1

Este monstruo con ojos de vidrio astillado, empañados por el salitre del mar y la mierda de los insectos. Este pozo. Esta trampa de ladrillo y revoques que se desmoronan. Estos pisos de cemento cuarteados por grietas, a punto de abrirse como bocas descomunales; listos para tragarse las mesas, los roperos y las camas de hierro con sus colchones rellenos de lana. Muebles y huéspedes cayendo al fondo de su estómago de arena mojada y secretos mohosos. Al sedimento de caracoles y crustáceos milenarios, a la tumba olvidada de un infante desconocido, sacrificado para complacer a los humildes demonios menores de las construcciones. Aquí la vieja casa de playa de la familia, dice la Joven Emilia, y se cubre con una manta raída.

Afuera está la noche rondando la casa, fiera y silenciosa como una bestia al acecho. Afuera está el invierno presionando sobre las ventanas con sus dedos flacos. El viento helado soplando desde el mar, el olor de las algas muertas y los huesos de los pescados.

Adentro, unidas por el silencio tangible, están la muchacha de la manta y Equis, envueltas en luz de farol y humo de cigarros, atraídas por el vuelo de una mariposa nocturna que atraviesa, una y otra vez, la llama de una vela, hasta caer con las alas chamuscadas. Hasta ser sepultada bajo las colillas en el cenicero.

En la trampa, en el pozo, detrás de los ojos de las ventanas, vestidas de luto riguroso están las dos, decididas a ocultarse del resto del mundo durante un par de días con sus noches, antes de que el océano las separe.

2

Cuando el silencio pesa demasiado y las encorva, la Joven Emilia murmura que la casa gime y las cosas se mueven sin que nadie las toque. Que las puertas se cierran solas y las bombillas eléctricas estallan al encenderse. Que la casa está habitada y a la vez está vacía. Envuelta en su manta deshilachada, dice que desde que era niña la casa pretende atraparla. Que desde entonces le teme; que sin embargo retorna a veces, atraída por un influjo desconocido. Pero que ya nunca volverá.

Equis enciende cabos de vela y los deja sembrados en los rincones, para desplazar las sombras que tanto inquietan a la Joven Emilia. Equis ilumina su cara desde abajo. La Joven Emilia puede verle la piel acalorada. Se deja llevar, atontada por el vino y las pastillas, flotando sobre las palabras que salen envueltas en diminutas nubes del aliento de la boca de Equis, embriagada por esa voz que entra como aceite perfumado y tibio por el canal de sus oídos y por todas las hendiduras de su cuerpo.

Equis la abraza, temiendo que sus manos se detengan en un punto prohibido sobre el campo minado del cuerpo. Lo hace con toda la delicadeza que puede reunir; como una santa medieval acariciando las llagas de un leproso, emanando olas de amor extraterreno. Siente el olor del pelo y los temblores de la piel. El sollozo que se anuncia desde las profundidades.

Las lágrimas caen. La Joven Emilia aprieta los párpados con fuerza para contener toda esa agua, sintiendo el pinchazo de las pestañas duras de rímel. Una mano de Equis escapa con esfuerzo de entre su encierro de brazos y piernas. Se desliza por la espalda ajena, abriéndose paso entre la carcasa de ropa y la espina dorsal, hasta el lugar exacto donde siente, de pronto, la ausencia de un par de alas de lustrosas plumas negras.

3

Cuando Equis deposita a la Joven Emilia en una de las camas, nota que a pesar de su estado, de su incapacidad para sostener la cabeza, las manos de ella se aferran a su ropa. Debe abrir dedo por dedo para liberarse. Los ojos de la Joven Emilia, entreabiertos, miran desde un abismo hacia un punto situado a años luz del techo. Junto con los dedos de uñas negras, que se mueven como las extremidades de un insecto moribundo, los ojos parecen lo único de ese cuerpo que permanece de este lado de las cosas.

La Joven Emilia se hunde sobre las sábanas, envuelta en el nido oscuro de las ropas y del pelo. Se amustia hasta encogerse como un feto. Equis le limpia los rastros de vómito de las mejillas y los labios, con la punta de la sábana. La abriga con colchas floreadas. Le desata con paciencia los cordones de la botas. Se sienta a fumar en el piso.

En esta sala sin farol ni velas, la luz azulada de la luna parece bendecirlas; parece protegerlas del mar rugiente y el frío.

4

Cuando amanece, el sol se filtra entre las cañas del fondo. La casa se va apaciguando, como un niño vencido por el cansancio y el sueño, dice la Joven Emilia, mientras se lava la cara con agua helada. Lo que habita la casa por la noche, repta hacia el fondo del terreno, hacia un pozo en la arena oculto entre la maleza y las flores salvajes.

