Con una interesante cobertura de prensa, la iglesia católica presentó el miércoles un documento orientado, según dice desde el título, a construir “puentes de fraternidad en una sociedad fragmentada”. El texto, que lleva la firma de los obispos y arzobispos y está fechado en Florida el 14 de abril (día en que comenzó la Asamblea Plenaria de Obispos Uruguayos), comienza por agradecer a Dios “por la tierra en que hemos nacido y por la patria que hemos formado” y expresa el orgullo de la iglesia, “partera de la Patria”, por este bello milagro consistente en “ser oriental”. Dirigido, en principio, a la grey católica, el trabajo expone la visión de “la realidad” nacional actual desde la perspectiva de la iglesia y va mechando recomendaciones a los fieles y a la propia institución eclesiástica, aunque aclara que busca interpelar a todos los compatriotas para alumbrar así un “imprescindible diálogo”. Por cierto, el texto es breve y la lectura que hace de la realidad va directamente al punto por el que la iglesia dice estar más preocupada: la fragmentación social, que organiza de acuerdo a cortes tales como “el trabajo”, “la familia”, las generaciones (“el desbalance generacional”), “el campo y la ciudad”, “el territorio”, la inclusión (“el acceso a servicios y el papel de la educación”) y “la convivencia ciudadana”. Estos asuntos son atravesados también por la sensibilidad frente a la cuestión migratoria, y se hace referencia explícita a la llegada de “hermanos” de otros países, a los que se invita a recibir con amor y fraternidad.

No hay cómo no compartir el discurso de amor al prójimo y compromiso con el bien que postula el documento firmado por los obispos. Lejos de cualquier incitación a confrontar con este o aquel actor social, el texto se preocupa por llamar a la conciliación y a la compasión hacia los más débiles y discurre en un tono entre pedagógico y paternal (mucho más que fraterno) que opera colocando a la propia iglesia en el lugar de puente: es la pastoral, la prédica de la iglesia contenida en el documento la que cuenta a los ricos y privilegiados cuál es la situación de los pobres y menesterosos y, al mismo tiempo, tiende sobre estos últimos un manto protector para cobijarlos y evitarles males mayores.

En la iglesia católica, como es sabido, conviven las más diversas posiciones respecto de la “cuestión social” y cómo atenderla, y, por lo tanto, no tiene nada de sorprendente que a la hora de hacer un diagnóstico y ofrecer soluciones se busque compaginar esas visiones que no pocas veces han sido, desde un punto de vista político, radicalmente opuestas. El texto dado a conocer esta semana es suficientemente cauto, suficientemente tibio como para no escandalizar a tirios ni a troyanos, pero bien decía Desmond Tutu (que, por cierto, fue obispo y arzobispo, aunque de la iglesia anglicana) que la neutralidad en situaciones de injusticia equivale a elegir al opresor.

En los últimos años, dice el documento, Uruguay experimentó un crecimiento económico acompañado de medidas redistributivas que, sin embargo, no lograron terminar completamente con la pobreza y, sobre todo, no evitaron el aumento de la violencia en los más diversos ámbitos. Sentimos nostalgia del pasado, dice, y eso no es malo, a menos que nos paralice. O peor: nos impulse a “aferrarnos a respuestas que funcionaron en tiempos pasados pero ya no son adecuadas para responder al momento presente”. Este desolador paisaje de fractura social se explica, por ejemplo, por los cambios que se han producido en el universo del trabajo, pero lamentablemente esos cambios en el trabajo parecen no proceder, para los obispos, de ningún lado. Sencillamente, cambió el trabajo.

El cambio que afecta a la familia sí puede achacarse sin problema a “los embates que sufre desde distintas filas”, aunque el texto, prudentemente, evita entrar en detalles.

En cuanto a “el campo y la ciudad” (esa grieta), a la tensión histórica que está en el origen mismo de la patria (“la pradera y el puerto”, los dos polos del desarrollo nacional) y que incluye “fuertes desigualdades económicas” en las que no se profundiza, se suman factores tales como las “variables internacionales” y las “condicionantes climáticas” que –ya nos lo habían explicado antes otros actores– todo lo complican. En este caso en particular la iglesia es firme: “No es constructivo un espíritu de división que estigmatiza a quien está ‘del otro lado’”, así que la apuesta debe ser a encontrar caminos y “medidas concretas” que “ayuden a construir, cada uno desde su lado, el Uruguay que queremos”.

Respecto del territorio, es interesante la mirada que ofrece el documento: “Las familias de menores recursos han sido expulsadas hacia la periferia de las ciudades, mientras que entre los sectores de mayor poder adquisitivo crece la opción por los barrios privados”. ¿Capitalismo? ¿Mercado? ¿Sociedad de consumo? ¿Injusticia? ¿Explotación? ¿Especulación? No se sabe y no importa: el asunto es cómo hacer para que entre esos expulsados de la periferia y esos otros que se acuartelan en los barrios privados haya algún puente, alguna vía de intercambio, porque el problema es menos la injusticia flagrante de que unos vivan en la miseria y otros en el lujo que la tristeza de que no sea posible el encuentro. Y acá, creo yo, está el gran asunto de todo esto, porque la iglesia no reclama que cambien, necesariamente, las condiciones de existencia de unos y otros: lo que propone es que desde arriba se tienda la mano para que alguno de los que están abajo pueda trepar.

En El País de ayer se hace referencia al trabajo elaborado por la Conferencia Episcopal y se cita la mención del cardenal Daniel Sturla a “los proyectos educativos de los liceos Jubilar, Los Pinos, Francisco y Providencia”, emprendimientos privados que reciben gratuitamente a niños y jóvenes de escasos recursos y que son financiados mediante donaciones que habilitan una importante exoneración impositiva (para ser más precisos, una exoneración que supera 80% de lo donado, que es como decir que el Estado se hace cargo de ese inmenso porcentaje). “Soluciones privadas para los problemas públicos” es la consigna que proclaman los liberales de todo el mundo, y la iglesia sabe cómo meterse en ese esquema.

Así, sin convocar a la rebelión, sin aspirar a cambiar ninguna estructura, sin pretender modificar en nada las condiciones de reproducción de la miseria y la injusticia, la santa madre iglesia se empareja con las doctrinas de los globos amarillos (epa, epa, qué coincidencia) y aporta a la cruzada de la buena onda, la fraternidad y la paz social con un discurso bonachón y laxo, casi condescendiente, que termina por arrimar, como siempre, agua para su molino.

Mientras tanto, acá en el planeta Tierra hay ecuaciones que dejan, en cada minuto de cada día, a un montón de gente del lado de afuera de la fiesta. Hay violencia brutal y explosiva que irrumpe en los hogares (sobre todo), en los barrios y en todos los espacios compartidos y que se alimenta de la incapacidad de simbolizar y de la imposibilidad de proyectar la vida en una dimensión trascendente, que es como decir más allá de la urgencia y el hambre.

La iglesia es una institución política y no le hizo asco nunca a reclamar su lugar en el espacio público, tanto literal como metafóricamente. Deprime un poco que a la hora de tender la mano lo haga así, como quien pide primero, aunque diga que está cumpliendo con la generosa vocación de dar.