El singular trabajo de María Esther Gilio acopló su impronta autoral con la popularidad de lo simple, sorprendió por su insólita cadencia y agilidad, y la convirtió en una de las mayores entrevistadoras del Río de la Plata, siempre alejada de las presunciones o los tropiezos discursivos. Junto a gestos cotidianos y prácticas simbólicas que podían convivir en una misma escena, Gilio descubrió que podía acceder a conflictos internos y al soporte esencial de un oficio, mediante repreguntas aparentemente inocentes, sugerentes o audaces. Así, se acercó a personalidades que en su momento no eran contempladas por la crítica, como la actriz Isabel Sarli o los boxeadores Carlos Monzón y Ringo Bonavena, pero también a figuras emblemáticas como Vittorio Gassman, Gabriel García Márquez, Jorge Luis Borges, Aníbal Troilo y Juan Carlos Onetti (en este último caso, a lo largo de 27 años).

El año pasado, la periodista argentina Liliana Villanueva –que vivió cinco años en Montevideo– ganó el premio Casa de las Américas en el rubro testimonial por Lloverá siempre. Las vidas de María Esther (que, casualmente, también obtuvo Gilio en su primera edición, con La guerrilla tupamara, de 1970). Alternando memoria, entrevista, investigación y testimonio, Villanueva reconstruye el tono de María Esther y traza un largo monólogo que sigue el intenso trayecto de su biografía.

Gilio y Villanueva se conocieron en un ómnibus –que iba de Colonia a Montevideo– cuando hacía menos de una semana que la autora había leído su libro con entrevistas a José Mujica. “No podía salir de mi asombro: esa mujer tan excéntrica y divertida, esa señora elegante y de una inteligencia que me deslumbraba era María Esther Gilio, la [...] que había entrevistado a escritores, artistas, políticos y vedettes, prostitutas y migrantes para la revista Crisis”, que dirigía Eduardo Galeano, o para el semanario Marcha, con el que comenzó a colaborar en 1966. En el prólogo, Villanueva consigna que aún hoy se maravilla con la lucidez y la inteligencia de esa mujer “intrépida, que, sin que nadie se lo encargara, se metió con su carné de abogada en las cárceles, con los primeros presos del movimiento Tupamaros, para tomar testimonio de su martirio y dejar un registro de las torturas a las que los sometieron policías y militares”, y que entendió como pocos lo que estaba pasando, involucrándose “con su tiempo y con la gente sin perder nunca el humor, la curiosidad y las ganas”.

Lloverá siempre comienza con su historia familiar: su padre era profesor de boxeo y golpeador, y su madre una joven italiana que, con el tiempo, decidió divorciarse, pero aún así no logró despuntar la desgracia; años después, la asesinó su novio, ofuscado porque lo dejaría. Estos datos se alternan con apuntes propios de Gilio –como “mi madre quería separarse porque mi padre era muy mujeriego. Poné mejor: ‘las mujeres le llevaban mucho el apunte’”, o “Si fuera escritora, escribiría: ‘las gotas repiquetean contra la ventana mientras la mañana movediza se nos va de las manos y seguimos charlando en la infinitud del tiempo’. No, mejor sigo haciendo entrevistas y dejo que otros escriban”–; influencias determinantes, como su primo José Luis Tola Invernizzi; su comienzo en Marcha, y su compromiso con los primeros tupamaros presos: “Con él [Eleuterio Fernández Huidobro] fueron muy duros los policías, le pegaban y le tiraban balas en los pies. Él les decía –les aconsejaba– que lo dejaran entero para que llegara vivo a los interrogatorios. Parece mentira, ¿no?”. Pero también su vínculo con algunos entrevistados, como una campesina del nordeste brasileño que la marcó para siempre, sobre todo por su historia de patrones perversos, de sufrimiento. “Me enredé con esa vida que vivía y con la forma en que la vivía”, admite; y sus máximas irrenunciables, “A mí, más que las anécdotas, me interesaba saber cómo piensa, cómo siente la gente. Y esa pobre gente te dice cosas importantes con las palabras más simples”. Luego de un atentado de bomba en su casa, en febrero de 1972 Gilio comenzó un largo exilio que incluyó Argentina, Brasil, Chile y París. Años después, mientras evoca la angustia y el miedo, la sorprende lo poco que se ha escrito sobre el exilio en el Río de la Plata. Hace un tiempo lo redefinió al recordar: “El exilio no es sólo el dolor de estar lejos de todo lo que amamos, sino también el de enfrentar este hecho con un interior desbaratado”.

43 páginas –de 232– están dedicadas a desentrañar el vínculo de María Esther y Onetti. En 1993 se publicó Construcción de la noche, en la que ella compiló sus entrevistas a Onetti, junto a una larga biografía de Carlos María Domínguez. Estos reportajes tienen la virtud de retratar al escritor en un ámbito íntimo, acosándolo en los perfiles más inquietantes de su personalidad y de su mundo narrativo, desde un conocido juego de seducción mutua, pleno de revelaciones, humor e inteligencia (como epílogo Lloverá siempre... incluye una carta inédita de Onetti que vuelve sobre esto), que siempre avanza en direcciones imprevistas. Tanto en el prólogo como en el libro Villanueva asegura que María Esther “fue la muchacha de 16 años en la que Onetti se inspiró para el personaje de la adolescente de su primera novela El pozo”, contradiciendo la versión histórica –y ratificada por ella a lo largo de su vida–, según la que fueron sus amigos Carlos Maggi y Maneco Flores Mora los que le presentaron al escritor, después de que ella leyera la novela.

