En una columna anterior, dedicada a posibles aprendizajes que podrían derivarse del triunfo de Jair Bolsonaro en Brasil, me referí a planos que daban cuenta de riesgos, limitaciones y eventuales transiciones negativas en los procesos políticos regionales: del estado benefactor al paternalismo autoritario, de la “clase política” a la antipolítica, del consumo al consumismo y de la gramática de los derechos al lenguaje del odio, todo sobre un trasfondo de relaciones de poder típicas de las estructuras capitalistas y difíciles de alterar, con sus consecuencias de concentración económica y fragmentación social. Al finalizar el artículo insistía en la inconveniencia de incurrir en comparaciones forzadas entre el desenlace brasileño y los de otros procesos debido a las peculiaridades de la situación de Brasil; además, retomaba nuestra convicción de que no existen determinismos o destinos ineludibles sino un futuro por construir.

En esa clave, la intención de esta segunda columna es desarrollar, siguiendo el esquema de cinco planos, otras posibles transiciones, que partiendo de los mismos logros y limitaciones puedan dar lugar a futuros mejores, a una nueva generación de transformaciones que permitan el avance de nuestro proyecto de libertad, justicia y democratización. Esta reflexión resulta urgente para todos los movimientos populares latinoamericanos, pero en particular para las fuerzas del cambio en nuestro país, donde las próximas elecciones nos colocan ante la posibilidad de evitar el retroceso y conquistar un cuarto gobierno frenteamplista, derrotando a su vez las predicciones catastróficas del “fin de ciclo”. En este contexto, la discusión programática de la izquierda debe hacer una lectura adecuada de los riesgos y plantearse, además de horizontes ambiciosos de cambio, un esquema de transiciones adecuadas que, partiendo de la situación actual, permitan dar pasos efectivos hacia esos horizontes, articulando para ello una serie de acciones convergentes. Este es, desde una perspectiva militante, el verdadero fin de cualquier autocrítica, y no puede alcanzarse desde una mera elaboración teórica sino que surgirá necesariamente de los propios procesos sociales. Por eso proponemos solamente algunas pistas.

1) Del Estado benefactor a la socialización de la política

Este punto refiere a la necesidad de trabajar en la superación de todas aquellas lógicas que hagan de la sociedad mera destinataria o receptora de una acción estatal paternalista. Socializar la política implica aceptar que el Estado no lo es todo y que incluso las políticas públicas requieren de un activo compromiso ciudadano, tanto en su diseño como en su ejecución y control. La transformación democrática del Estado, como proyecto y rumbo, requiere una decidida voluntad de transferir y descentralizar poder, y tiene como nudo crítico la participación social, sus motivaciones y su potencialidad instituyente, que entra en inevitable tensión con la también necesaria institucionalización que supone el desarrollo de dispositivos participativos en el Estado. En este punto es fundamental permanecer alertas, ante la posibilidad de caer en una suerte de captura de la participación por parte del Estado. No se trata de estatizar la sociedad sino de socializar el Estado, y socializar no es imponer a la sociedad lo que consideramos bueno sino transferir poder y, en ese marco, disputar democráticamente sentidos, valores, proyectos e intereses.

2) De la “clase política” a la participación protagónica

El punto anterior desemboca inevitablemente en este. No hay democratización del Estado ni socialización de la política sin participación protagónica, sin gestación de lógicas genuinas de empoderamiento popular en la base misma de una sociedad que se politice y repolitice, de forma consciente y crítica, continuamente. En este punto, la idea de “sociedad” resulta demasiado abstracta. El camino que puede dar lugar a una democracia sobre nuevas bases exige reflexionar sobre las prácticas participativas existentes y sobre las motivaciones de los ciudadanos y las ciudadanas para participar, enfocándose particularmente en la participación de los trabajadores del amplio arco de sectores oprimidos y de quienes desde distintos frentes y posiciones tienen iniciativas de cambio tendientes a la solidaridad, la libertad y la justicia. Si la participación no incide se vacía de contenido y se ritualiza; por lo tanto, es imprescindible evitar cualquier simulacro de participación que más temprano que tarde desestimule y deslegitime los procesos participativos. La idea de la política como militancia y no como profesión, el avance del paradigma de la solidaridad por sobre el paradigma del corporativismo, la reafirmación de un compromiso ético innegociable como corazón de cualquier praxis contrahegemónica son parte fundamental de la lucha ideológica que debemos dar dentro de los partidos políticos y movimientos sociales populares para relegitimar a la política como herramienta de transformación social y parar el avance de la perspectiva reaccionaria de la “antipolítica”.

