En los últimos años, el debate sobre las desigualdades en la sociedad ha cobrado una especial relevancia, no solamente por razones vinculadas a la justicia social, sino por sus efectos negativos sobre el crecimiento sostenible, la cohesión social y la democracia. En especial, la discusión sobre el desarrollo económico y social en América Latina ha incorporado la desigualdad como una de sus principales limitantes y, por tanto, se señala la necesidad de combatirla.

Sólo recientemente este debate ha comenzado a incorporar de manera integral no solamente las desigualdades económicas, sino aquellas que derivan del género, la pertenencia étnica y racial, las diferentes etapas del ciclo de vida de las personas y el territorio.(1) Las desigualdades de género y la limitación al acceso y ejercicio de derechos por parte de las mujeres que estas implican se han colocado como un tema de agenda pública por las organizaciones sociales de mujeres y feministas, en tanto suponen un severo déficit para la democracia y la ciudadanía.

La economía feminista

Las desigualdades de género en el ámbito de lo económico han formado parte de los análisis críticos que se remontan a finales de los años 60. A partir de principios de los años 90 surge el término “economía feminista”, que tuvo un fuerte impulso con la creación de la Asociación Internacional de Economistas Feministas en 1992 (www.iaffe.org) y de la revista Feminist Economics en 1995, seguida por la Conferencia Mundial sobre la Mujer de 1995 en Beijing.

Esta corriente de pensamiento, si bien retoma en muchos aspectos los cuestionamientos de diversos enfoques teóricos que se han hecho a aspectos centrales de la disciplina económica, hace aportes específicos. Por una parte, devela y critica su sesgo androcéntrico y define de manera más amplia lo económico, prestando fundamental atención a las actividades “invisibilizadas” históricamente y realizadas principalmente por las mujeres; presta atención a las relaciones asimétricas de poder entre hombres y mujeres para cuestionarlas. Sostiene que la economía no solamente funciona en base al objetivo de maximización de las ganancias, sino también al trabajo orientado a la provisión de cuidados de las personas y a la solidaridad.

Las relaciones desiguales de género se expresan entre otros aspectos en la distribución de los trabajos (remunerados y no remunerados), en su valoración social y económica, en la distribución de ingresos, recursos económicos y activos de diferente tipo.

Desigualdades cruzadas

Las relaciones de poder asimétricas entre hombres y mujeres y las desigualdades que de ellas derivan se entrecruzan con las de clase, territorios, razas, etnias; son constitutivas de la sociedad y del sistema económico, no son fallas ni casualidades. La investigación de carácter empírico ha mostrado estas desigualdades como rasgos estructurales y presentes en las sociedades a nivel global, lo que se evidencia en las brechas entre hombres y mujeres en los indicadores del mercado laboral (participación, empleo, desempleo, remuneraciones), en las diferencias en la inserción laboral desde el punto de vista jerárquico y en el acceso a recursos económicos y financieros. Estas características del sistema de relaciones de género no son ajenas al funcionamiento y la forma de organización de la economía. Por ejemplo, diferentes estudios señalan cómo las menores remuneraciones de las mujeres en relación con los hombres han favorecido el desarrollo de ciertas industrias de exportación y la competitividad por medio de los menores costos laborales.

Si bien puede decirse que, por ejemplo, en Uruguay las diferencias de género en promedio han tendido a disminuir en el mercado laboral, cuando se analizan diferentes indicadores según el estrato socioeconómico de pertenencia de los hogares se observa que para las mujeres de menores ingresos, menos educadas y con más hijos las diferencias son más amplias y se ensanchan las brechas entre ellas y aquellas de estratos más altos y con mayores niveles educativos.

Trabajos, tiempos y autonomía económica

La división sexual del trabajo en los hogares asegura un trabajo doméstico y de cuidados que contribuye a la reproducción biológica y social y de la fuerza de trabajo que se desarrolla en el seno de la familia mediante un trabajo no remunerado y asignado socialmente de manera principal a las mujeres. Esto ha significado que los hombres deban asumir un papel de proveedores en base a pautas culturales, valores y normas sociales, y las mujeres el rol de cuidadoras. Esta división sexual se traslada al mercado laboral, donde también se considera que existen actividades masculinas y femeninas. El mercado, de este modo, transmite y refuerza las desigualdades de género en los hogares y en el sector productivo.

La división sexual del trabajo, junto con el sistema de valores, históricamente ha mantenido excluidas total o parcialmente a las mujeres de la participación económica en actividades de mercado y de la participación social y política. Esto ha tenido consecuencias negativas para las mujeres, en la medida en que han permanecido con cierto grado de dependencia hacia los hombres en los hogares, y en tanto en el mercado laboral han sido segregadas a un conjunto de ocupaciones consideradas femeninas que se encuentran subvaloradas en términos monetarios, y con frecuencia en condiciones precarias. Ejemplo de ello es el empleo en el servicio doméstico, que hasta hace pocos años ni siquiera gozaba de los mismos derechos amparados por la ley que el resto de la población ocupada.

La evolución reciente de las sociedades da cuenta de que este modelo “ideal” está lejos de ser real, porque las normas sociales no son leyes naturales y, por tanto, han ido cambiando; las mujeres estudian y desean trabajar en forma remunerada, y la mayoría necesita hacerlo para solventar los gastos del hogar y los propios. Se han dado grandes cambios culturales respecto de la defensa de los derechos de las mujeres, y entre ellos el derecho a participar en las diferentes arenas de la vida en sociedad, incluyendo la económica. Sin embargo, persisten desigualdades importantes en las oportunidades laborales y de obtención de ingresos de las mujeres, mientras que a los hombres se los mantiene alejados de la familia, los cuidados, el mundo de lo afectivo. Esta situación se ha ido modificando y lo hará más, a partir del cambio en las normas formales e informales y en las prácticas cotidianas.

