“Sumamente / guiñolesco / reconocible y singular / El paisaje ficcionado que propone Juan Burgos / representa un espacio mental / otro plano del entendido como real / Su obra muestra las complejas relaciones entre individuos / e inesperados infiernos / propone una nueva mirada / en desquiciados escenarios urbanos / enmarcada en contextos muy críticos y cuestionadores: / implica, en su complejidad / la religión, las tradiciones / un inquietante descenso / sobre las reglas que conforman la sociedad / provoca en el espectador / la idea de habitar / obliga a ver lo que el ojo displicente / la moral moderna / mediante un recurso abigarrado / no quiere ver”.

En lo que acaban de leer, tomé tres párrafos que tres críticos dedicaron a Juan Burgos en momentos diferentes de su carrera, recorté frases, manteniendo cierta unidad, pero buscando estridencia, borré las procedencias (sepan disculpar mis colegas), mezclé y serví para introducir al artista en cuestión, rápida y, espero, eficazmente, pese a cierta dislocación general; vale decir, para hablar de Juan Burgos, el collagista más logrado de la región (y una región pertinentemente extensible a toda América Latina, creo), arranqué usando su propio procedimiento, el collage, que es procedimiento capital en la historia del arte –y de la literatura– del último siglo y algo; algún entusiasta podría hablar de “el procedimiento” del 900, cuya lógica influenció todos los sucesivos “nuevos lenguajes”; la realidad en esquirlas, en afilados fragmentos preexistentes del pasado –tanto documentales como ficcionales–, aglomerados según leyes más o menos laxas; un magma incontrolable (pero muy controlado por el hacedor en los ejemplos más firmes) que restituye la complejidad de un mundo cada día más reacio a ser reducido a un conjunto coherente. Y, por supuesto, el relacionado método del montaje como motor interior de la creación y eficaz mise-en-scène de mecanismos bergsonianos, freudianos y más. No es casual que los más concluyentes especímenes de collagistas hayan sido ciertos teutones dadaístas, en el medio de una crisis histórica sin precedentes como fue la Primera Guerra Mundial.

¿Valdrá el collage todavía como técnica para representar, entre otras cosas, el paroxismo de la multiplicación de imágenes –y aquí nos mudamos sólo al recinto visual por razones prácticas–, en un momento en que dicho paroxismo ya es un verdadero colapso? Pareciera que alguna incomodidad la retiene: ¿sería viable hoy, para dar un ejemplo bien sencillo, una propaganda que retome la organización de las enmarañadas amalgamas de Hannah Höch o Paul Citroen, sobre todo comparada con las soluciones estructurales de Salvador Dalí o de René Magritte, que han sido absorbidas por el sistema casi instantáneamente? Creo que no. Pero, una vez que la cuestión de vigencia o no vigencia (a la que, si nos pusiéramos duros, realmente pocos métodos creativos resistirían hoy) se deja de lado, en el caso de Burgos hay que ver, subrayar y celebrar cómo ha modificado aquellas pulsiones anarquistas, propias de los aurorales ejemplos apenas mencionados, en otra cosa, manteniendo su buena dosis de virulencia.

En efecto, a pesar del universo diabólico, protervo, pornográfico, blasfemo, violento y teratológico que llena su imaginario y sus imágenes y que es memorioso, aunque necesariamente en clave pospop, de las mencionadas hazañas dadaístas y surrealistas, Burgos se porta como un clasicista, sobre todo en los últimos años (un poco abandonada cierta postura a la Pieter Brueghel o El Bosco). Ahí renueva la técnica: a nivel formal, el artista de Durazno ha transformado el torbellino habitualmente desatinado del collage en un reloj sumamente preciso. En ese sentido, esta redonda Cita en Samarra, curada por Roberto Olalde, es, muy probablemente, el punto más alto de su parábola. “Telas” de gran tamaño, con marcos dorados, elaborados y exuberantes (pero también abiertamente “modernos”, y, por ende, falsos), podrían, fácil y tramposamente, ser adscritas a una actitud barroca. Sin embargo, casi todas están estructuradas según un esquema más bien “renacentista”: personaje central, perspectiva o esbozo de perspectiva central, caos intenso pero vigilado, simetrías, uniformidad de tonos (el rojo infernal prevalece, pero hay lugar también para el azul, como en La llave del abismo, tal vez eco del hielo del Cocito, uno de los ríos del Hades).

Como recalca Olalde, en las seis obras, además de las típicas estocadas –no exentas de cierta simpatía hacia el blanco– a motivos religiosos cristianos (hay mucha deformación nórdica, por ejemplo, las ilustraciones de una Biblia del taller de Lucas Cranach), Burgos se focaliza en temas como “lo inevitable, lo ilusorio del libre albedrío” y “la inocencia violentada”, que tienen raíces profundísimas, verdaderos topoi de la tradición occidental.

Esta arquitectura y temática clásicas encuentran su correspondencia en la fenomenal habilidad de Burgos, que no superpone los diferentes recortes “originales” de su material, sino que primero los reproduce a la escala deseada y luego los enlaza milimétricamente hasta formar una superficie uniforme, dando al conjunto un grado de limpieza cristalino. Claro que toda esta coherencia y armonía son sistemáticamente interferidas por un catálogo icónico dedicado inapelablemente al negativo, donde, como la misma leyenda popular árabe que es el disparador de la colección (y el título mismo), el centro es la muerte. Así, entre escenarios urbanos que recuerdan los rascacielos del futurista menor Ugo Pozzo, superhéroes en acción, plantas amenazantes, partos monstruosos, Alicias sin País de las Maravillas y acosadas por la autoridad, San Sebastianes en metamorfosis y armas, Burgos retrata un nuevo Apocalipsis, que hace unos años podría haberse definido como kitsch. Pero ahora que el kitsch ha sido totalmente asimilado por el arte “mayor” como una simple posibilidad figurativa más, mejor llamarla visión portentosa de un cataclismo global –que rasguea diferentes tiempos y géneros, como las partes que constituyen sus seis capítulos– perpetuamente al acecho.

Cita en Samarra, de Juan Burgos. Curador: Roberto Olalde. Espacio de Arte Contemporáneo (Arenal Grande 1930). Hasta el 27 de mayo.