Desde hace más de un siglo el anticomunismo fue una fuerza política de peso, capaz de inspirar militancias fervorosas en defensa del orden tradicional y contra la amenaza revolucionaria. En Brasil, el fenómeno permanece vivo. Es difícil considerarlo una doctrina o una ideología, dado que moviliza ideas y valores inspirados en matrices distintas: catolicismo, nacionalismo y liberalismo. A pesar de su heterogeneidad, las representaciones anticomunistas en Brasil originaron una tradición y movimientos políticos convergentes que, en ciertos contextos, alcanzaron gran repercusión.

Ya circulaban argumentos anticomunistas a finales del siglo XIX, aunque se volvieron más fuertes tras la revolución de 1917, que generó la asociación indeleble entre comunismo y bolchevismo, que desde entonces son casi sinónimos. Pero fue a partir de la década de 1930 que el anticomunismo asumió una presencia marcada en el escenario político brasileño, especialmente después de la Insurrección de 1935.

Ese episodio de noviembre de 1935 se volvió mito y originó una “leyenda negra” en torno a la llamada “intentona comunista”, reproducida en las décadas siguientes. Fue presentado como ejemplo de las características maléficas atribuidas a los revolucionarios que, según las versiones anticomunistas, habrían cometido varios crímenes innobles durante los cuatro días que duró la revuelta (violaciones, asesinatos a sangre fría, robos), considerados una consecuencia necesaria de las enseñanzas de la “ideología malsana”.

Los impactos políticos de este proceso fueron importantes y el golpe de noviembre de 1937 empezó a pergeñarse sobre los escombros de los combates de 1935, que ofrecieron una justificación a las medidas autoritarias adoptadas por el gobierno de Getúlio Vargas. Significativamente, el preámbulo del texto constitucional del Estado Novo rezaba que el nuevo régimen atendía al “estado de aprensión creado en el país por la infiltración comunista, que día a día se vuelve más extensa y profunda, exigiendo remedios de carácter radical y permanente”.

Así, cuando comenzó la Guerra Fría, a fines de los años 1940, ya existía una tradición anticomunista enraizada en Brasil, tanto en el imaginario como en las leyes y aparatos represivos. Es cierto que la Guerra Fría y el empeño contrarrevolucionario de Estados Unidos trajeron nuevos bríos a la derecha brasileña. Sin embargo, no tuvo lugar una reproducción simple de los modelos extranjeros, sino una recepción selectiva. Los argumentos anticomunistas de inspiración liberal tuvieron una acogida menos entusiasta que en Estados Unidos, y los valores religiosos católicos, en cambio, tuvieron una posición dominante. Más allá de esto, la apropiación de los valores liberal-democráticos se dio de forma superficial, con el sentido de “democracia” reducido a una mera designación contraria a “comunismo”, dado que los “demócratas” no dudaron en tomar medidas autoritarias, como en 1964.

Las tres olas

En Brasil hubo tres períodos de movilizaciones anticomunistas intensas: 1935-1937, 1946-1948, 1961-1964. Aunque hubo manifestaciones anticomunistas en toda la etapa republicana, la metáfora de “olas” es útil para enfatizar cuáles fueron los momentos más críticos. En los tres, el temor anticomunista incrementó la represión, que alcanzó blancos mucho más allá de los círculos comunistas. En el caso de las olas de los años 1935-1937 y 1961-1964, ese temor fue un elemento clave para las movilizaciones que llevaron a los dos golpes autoritarios más importantes del siglo XX, que generaron las más largas dictaduras de Brasil.

El contexto de la primera ola ya fue mencionado y culminó en el Estado Novo de Vargas. La segunda ola ocurrió durante la redemocratización posterior a la Segunda Guerra Mundial, en una coyuntura inicialmente favorable a los grupos de izquierda y al Partido Comunista de Brasil (PCB), que recogió votaciones significativas y conquistó influencia preponderante en el movimiento sindical y el ámbito intelectual. Atemorizados, los grupos de derecha engendraron una fuerte campaña anticomunista: en 1947 el PCB fue proscripto por la justicia, volvió a la clandestinidad y al año siguiente se desinvistió a sus parlamentarios. Además, el gobierno rompió relaciones con la Unión Soviética.

Foto del artículo 'Brasil | Las oleadas del anticomunismo'

La tercera ola anticomunista se produjo a inicios de los años 1960, en el momento de auge de la Revolución Cubana y de las luchas tercermundistas, cuando la escena pública fue ocupada por demandas reformistas, como la reforma agraria y la reforma política (que exigía el derecho del voto para los analfabetos). El aumento de la influencia de la izquierda benefició al Partido Comunista, pero además dio origen a nuevas organizaciones socialistas, tanto marxistas como cristianas. Con la renuncia del presidente Jânio Quadros y el ascenso del vicepresidente João Goulart al gobierno, en setiembre de 1961, la izquierda brasileña tuvo su primera oportunidad de influir efectivamente en los rumbos del país, a partir de una alianza con quienes detentaban el poder federal.

Más allá de que fuese un rico estanciero gaúcho, Goulart era un político laborista sensible a los argumentos de la izquierda, principalmente a las demandas de los movimientos que pedían reformas sociales. Durante su gobierno, aumentaron las huelgas, ocupaciones de tierras y movilizaciones estudiantiles, lo que llevó a muchos activistas de izquierda a imaginarse a las puertas de la revolución social. Concomitantemente, la derecha provocó una nueva ola de movilizaciones contra el comunismo que fue potencializada por la Guerra Fría y los intereses de Estados Unidos de cerrarle el camino a la izquierda revolucionaria.