Equis enciende un cigarrillo. Aunque lo intenta, no encuentra indicios de las manifestaciones siniestras de la casa. En cambio ve la luz solar iluminando las salas, las paredes blancas, la calidez de los muebles viejos, ve los ventanales abiertos a la espesura del monte. La misma Joven Emilia, parece despojada de las sombras que la rodeaban; se demora maquillando sus ojos, planeando las excursiones que harán por el balneario vacío.

5 Durante el paseo por la playa, la Joven Emilia comienza a narrar una leyenda local: hay tres púberes, una niña y dos niños, habitando una casona en ruinas.

Una noche la niña despierta sobresaltada: escucha sonidos extraños que vienen del monte detrás de la casa. Los niños duermen. Ella se interna en la maleza con un farol, acompañada por los gatos de la casa. En el relato se menciona que otros ojos de gatos, luminosos, la observan desde los árboles. Se puede deducir, dice la Joven Emilia, que esas criaturas conducen a la niña a cierto lugar donde se encuentra un arbusto muy frondoso. De este arbusto, surge lo que en la leyenda llaman una “flor carnicera” y en otras versiones, “una docena de ratas furiosas anudadas por las colas”.

Esta entidad que no se describe arrastra a la niña consigo, “dejando un rastro de lágrimas y hierbas sanguinolentas”. A los pies de un gran árbol le arranca la ropa.

Lo que sigue en el relato es un giro fantástico, donde la percepción de la niña se desplaza de su cuerpo de pronto hendido, al cuerpo de un animal pequeño, una alimaña que logra escapar trepando por el tronco, mientras, “manchada de barro tibio”, la niña es ultrajada.

La Joven Emilia enciende un cigarrillo y hace una pausa extensa. Simula interesarse por el vuelo de las gaviotas sobre la costa o por las huellas de sus botas militares en la arena húmeda. Observa a Equis de reojo, que en cambio, se desplaza por la parte seca, silenciosa, enfundada en su chaqueta de cuero.

Luego de una búsqueda angustiante, llena de señales y presagios oscuros, los niños encuentran a la niña desaparecida, “allí donde crecen alto los juncos y el viento se debilita”, dice la Joven Emilia señalando un pequeño valle oculto entre las dunas. La niña los invita a acostarse a su lado y mirar juntos el pasaje y la evolución de las nubes.

La Joven Emilia corre hacia las dunas. Pierde el cigarro que lleva apretado entre los dientes. Pierde la manta gris, tomada de pronto por una ráfaga que la lleva hacia la costa. La manta espanta a las gaviotas que, quejándose, levantan vuelo y se dispersan en el cielo color plomo. La Joven Emilia se tiende en la arena. Equis permanece de pie a su lado, fumando. Cuando el frío excesivo y la inactividad transforman todo en un acto sin sentido, la Joven Emilia se pone de pie y vuelven juntas a la playa a buscar la manta. La encuentran enganchada a unos tablones chamuscados, junto a las rocas.

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6 La Joven Emilia vuelve a la narración camino a la casa. Cuenta como las rutinas de los tres niños se van alterando hasta el desequilibrio y una inclinación clara hacia las ocupaciones dañinas y primitivas. Cuenta como a partir de los sucesos y del abrupto descubrimiento de ciertos cambios en el cuerpo de la niña, se manifiestan en ellos tensiones desconocidas, que los empujan a ceremonias de autocastigo, torturas e intentos de sofocación.

En cierto momento, que coincide con el evento de la menarca, la niña decide pernoctar en un árbol cercano a la casa. No está claro en el relato cuánto tiempo permanece en ese lugar. Pero se informa que construye un nido en las ramas y duerme acompañada por los gatos. No se aclara si se trata de los mismos animales que la condujeron al arbusto que escondía al atacante.

Aquí, según la Joven Emilia, hay uno de esos paralelismos inquietantes, o uno de esos movimientos pendulares en el desarrollo de los hechos, que la intrigan profundamente.

La Joven Emilia conduce a Equis al interior de un monte cercano. Todo indica que sus recorridos están preparados de manera cuidadosa para que coincidan con las locaciones del relato. Avanzan por un camino sinuoso y estrecho, entre las plantas cola de zorro y las ramas de las acacias.

Al llegar al centro del monte, donde la Joven Emilia pretende mostrar un pino de forma caprichosa que podría albergar al nido de una niña dormida, ve que han construido allí una casilla de madera y chapa.

De las ramas bajas de los arbustos, cuelgan alambres con ropa de niños y adultos secándose al sol.

Pronto escuchan la voz de una mujer. La Joven Emilia, contrariada, toma a Equis de la mano y trata de rodear la casilla para apreciar el árbol indicado. Una niña pequeña con abrigo verde las descubre; las sigue a distancia prudente protegida por la vegetación, mientras ellas se alejan por otro sendero, hasta que salen del monte a una calle lateral.

