Estaba muy borracho la tarde que Tüssi Dematteis le comentó que el tecladista de su banda se marchaba y le pidió que le recomendara a alguien para el puesto vacío. Ezequiel Rivero le dijo “¡eso lo hago yo!”, aunque no sabía tocar teclados y tampoco tenía uno esa tarde, ni la mañana siguiente cuando se despertó con resaca y algo arrepentido de su respuesta. Así fue que se convirtió en miembro oficial de La Hermana Menor.

“Todos fueron accidentes ridículos, todo muy poco heroico”, dice sobre la serie de episodios que lo llevaron a convertirse en músico y productor, a punto de cumplir 34 años, controlador y obsesionado por salvar las grabaciones de la música uruguaya: “Hay que archivar porque se borra todo. Steve Albini [productor estadounidense que es clave para Rivero] sigue grabando en cinta porque es la única forma de no perder nada. Un dvd dura diez años, los discos duros se rompen. Había un video de Pulp en vivo en YouTube que me encantaba, lo veía seguido, y de repente desapareció. Mi consejo es: nunca confíen en la nube”.

Su primera banda se llamó Amelia, es un nerd de las guitarras, trabajó como productor y/o músico en los diez discos más relevantes del indie rock uruguayo de los años 2000, incluyendo Joven edad y Ciudad dormitorio, de Carmen Sandiego (banda que también integra), Liu y las dificultades graves en el aprendizaje, de Tres Pecados, Todas las películas son de terror, de La Hermana Menor, y el primero de los populares Julen y La Gente Sola.

Es gran responsable de diluir la tristeza del indie uruguayo con pop divertido y bailable, y como Cerebro, aquel personaje animado de la Warner Bros, tiene un plan de conquista mundial. A los 15 años se hizo un blog llamativo que promocionaba sus servicios como DJ y diseñador gráfico —“la profesión que me da de comer”—, donde subió sus primeros demos. Por ese medio conoció a uno de sus referentes y amigos, el músico y productor Daniel Anselmi, cuando le mandó un correo con un “che, está muy bueno lo que hacés”.

“A los 17, cuando terminé la secundaria, tuve un año sabático y estaba muy loco. Yo era una persona rarísima que no podía hablar con nadie, estaba muy solo”, confiesa. “Me acostaba todos los días a las ocho de la mañana, me pasaba haciendo música en la computadora. Me acuerdo de ir a ver solo a los Buenos Muchachos. Internet me salvó la vida, hice unos amigos raros que escuchaban música electrónica y Sonic Youth”.

Cuando intenta recordar cuál fue su primer trabajo como productor, dice que probablemente se trate del proyecto de alguno de sus compañeros de liceo. “Después me compré una guitarra, porque quería aprender, y empecé a hacer música solo. Lo primero mío fue Amelia, en mi casa, con amigos, y después, cuando conocí a Pau O’ Bianchi, que un día me dice: ‘Quiero grabar cuatro canciones, las tengo que hacer ahora’; estaba en una especie de crisis emocional y artística. Creo que al final no me pagó nada, o 400 pesos, una cosa absurda. Vino un día a casa y grabamos unas canciones con guitarra criolla, había una tema que era un afane a Jack White, creo que lo tengo guardado en mi compu, lo voy a vender por miles de dólares dentro de un tiempo. Vivíamos a unas cuadras de diferencia. Siempre fue como una cosa de barrio. Vos tenés tu casa y se te rompe un mueble y conocés a un vecino que tiene un taladro y se da maña. Yo era un tipo que tenía una computadora, un micrófono, y sabía grabar y nada más”.


Ezequiel Rivero nació en Argentina y vivió allí hasta los cinco años. Luego se vino junto a su familia a Uruguay, donde pasó toda su niñez y adolescencia, y se quedó hasta los 28, cuando conoció a Julia, su novia porteña. Se fue junto a ella y ahora viven en Villa Urquiza. “Buenos Aires, en su locura, es más sana que Montevideo”, dice una tarde de enero en que nos encontramos en un bar del Centro, a una cuadra de 18. Mientras conversamos, un hombre extremadamente flaco y escondido en la capucha de su jogging negro nos saluda y le entrega un paquete: “¿Me disculpás un segundo?”, me pide, le paga a su dealer, y se queda algo más tranquilo luego de la transacción. Acaba de comprar una especie de pianito futurista híperblanco, con algunos botones de colores, y eso lo pone contento. “Es un teenage engineering modelo op-1, una especie de sintetizador multitodo; podés hacer una canción entera con él, tiene percusiones, generadores de sonido, y una pantalla como de celular. Es medio único”.