Las desigualdades de género, además de relegar a las mujeres de manera injustificada, impiden una mejor distribución del ingreso, su aporte al crecimiento y al bienestar general. En este sentido, el objetivo principal de la economía desde la propuesta feminista radica en la sostenibilidad de la vida, lo que requiere avanzar en políticas públicas de corresponsabilidad con la reproducción biológica y social.

El bienestar de los seres humanos no depende exclusivamente –ni mucho menos– de los ingresos monetarios de los que disponen para adquirir bienes y servicios en el mercado, sino también de otros elementos vinculados al acceso a servicios públicos, alimentos y trabajo no remunerado en los hogares. De hecho, la mayor parte de las tareas que atienden las necesidades de reproducción de la vida se dan fuera de los mercados. Algo que parece tan obvio ha debido, sin embargo, destacarse especialmente para poner en evidencia una parte de la producción y la reproducción económica, social y biológica que se dejó al margen del análisis económico, esto es, fuera de las fronteras de la economía.(2)

La economía del cuidado

La “economía del cuidado” es un concepto impulsado desde la economía feminista que ha permitido articular demandas de equidad de género y abrir espacios de diálogo con las políticas públicas. Se entiende por cuidados las actividades que se llevan a cabo y las relaciones que se entablan para satisfacer las necesidades materiales y emocionales de los seres humanos. “La ‘economía del cuidado’ tiene la ventaja de aunar los varios significantes de ‘economía’ –el espacio del mercado, de lo monetario y de la producción, allí donde se generan los ingresos y donde se dirimen las condiciones de vida de la población– con el ‘cuidado’ –lo íntimo, lo cruzado por los afectos, lo cotidiano–”. (3)

La interacción entre economía del cuidado y sistema económico en su conjunto es una preocupación por la sociedad del futuro y puede o no contribuir al objetivo del desarrollo humano sustentable. Implica explorar y comprender los nexos entre las dinámicas laborales, demográficas y de la producción de mercado y la forma en que se organiza la sociedad para asegurar la reproducción social, en el día a día y a través de las generaciones. La preocupación por la sostenibilidad de la vida desafía las formas tradicionales para asegurar la provisión de los cuidados, de manera de atender las necesidades de cuidado de las personas dependientes –niños, enfermos, ancianos, personas con discapacidad–, pero también de los no dependientes y de quienes se hacen cargo de esos cuidados, poniendo especial énfasis en la noción de interdependencia.

El cuidado está fuertemente atravesado por lo social, tanto en términos de género como de clase, y por lo público, en tanto depende de las políticas que impactan directa e indirectamente en su provisión. La desigual distribución en términos de género del trabajo doméstico y de cuidados se encuentra en el origen de la posición subordinada de las mujeres, y de su inserción desventajosa en la esfera de la producción. Pero también es injusto cómo se distribuyen los cuidados, es decir, cuánto y cómo somos cuidados dependiendo de la clase social a la que pertenecemos, el género y otros factores sociales.

Entre los conflictos distributivos que cruzan al sistema económico (capital real y financiero, capital y trabajo, clases sociales, varones y mujeres), la economía del cuidado pone en el centro “el conflicto entre la producción (con sus tensiones entre ganancias y remuneraciones) y la reproducción (o las condiciones de vida entendidas en un sentido amplio, sostenidas con ingresos y con trabajo de cuidado no remunerado)”.(4) Las inequidades de ingresos, laborales y en los hogares constituyen un aspecto central del funcionamiento económico; en ese marco, las desigualdades de género en el trabajo no remunerado y de cuidados, que por sí mismas dan lugar a desigualdades de ingresos, “se sobreimprimen sobre las desigualdades en los ingresos laborales, reforzándose mutuamente”.(5)

La apuesta de la economía feminista

Si, como señala la economista May,(6) el objetivo de la economía feminista es desafiar el orden social existente –que la disciplina económica ha contribuido a “construir y legitimar sutil y cuidadosamente”–, ello implica cuestionar las relaciones de poder vigentes en diferentes ámbitos, desde el más privado hasta el público. Implica apostar a la igualdad de derechos entre hombres y mujeres y a su ejercicio como condición imprescindible para una sociedad progresista e igualitaria, que aspire al desarrollo humano y sostenible.

Alma Espino es economista, docente de la Facultad de Ciencias Económicas y de Administración de la Universidad de la República. Integrante del Centro Interdisciplinario de Estudios sobre el Desarrollo, Uruguay.

(1) PNUD (2016). Informe regional sobre desarrollo humano para América Latina y el Caribe “Progreso multidimensional: bienestar más allá del ingreso”. Nueva York.

(2) Espino, A y Salvador, S (2013). “El sistema nacional de cuidados: una apuesta al bienestar, la igualdad y el desarrollo”. Julio de 2013. Serie Análisis No 4/2013. FES.

(3) Esquivel, V, (2012). “La economía del cuidado en América Latina: poniendo a los cuidados en el centro de la agenda”. Cuadernos de PNUD, Serie Atando cabos, deshaciendo.

(4) Esquivel, 2012, op. cit.

(5) Esquivel, 2012, op.cit.

(6) May, Ann Mari (2002). “The Feminist Challenge to Economics”. En Challenge, vol. 5, núm. 6, nov/dic. pp. 45-69.