Camino a la casa, el andar de la Joven Emilia tiene algo de furtivo, tal vez por la forma en que apura el paso e inclina su cuerpo hacia adelante, mientras, retomando el hilo del relato, señala que esos desarreglos de los sentidos y las prácticas a las que se entregaron los tres niños en la casona en ruinas, luego de superados los inconvenientes de las heridas y las riñas, los conducirá, con determinación, a un saludable propósito.

Ya en la casa, sin recuperar el aliento, la Joven Emilia enciende un cigarro. Con los ojos brillantes le cuenta a Equis cómo los niños se acercan a una casilla de madera junto a las rocas de la costa, de la misma forma que lo haría una manada de gatos salvajes. Le explica cómo acechan en la puerta, armados con palos, cuando la casilla es incendiada. La Joven Emilia ríe y llora cuando describe al hombre que se desangra en la orilla del mar, con los labios cosidos con anzuelos oxidados, ya ahogado con su propio pene cercenado en la garganta.

7

La Joven Emilia y Equis han visto desde la casa cómo en el monte vecino la niña del abrigo verde gatea sobre el colchón mojado de la hojarasca. Entre las frías sombras cosidas a la base de los pinos. Va hurgando en los huecos de la arena con una vara en sus manos. El vestido de franela dos talles más chico. El abrigo verde de lana apelmazada. La boca entreabierta. Un par de surcos de moco endurecido. Los ojos inquietos, iluminados. El cerebro zumbando como un avispero, oculto en el pequeño cráneo, bajo la pelambre quemada por el verano pasado. Despeinada por todos los vientos de sus cinco o seis inviernos.

8

Cuando comienza a anochecer, la Joven Emilia ve cómo las luces van siendo disueltas en la oscuridad. Ve cómo la casa se ensombrece y todo a su alrededor muestra la cara que ocultó durante el día. Lo que despierta e invade la casa parece provenir ahora del lugar donde está sentada. Puede sentirlo utilizando su propio cuerpo como un pasaje o un puente, y luego emanando desde un punto preciso de su vientre. Es la última noche con Equis. Siente frío, siente calor y siente miedo. Sabe que va a desintegrarse. Que cada una de sus partículas va a ser devorada definitivamente.

La Joven Emilia mira las líneas en el suelo. La blancura ósea de las paredes desnudas. Como lo haría un felino, se acerca a la espalda de Equis, envuelta en un halo de humo de cigarros. La atrapa, la abraza con fuerza inusitada, le lame los labios, la alienta con maullidos, evita mirarla a los ojos. Se incorporan como un solo cuerpo deforme y torpe, se trasladan sin soltarse apoyándose contra las paredes. Caen los abrigos junto a las velas en los rincones, en los espacios vacíos atrapados entre los muebles. La cama cruje, se derrumban entrelazadas sobre las sábanas. La Joven Emilia ve cómo una sombra furiosa escala las paredes y se concentra en el techo de la sala. Luego la ve cuando se retuerce como un millar de serpientes incendiadas. Cierra los ojos con fuerza, empujando el cuerpo de Equis hacia su propio centro, voraz como flor carnívora, cruzándole sus piernas por detrás, el cuero de las botas frotando la piel hirviendo.

Cada segundo que se consume, cada gota de sudor y de saliva evaporándose sobre las carnes, cada temblor y cada mordida, las acerca a un lugar fuera del mapa conocido. Una voluntad mayor las impulsa. Ajena, inquebrantable y despiadada. Al ritmo de las olas golpeando contra las piedras, hasta volverlas arena tersa y mojada.

Del otro lado de la ventana, detrás de la cortina improvisada con pañuelos de la India, la noche se traga la mitad del mundo y la devuelve al instante, igual y diferente.

9 La Joven Emilia no quiso acompañar a Equis cuando marchó hacia la parada del bus. Equis se alejó por la calle cargando el bolso de marinero. No se protegió de la llovizna escasa. Ni esquivó los pozos llenos de agua rojiza. Nunca miró hacia atrás.

La Joven Emilia esperó que las raíces de los pinos se enroscaran en sus piernas para detenerla. Que una bandada de gaviotas torciera su camino y la enviara de vuelta.

Esperó bajo un árbol de acacia. Quince minutos. Una hora. Después tres.

No dejó de pensar en Equis estirando las piernas en su asiento de clase turista. Mirando los labios de la azafata y el chaleco salvavidas. Mirando la amena revista de a bordo. Las maravillas de la cocina vegetariana. Las fiestas cerveceras del mes de octubre. La Selva Negra y sus maestros relojeros. Las noticias sobre el muro recién derribado.