Ezequiel Rivero es un estudioso de la música y el sonido pero sus preguntas van más allá de la búsqueda puramente estética. En su entretenido blog El Baile Moderno, donde escribe con algunos amigos, uno de sus mejores posteos se llama “Haciendo trampa”, y consiste en una serie de apuntes sobre la relación entre la música, su efecto emocional y la instrumentación. Dice, por ejemplo, sobre la versión de Johnny Cash de “Hurt”, el clásico de Nine Inch Nails: “Si agarrás el tema más desgarrador, vulnerable y triste de la carrera de Trent Reznor (un tipo que se especializa en el drama y esas cosas) y le ponés una instrumentación solemne (¡piano!), le sacás los efectos y el noise y le ponés una de las voces barítonas más expresivas de la música moderna, y le agregamos el bonus de que el cantante se está muriendo, bueno, es imposible que falle. No-hay-forma. Es obviamente una gran versión, seguramente superior a la original, pero lo mismo: fácil”.

Hacerse invisible

El disco de Las Futuras Madres está disponible en lasfuturasmadres.com.

Su relación con la música es notoriamente lúdica pero del modo en que los científicos no duermen con un experimento. “En la música siempre estás mintiendo”, me dice de vuelta en el bar. “Está bueno saber qué pasa e ir para el otro lado. Hoy es muy fácil sonar bien. Es mejor que suene interesante”. Cita el disco The Soft Bulletin, de The Flaming Lips, que tiene arreglos inesperados, raros, que terminan siendo geniales. En su blog se define coloquialmente como un “gordo épico”: “Sí, soy maximalista, diría que mi estilo es exagerado, juguetón, divertido”. ¿Un vicio de productor? “Hay un sintetizador que tengo en la computadora que tiene un sonido que hace un acople de guitarra súper realista, y lo uso todo el tiempo. Siempre que escuchás un acople en un disco mío es de mentira. Te llena todo y es re feliz”.

Piensa que el segundo trabajo de Julen y la Gente Sola, a estrenarse en 2018, va a estar muy bien (ya lo escuchó), y que el tercero seguramente será su mejor álbum. Federico Morosini, líder de Julen, y muy fan de Amelia, la primera banda de Ezequiel, había pensado en él casi antes de tener un grupo. Terminó siendo el productor del célebre primer disco de su banda, que resultó de gran suceso tanto en Uruguay como en Argentina y en otros países de Latinoamérica, y que en 2017 puso a Julen sobre el escenario del festival Montevideo Rock junto a los más copetudos y veteranos de las escena local. “Con Julen fui a muchos ensayos, grabamos demos de los temas, decidimos cuáles estaban buenos y cuáles no, probamos cosas, era una charla como la de un coach de fútbol. Igual, yo no hacía mucho, nunca le arreglé una letra o dije algo de la lírica. Muchas veces dejás que simplemente pase. Pongo de ejemplo a Steve Albini, que es como un fontanero, el loco hace sus cosas y se va, o se queda leyendo una revista y parece que no estuviera escuchando lo que la banda está grabando. Contó en una entrevista que en cierto momento se dio cuenta de que las bandas tocaban mejor cuando las ignoraba. A veces tenés que hacer trabajo psicológico, sugerir más, a veces sale todo mágico y no tenés que hacer nada. Después el proceso es así: se graban las bases, la batería y algo más. Mucho intercambio. Se graban todas las voces, se arregla alguna cosa más y se van haciendo versiones de mezcla. Cuando tenés la versión cinco y la versión seis y es todo igual menos un tema al que hay que bajarle un poco la voz, sabés que estás cerca. Después sale el disco, lo odiás y no lo querés escuchar por dos años. En casi todos los discos en los que trabajo, grabo alguna guitarra, la pandereta, boludeces, siempre agrego una capa extra de cosas lindas”.


No hace mucho, en 2015, y junto a su partida amorosa hacia Buenos Aires, Ezequiel Rivero se puso al frente de su propia banda, Las Futuras Madres, también como vocalista: “No soy cantante, pero ahora me siento mejor ocupando ese lugar”. Primero editaron un EP, y en 2017, junto a los argentinos Patricio Jones, Juan Nanio y Coquito (como nombraron a la máquina de ritmos en vivo), editaron Hacerse invisible, su precioso primer LP. “Sí, es mi banda”, dice esta vez sin conflicto alguno, aunque le preocupa neuróticamente no tener claro si el disco puede considerarse algo uruguayo o definitivamente argentino.

En 2018, junto a Las Futuras, piensa mostrar nuevas canciones, y tal vez un disco entero; además, espera terminar la producción de un EP de electrónica a cargo de su amigo peruano Esteban Bertarelli. Últimamente está escuchando mucho trap y hip hop y le gusta la idea de meterse en la producción de artistas de esos géneros.

Aunque alguna vez grabó una guitarra en un disco de ellos (en el tema “Billete de Oro”, de Uno con uno y así sucesivamente), le gustaría producir a los Buenos Muchachos: “Es el Moby Dick de acá. Me encantaría trabajar con ellos; el último disco me parece que está buenísimo. Igual no haría nada, a veces hacer significa no hacer. También me gustaría trabajar con Fernando Cabrera. A él le pondría cuatro micrófonos y lo dejaría solo. Me gusta más él solo que con la banda. Buscaría que suene menos moderno. Ahora vas a cualquier estudio y suena todo bien, y no está tan bueno que suene todo bien”.