3) Del consumo a la convivencia

La mejora de los estándares de consumo, en tanto componente de una “sociedad del bienestar”, es sin lugar a dudas muy importante para cualquier proceso que pretenda elevar el nivel de vida de la mayoría de la población. Sin embargo, no podemos perder de vista que concomitantemente con ello puede desarrollarse una ideología consumista que socave la libertad y atraviese todas las dimensiones de la vida personal y comunitaria. Discutir cuáles son los parámetros de consumo razonables para una sociedad que pretende construir igualdad, propender a formas de consumo más conscientes, colaborativas y sustentables, y desarrollar una pedagogía de la convivencia que ponga el eje en la enorme oportunidad de realización que significa el vivir juntos, haciéndonos cargo de los otros y otras, acogiendo a los demás como promesa y no como límite, son tareas impostergables. La educación para la diversidad y la convivencia, y la promoción de ámbitos comunitarios en los que discutir y regular colectivamente la vida común en los distintos territorios y esferas de la cotidianeidad son aspectos de enorme importancia. Pensar la escala y características de estos espacios, frente al avance de una cultura del éxito, el descarte y la competencia es un desafío interesante.

4) De la gramática de los derechos a la política humanista de la dignidad

No hay transformación solidaria que pueda operarse y sostenerse en el tiempo si no se arraiga en la propia sociedad la idea de la dignidad de la persona humana como referencia principal e inviolable. Este mensaje humanista debe ser la clave de traducción de cualquier avance que suponga consagrar o reconocer derechos e impulsar mecanismos e instrumentos que permitan ejercerlos. La contracara del reconocimiento de quienes históricamente han sido menospreciadas/os es el compromiso de todos y todas con la lucha por la dignidad de cada ser humano y la conciencia de que la negación de la dignidad de otro/a es también una ofensa a la propia dignidad.

5) Socialización de la economía, poder democrático e integración

Si el trasfondo material del consumismo, la antipolítica y el discurso del odio es la concentración económica y la fragmentación social, es razonable pensar que sólo pueden desarrollarse lógicas y concepciones alternativas si se profundiza el esfuerzo por superar las violentas tendencias concentradoras y excluyentes que caracterizan a las estructuras vigentes. Esto supone impulsar iniciativas que apunten a la socialización de la economía, entre ellas la promoción de un fuerte sector de economía social y solidaria, apoyado en una lógica alternativa de producción y trabajo fundada en valores de cooperación y construcción colectiva. Del mismo modo es imprescindible encarar con mayor contundencia el problema de la concentración de medios de producción y de riqueza, y sus dinámicas de reproducción.

A su vez, es imperioso continuar el camino de desmercantilización de bienes y servicios de importancia social y estratégica, y democratizar el acceso al conocimiento y la tecnología, así como la discusión sobre sus incidencias en la vida social.

Resulta también fundamental reforzar políticas públicas participativas para la construcción del hábitat y la convivencia democrática, dando una batalla frontal contra la segregación territorial.

En este mismo capítulo se incluye la necesidad de introducir cambios decididos sobre la división sexual del trabajo y las relaciones de género.

En definitiva, se trata de alterar las relaciones de poder vigentes para construir otras más democráticas y justas.

Hace pocas semanas un compañero me decía: “No hay que permitir que el gobierno se coma a la política”. Y ciertamente ninguna de estas transiciones se producirá sin el fortalecimiento de los partidos políticos y los movimientos sociales comprometidos con un proyecto de cambios profundos, que articule ideas y fuerzas para hacerlo posible. Por eso la tarea de construir organización y plataformas colectivas que con humildad puedan nutrirse de los procesos reales de vida de las personas y ensayen nuevas modalidades de participación y protagonismo popular es hoy el desafío más importante, esencial para que la tarea de gobernar tenga perspectiva y se sostenga en el tiempo. Este desafío, que es permanente, también se juega en la fase de elaboración programática y durante las campañas electorales, que deberemos transitar apegados a argumentos y alejados de la demagogia, el ataque personal, el odio y la mentira. Luchar contra nuestras estructuras mentales, a veces bastante burocratizadas y elitistas, es condición para imaginar lo nuevo y lanzarnos decididamente a la aventura de forjar un futuro humano.

Gonzalo Civila López es profesor de Filosofía, representante nacional por el Partido Socialista, Frente Amplio, integrante del Comité Central y del Comité Ejecutivo Nacional del Partido Socialista.