Entre la multiplicidad de sentidos de cada relato, y una voz reconocible, Lloverá siempre... vuelve a confirmar que el periodismo y la escritura pueden prescindir de su propio circo, conformando un atractivo recorrido por una vida que reafirma sus conmociones y encantos. El libro se presenta mañana a las 19.00 en el Museo Zorrilla, con Claudio Invernizzi como invitado.

Entre que se cruzaron en el ómnibus y la última entrevista de nueve horas, ¿cuándo surgió la posibilidad del libro?

Yo la había leído, sabía que era una gran periodista, pero no conocía todo ese background argentino, además del largo exilio. Pasó mucho tiempo, y ella siempre estuvo lúcida: la conocí en 2005, y recién en 2010 comenzaron a pasar cosas. En esos cinco años fuimos amigas y hablábamos todo el tiempo. En el libro esto está reconstruido porque, obviamente, ella no monologaba todo el encuentro. Al hablar sobre la posibilidad de hacer algo sobre su vida empezamos a discutir el género. ¿Hacemos una memoria? ¿Una entrevista? Al comienzo armé algo en formato entrevista, que no funcionó. En los encuentros no grabé nada, sólo tomé notas, porque era una charla de amigas y hubiera sido antinatural. Así pude rescatar la historia de la infancia, que ni siquiera se la había contado a las hijas y que al final fue la base para construir todo lo demás. Fueron muchas entrevistas, y el tema de Onetti no lo afinamos del todo y tuve que terminar de investigarlo sola. Tampoco quería insistir con eso, porque era una pesadez y a mí lo que me interesaba era saber si ella fue o no el personaje de El pozo, algo que consideraba más importante.

¿Cómo llegaste a esa otra versión?

Fue muy caótico. Cuando vos leés las entrevistas a Onetti, por ejemplo, están bárbaras. Pero cuando escuchás la grabación descubrís que era un caos, porque se gritaban. Podés escuchar un grito de “¡Te dije que no!” mientras la perra no para de ladrar. Y así era toda la entrevista. La nuestra no era tan salvaje, pero era imposible entrevistarla. Lo logré porque iba temprano y porque ella estaba aburrida. Su cuento sobre cómo lo conoció fue tal como aparece en el libro, con ella bajando a la rambla con un vestido blanco. Después entrevisté a [Daniel] Divinsky [fundador de Ediciones de la Flor], a mucha gente que la conoció, a las hijas, fui a la Biblioteca Nacional, vi las entrevistas televisivas; investigué mucho. Y lo que hice no fue una biografía, una autobiografía –porque, aunque no sea en primera persona, es ella la que habla– ni una entrevista, porque hay una escenografía novelesca. Por eso digo que es un transgénero, una realidad construida: no hay nada inventado pero está construido, como sucede en toda entrevista.

¿Cómo se vincula con Onetti siendo una adolescente de 16 años, en una época en la que él sólo había publicado tres cuentos en diarios porteños?

Sí, no tenía una novela. No sabemos cómo se da el cruce con María Esther. Porque sus amigos [Maneco y Maggi] sí lo conocían. Y ella, en general, podía jugar con pequeñas mentiritas [como la edad], porque decía que no había verdades o mentiras.

En una carta que Onetti le manda a Julio Payró en agosto de 1942 le cuenta que acaba de conocer a una muchacha, y no queda duda de que habla de María Esther. De hecho, al mes siguiente la compara con Bette Davis, como en la carta que incluís en el libro.

En setiembre de 1942 María Esther tenía 20 años. No puedo saber lo que había adentro de la cabeza de Onetti, pero le creo a ella cuando decía que lo conoció siendo una adolescente. Y es posible que Onetti haya contado esa historia mucho tiempo después. En mayo de 1939 él hablaba de que había terminado una novela corta que se llamaba Disparate, y creo que esa es la primera mención a María Esther. Estoy convencida de eso, que empezamos a investigar cuando ella ya estaba muy mayor. Yo no quería centrar todo en Onetti. De hecho, intenté que fuera una novelita, pero tampoco funcionó. Al final opté por esto, que complementé con todo lo demás, porque tenía mucha información sobre su vida, pero muy dispersas, y mi trabajo fue armar toda la parte de Onetti y de sus exilios, que fueron muy complicados. Me costó muchísimo, pero fue una delicia.

¿Te sorprendió su interés por las expresiones, por el lenguaje como instrumento?

De eso no hablamos tanto, y es algo que tengo muy presente del taller de Hebe [Uhart, de quien publicó el libro Las clases de Hebe Uhart, de 2015]. A ella lo que le interesaba mucho era la frase. A esto se suma que continuamente se contradecía: de repente decía: “Era dificilísimo entrevistar a Onetti”, pero poco después decía que era facilísimo, y en los dos casos tenía razón, porque algunas veces era fácil y otras difícil. El trabajo de investigación implicó tres meses, y la escritura tres semanas, más allá de las correcciones y relecturas. Es un largo monólogo, y eso implicó un ejercicio literario, sobre todo para construir un personaje a través de la voz, su tonalidad, su coloratura, sus expresiones. Para mí lo más importante era rescatar la voz de María Esther.