Según la filósofa española Celia Amorós, “si se quiere la democracia, se quiere el feminismo”. Este término, tan latente en la actualidad, parece no entenderse del todo e incluso llega a ser rechazado por algunos. No solamente lo niegan aquellos que no están a favor de la igualdad entre varones y mujeres, sino también muchas personas que promueven la equidad de género –es decir, que son feministas– pero no quieren sentirse identificados con esa denominación.

Empecemos por el encuadre básico: feminismo no es machismo pero al revés. Tampoco es lo opuesto. Estos términos no son correlativos, aunque el feminismo surja para hacer frente al machismo reinante.

Según la Real Academia Española (RAE), “feminismo” es el “principio de igualdad de derechos de la mujer y el hombre”. El concepto surge en Francia en el siglo XIX como sinónimo de la emancipación de la mujer. En aquel entonces se relacionaba prácticamente sólo al derecho al voto y a la participación política.

Hoy refiere a la idea de promover los derechos de las mujeres, esos que el patriarcado nos ha quitado, como el derecho a una vida libre de violencia, que implica, por ejemplo, que no seamos asesinadas por el hecho de ser mujeres. También la libertad, condición fundamental, necesaria para poder vivir con igualdad de oportunidades.

El patriarcado es el poder que ejerce el varón sobre la mujer. Esto genera una cultura machista, y viceversa. La RAE define “machismo” como la “actitud de prepotencia de los hombres respecto de las mujeres. Son las prácticas y comportamientos que resultan ofensivos contra el género femenino”.

El término “machismo” viene de antaño. Es normal que lo naturalicemos, pues nos es absolutamente familiar. Parte del poder de los varones sobre las mujeres por considerarlas objetos de su propiedad. El feminismo provoca que nos detengamos en su nomenclatura, que sugiere poder femenino –pero no superioridad de la mujer sobre el varón–. Este empoderamiento genera inseguridad en la cultura machista. Quizá porque somos animales de costumbre y todo cambio es atravesado con temor.

El androcentrismo existente posiciona al varón como dueño de todo, y ese todo nos incluye. La igualdad se consigue intentando posicionar al grupo menos privilegiado en el mismo nivel que el otro, logrando entonces que las mujeres accedan a los mismos derechos que el grupo que los tiene todos (el de los varones).

Somos feministas (mujeres y varones) porque queremos un mundo equitativo, pacífico y ordenado. Deseamos que la mitad de la población mundial no pase por situaciones de violencia por ser (haber nacido o sentirse) mujer; gobernar sobre nuestros cuerpos –elegir cómo vestirnos sin sufrir acoso permanente, no ser cosificadas ni consideradas objetos, decidir sobre nuestra maternidad, si es que tomamos esa opción–; llevar adelante nuestra identidad de género y nuestra sexualidad; poder caminar tranquilas por la calle; no tener miedo a ser violadas ni asesinadas. También queremos acceder a cargos de decisión en política, en el deporte, en la sociedad en general. Todos estos elementos podrían contribuir a dejar de lado la dictadura patriarcal en la que vivimos, en la que ser mujer es sinónimo de debilidad, sumisión y desvalorización continua.

El feminismo es un concepto básico. Es una lucha profunda que debe aprenderse y expandirse. Pero, sobre todo, no debe ser ridiculizada. Declaraciones erradas, como las de la vicepresidenta Lucía Topolansky, no pueden ser toleradas: “Yo no soy feminista, no me gustan los extremos. Yo soy defensora de la mujer, que es un concepto diferente”. Esta frase, llena de contradicciones, denota la ignorancia conceptual de aquellos que toman las decisiones en el país. También pone en evidencia la necesidad de rechazar el feminismo por miedo a no agradar al mundo de los desiguales. El feminismo al que tanto temen es tan extremo que refiere a la simple “idea radical de que las mujeres también son personas”.

Como dice Celia Amorós en Notas para una teoría nominalista del patriarcado: “Las mujeres tenemos todavía mucho que pensar y dar que pensar para salir del lugar de lo no-pensado. Del lugar del no-reconocimiento, de la no-reciprocidad, de la violencia. El feminismo, como todo proceso emancipador, es fuente de pensamiento interpretativo, suministra nuevas claves de desciframiento de lo real en tanto que es un proyecto de reconstrucción de la realidad social sobre la base de nuevos e insólitos pactos... Pactos donde lo pactado –y, por ende, lo excluido como sujeto activo del pacto no fueran las propias mujeres como genérico–. Una sociedad, en suma, no constituida por pactos patriarcales”.

Por todo esto hoy tomamos la calle, porque también somos dueñas de ella. Tenemos capacidad para ocupar los espacios. Hoy paramos y dejamos libres nuestros puestos de trabajo para que produzcan sin nosotras. Para que todos podamos reconocer que existimos y valemos. También para que reconozcan que somos lo mismo –personas– y que queremos tener los mismos derechos.