Pensó en Equis y en su vida partiéndose convenientemente en dos. En Equis dejándola abajo y atrás. Por arte y prodigio de la ingeniería, la física aplicada y un préstamo que nunca va a devolver.

Pensó en Equis en su asiento de avión que da al pasillo. Tensa como en un roñoso bus de línea suburbana. Indecisa entre el café aguado o el whisky y las pastillas que esconde en un bolsillo oculto de su legendaria campera de cuero de potro. Pensó en Equis tratando de quedar dormida, para sólo despertar en el momento exacto, cuando el aeropuerto la escupa de cara al bullicio de una calle europea, como una forma curiosa de renacimiento. Pensó en Equis en una esquina sórdida y pintoresca, respirando bajo la llovizna su primera bocanada de aire alemán, filtrada por el tabaco de su cigarro, parándose el penacho descolorido con una mezcla de jabón y restos de líquido amniótico.

La noche se vuelve una sola sombra, una capa extendida sobre las cosas. La Joven Emilia trata de pararse. Se esfuerza como una anciana, encogida bajo la ropa mojada. Convertida en un mueble roído, jalado desde el interior de la casa por cuerdas invisibles. Débil y frágil, como un fantasma en estado de disolución. Vacía de lágrimas, reseca, con los ojos astillados. Dejando atrás, a los pies de la acacia, las colillas de los cigarros, la botella de vino con pastillas disueltas y una meada que se tragó la arena. Queda abandonado sobre el pasto aplastado como un nido, el tiempo aquel en que era socorrida por manifestaciones celestiales, que iban cubriendo con sus ropajes los pozos en el camino, abriendo los paraguas a su paso, defendiéndola de las aves de rapiña y las ramas estranguladoras de los árboles malignos.

10 (Volví a la casa y encendí una vela. La luz sorprendió a la intrusa, a la niña del monte. Una lata de atún rodó hacia un rincón y fue devorada por las sombras. La niña, encogida bajo una mesa, escondió las manos dentro de las mangas. Mis garras o unas súbitas corrientes de aire, cerraron la puerta sin golpearla, gimiendo sobre sus bisagras. Me arrastré hacia ella sobre el piso lleno de grietas, con la carne cuarteada por el salitre del mar y las picaduras de los insectos. Detrás de su pelo enmarañado, colgando como un velo untuoso y deshilachado, estaban los ojos de una alimaña atrapada.

La casa se va cerrando despacio sobre nosotras. Así la noche afuera, envolviendo las sombras del monte, las ranas croando en las cunetas, los helechos plegándose en espiral, los pájaros tímidos durmiendo en los nidos. Dentro de mi pecho, enquistado bajo los pezones, se vuelve sólido el producto de dos o tres decisiones profundas. De diez o veinte casualidades de dudosa fortuna. De cientos de movimientos involuntarios. De varios miles de consecuencias inevitables.

Me acerco a la mesa lentamente. La niña se abraza las piernas recogidas contra el pecho. Se encorva. Puedo sentir la presión de sus dientes apretados, la presión de sus ojos fijos en mí, en la extraña que le extiende una mano de uñas negras.

Puedo oler lo que late bajo su abrigo verde, bajo su propia ropa mojada).

11 Cuando la Joven Emilia despierta en el monte bajo la hojarasca de un pino caído, nota que ha perdido una de sus botas. Estira un brazo. El dolor la atraviesa. Toca la media húmeda y rota que deja desnudos los dedos del pie. Un tráfico alocado de insectos diminutos recorre la arena, peligrosamente cerca de su mejilla derecha. Los pájaros trinan alertados por los rayos de luz del amanecer, los filamentos débiles del sol invernal. Al mirar los troncos de los árboles, disparados desde el suelo hacía el cielo oculto detrás de las ramas, siente vértigo. Luego la náusea. Un vómito repentino la devuelve al mundo frío. A la corriente de resaca que vuelve de la costa al mar, dejando abandonados y expuestos los cortes en la piel, el dolor en la cabeza y los huesos, las puntas de los palos, los pastizales afilados, las uñas sucias de la niña muda, los vidrios rotos de la ventana, los restos del manto desgarrado de la noche, la ropa helada y ceñida de la soledad.

La niña mira a la Joven Emilia desde una ventana de la casilla de sus padres. Traza cinco líneas verticales en el vidrio empañado por el aliento. Una con cada dedo de la mano. Encierra a la muchacha de negro detrás de las rejas de una jaula transparente. La Joven Emilia se levanta. Despacio. Como un animal recién parido. Enclenque y temblorosa. “Dejando un rastro de lágrimas y hierbas sanguinolentas”, se aleja rengueando por un camino que sólo la lleva a lo más enmarañado del monte.

De un solo movimiento circular, la niña borra las líneas en el vidrio con la manga de su abrigo.