En parte, recurrir a la tradición anticomunista era una estrategia oportunista para facilitar el proselitismo contra Goulart, es decir, era resultado de la “industria del anticomunismo” (por usar una expresión creada para criticar a los manipuladores del peligro rojo). Sin embargo, el oportunismo no lo explica todo, ya que los comunistas eran de hecho percibidos como los líderes más influyentes de la izquierda. Además, la sensación de que el campo socialista estaba en ascenso mundial, especialmente en América Latina, contribuía a volver convincente la apelación anticomunista.

La crisis económica, que se manifestó en una inflación descontrolada y en la reducción de las tasas de crecimiento, y las denuncias de corrupción contra el gobierno también pesaron en el golpe de 1964. Sin embargo, la creencia en una “amenaza comunista” fue el tema más importante en la movilización golpista, entre las que se destacaron las “Marchas de la Familia con Dios por la Libertad”. Los argumentos anticomunistas fueron especialmente significativos en 1964 porque unieron a grupos que tenían diferencias en otros asuntos. Además, tenían la ventaja de expresar la crisis en lenguaje comprensible para amplios sectores sociales, acostumbrados hacía mucho a escuchar discursos sobre el “peligro rojo”.

Además de superar las diferencias internas de los golpistas, el anticomunismo prestó otro servicio al movimiento de 1964: contribuyó a legitimar el nuevo régimen, ya que sus líderes recurrieron al peligro rojo para convencer a la opinión pública de sus acciones autoritarias. Entre los militares, el anticomunismo fue igualmente útil para superar divisiones internas, y también para configurar un sentido de misión: justificaba la intervención política en 1964 y la dictadura, y les garantizaba a los oficiales un rol como defensores del orden. Servía, también, para justificar su compromiso en actividades de búsqueda de información y represión política, que por entonces eran tareas que realizaban repetidamente los militares.

El “revival”: ¿ola o espuma?

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Con la salida de los militares del poder y la redemocratización, el peligro rojo se había vuelto secundario en el debate político y aparecía con menor frecuencia en las manifestaciones públicas.

Por eso sorprendió la fuerza de la movilización anticomunista contra la candidatura de Dilma Rousseff en 2014. En ciertos momentos de la campaña electoral dio la impresión de que Brasil volvía de forma bizarra a 1964; tal fue la intensidad con la que ciertos actores blandían argumentos anticomunistas. En las calles de algunas ciudades, por ejemplo, los militantes antipetistas gritaban “váyanse a Cuba” cuando encontraban a sus adversarios. El fenómeno fue especialmente fuerte en las redes sociales, y surgieron innumerables comunidades virtuales que repetían ataques anticomunistas.

Antes de intentar explicar el fenómeno, vale la pena compararlo con la tradición anticomunista anterior. La sensibilidad religiosa, aunque estaba presente en las manifestaciones de 2014, perdió su lugar de preeminencia. Los argumentos liberales contra el comunismo asumieron una posición destacada y una influencia sensiblemente mayor que en los períodos anteriores, lo que revela cambios importantes en los valores de la sociedad brasileña. La defensa de las virtudes del mercado, acompañadas de críticas al Estado a su supuesta ineficiencia, sensibilizan a mucha más gente que en las décadas pasadas.

El miedo a las fuerzas extranjeras sigue allí, pero con algunas peculiaridades. La amenaza externa ya no es la Unión Soviética, evidentemente, ni tampoco China. Cuba, sin embargo, permanece presente en el imaginario anticomunista, a pesar de su fragilidad y de sus recientes cambios de rumbo. La contratación de médicos cubanos para atender zonas carenciadas en Brasil fue útil para los que querían imaginar pruebas de la infiltración comunista. En la línea de la amenaza externa también es movilizador del peligro “bolivariano”, que es asociado, torpemente, a la tradicional amenaza roja.

¿Cómo explicar este panorama y qué desdoblamientos futuros podemos esperar? Primero, hay que apuntar a la expansión de la influencia de los valores de derecha, cuyo impacto político y cultural es visible en Brasil y en muchas partes del mundo. Aun en espacios tradicionales de la izquierda, como las universidades, se percibe la intensificación de los discursos conservadores. Eso significa que hay un núcleo ideológico que da sustento a las campañas, que alimentó el temor al ala izquierda del gobierno de Rousseff, por más débil que haya sido.

En tanto, también es fuerte la marca de la industria anticomunista. Más allá de casos individuales, como blogueros y gurús de la derecha que se ganan la vida explotando y provocando el miedo ajeno, lo más significativo es la manipulación con fines electorales. Además, la buena recepción de los discursos anticomunistas se debe al sentimiento difuso de disconformidad con los cambios implementados por el PT, que facilitaron el ascenso social de personas pobres y no blancas. Por lentos que sean, tales cambios hieren la sensibilidad de segmentos privilegiados que, acostumbrados a una desigualdad abismal, reclaman contra el “comunismo”.

Las manifestaciones anticomunistas de estos años no tienen la fuerza de ocasiones anteriores. Primero, porque la sensación de “peligro” no es convincente: los comunistas verdaderos son poco influyentes, ya no existen fuerzas comunistas extranjeras poderosas, no hay más potencias empeñadas en sostener cruzadas anticomunistas y los militares en activo no parecen creer que la patria corra peligro por culpa de los rojos. El gobierno de Dilma no demostró interés por políticas radicales, sino sólo por disminuir algunas desigualdades sociales. Recordemos que luego de ser reelecta, Rousseff intentó calmar a sus críticos (y al mercado financiero) nombrando ministros liberales y conservadores.

Una reedición de 1964, en suma, no era probable por la vía del anticomunismo, que carecía de la consistencia de otras épocas, generando la sensación de superficialidad y fugacidad. El riesgo más grave, sin embargo, también había estado presente en los años 1960: las acusaciones de corrupción.