenlace (el fin del showdown y el epílogo) parece salido de un guion de Rápido y furioso.

Viudas (Widows). Dirigida por Steve McQueen. Basada en una serie televisiva de ITV. Con Viola Davis, Michelle Rodríguez, Elizabeth Debicki. Reino Unido/Estados Unidos, 2018. En varias salas.