Entre la carpintería y la selva misionera, el acordeonista y compositor Chango Spasiuk cultivó un poderoso universo sonoro en el que conviven ritmos como el chamamé, la polca y el chotis, desde una perspectiva clásica y contemporánea que lo consagró como uno de los mayores representantes de la estética vanguardista de la música litoraleña. Su particular modo de vincular la música de cámara con la popular, y las tradiciones criollas con las europeas, lo impulsaron a colaborar en recitales o álbumes de artistas tan diversos como Divididos, Mercedes Sosa, Liliana Herrero y Cienfuegos; a presentarse en escenarios de Londres, Nueva York y Berlín; y a participar en prestigiosos encuentros como el festival de jazz de Montreal.

Su padre, que era carpintero y violinista, le regaló su primer acordeón a los 11 años. Al poco tiempo formaron un trío –junto con un tío– que tocaba en kermeses, casamientos y bailes, pero su primera gran presentación fue en el programa Expresión regional chamamecera, que difundía a músicos locales.

Con el tiempo, estas potentes imágenes de la infancia fueron poblando sus historias: de niño, Spasiuk siempre tocaba el acordeón descalzo, por eso en 2009 editó Pynandí –“descalzo” en guaraní–; en Polcas de mi tierra (1998) documentó las fiestas y la vida campesina de Misiones; y en 2006, evocando al tarefero que cosecha la yerba, grabó Tarefero de mis pagos, que además de alcanzar una vibración exacta que estremece, inicia una etapa más cercana a lo camarístico.

Mañana (a las 21.00 en la sala Zitarrosa) Spasiuk volverá a Montevideo en un formato poco habitual: con un quinteto integrado por Juan Pablo Farhat –en violín–, Matías Martino –piano–, Marcos Villalba –percusión y guitarra–, Diego Arolfo –guitarra y voz–, Ana Prada como invitada, y el acordeón en segundo plano, presentará Otras músicas, en el que recopiló las composiciones que grabó para películas y series, con el piano como protagonista.

Casualmente, la primera película que musicalizó se basó en una novela de Juan Carlos Onetti: El astillero (2000), que fue dirigida por David Lipszyc y guionada por Ricardo Piglia. “Este fue el disparador de una relación con el mundo del cine, porque a partir de este trabajo fueron surgiendo más directores, más proyectos, más películas. El disco Otras músicas no pudo hacer el registro de todos esos trabajos, y no incluí el de El astillero porque no me gustaba el audio de la grabación, e iba a desentonar con el resto”, dice el acordeonista a la diaria.

Alternando su marca autoral con la popularidad de lo simple, en Otras músicas encontramos composiciones para Los Marziano, de Ana Katz (2011); Carancho, de Pablo Trapero (2010); El agua del fin del mundo, de Paula Siero (2010), y Vagón fumador, de Verónica Chen (2002), entre otras. Con una textura acústica profunda y minimalista, este álbum contó con colaboraciones especiales, como la de Bob Telson, el pianista nominado al Oscar por su canción “Calling You”, de Bagdad Café (Percy Adlon, 1987), Diego Schissi y Popi Spatocco.

Otras atmósferas

Spasiuk cree que lo atractivo del cine es su invitación a componer fuera del lugar de confort: “Cuando compongo la música que toco en vivo, y agarro el acordeón, estoy más cerca de la atmósfera de mi tradición. Esto no quiere decir que sea más fácil de componer; pero lo otro es un desafío. Porque no se trata de componer lo que quiera, sino lo que considero que debería funcionar. Me pongo a disposición no tanto de lo que tengo ganas de hacer arriba de un escenario, sino de lo que se necesita. A veces, esa abstracción, esas texturas que uno considera que podrían funcionar, te llevan a componer de una manera diferente, y así se llega a una sonoridad diferente y aparecen otros instrumentos, como el piano. Aunque ya hace mucho tiempo que compongo mi música [primero] en el piano, aquí reaparece en escena casi que en un primer plano, y el acordeón casi está escondido. Hay muchos proyectos en los que no participé porque no manejaba sus estéticas, porque por más que trate de correrme de mi tradición y de mi universo sonoro, mi raíz es muy fuerte. Como dice Atahualpa Yupanqui, ‘cada uno se tapa hasta donde le alcanza la frazada’”.

Ampliación del campo

Para el músico, estas aproximaciones a otras atmósferas se suman a su espacio sonoro. “Si no, es como si dijeran ‘este hombre toca el acordeón’, o ‘el chamamé’, o ‘chotis’, o ‘las cosas de los abuelos’, y de ahí no se tiene que mover. Esa es mi raíz y mi tradición, pero desde ahí trato de dialogar con la mayor cantidad de espacios y estéticas posibles, y eso hace que mi mundo sonoro y estético sea cada vez más amplio. A veces, mis conciertos no son necesariamente de canciones, ni de grandes éxitos, sino que simplemente tratan de saborear colectivamente una atmósfera sonora, e intentar llegar a un estado del corazón que no sólo sea entretenimiento, sino algo más, que tiene que ver con el mundo anímico y con las emociones de las personas”. Para ilustrarlo vuelve a recurrir a Yupanqui y su sentida definición de la música como una posibilidad de “encontrar la sombra que el corazón ansía”. Al menos, eso es lo que intenta, porque “transitar por eso no significa que sea un momento aburrido; también puede ser de celebración. No es simplemente una forma vacía, sino que tiene un contenido que apunta a un lugar mucho más profundo”, que dialoga con la memoria, y que habilita la reflexión y la construcción colectiva.

“Claro que quiero que el teatro se llene y que suene bien”, dice, pero, por sobre todas las cosas, afirma: “Quiero poder llegar a ese lugar. Estamos en un momento en que se subestima a la gente y se sobrevalúa al artista, como si él se alimentara de un lugar al que nadie pudiera acceder, cuando el artista es una persona que está tan necesitada como cualquier otro. Se trata de una construcción muy compleja, que se da entre muchos, y uno sólo hace su parte, movilizado desde una profunda necesidad de sentir, de saborear. Uno intenta comunicar e invitar a los conciertos sólo para poder sentarse en el escenario y ver si sucede algo”, advierte.

Un punto de vista sobre el lenguaje

Con más de 30 años de carrera, el autor de “Tristeza” dice que, en verdad, “es como si uno hiciera la misma canción una y otra vez”, pero “trata de hacerla nuevamente a ver si le sale mejor. Me considero alguien que no trata de crear una canción que sea exitosa, sino de crear una música, un concepto, una manera de comprender la música y de expresarla. Son muchas canciones que en verdad funcionan como una sola, y que uno podría llamar tradición o vanguardia. Puede pasar por un montón de lugares, pero no deja de ser una manera de comprender y de expresar un punto de vista sobre un lenguaje. En este caso, un lenguaje de donde vengo: el litoral del noreste de Argentina, de los elementos que hacen a mi infancia y mi cultura. La atmósfera sonora de la que vengo es un mundo en el que aparecen lo criollo, lo mestizo, lo jesuita, lo barroco, lo guaraní, los inmigrantes eslavos, ucranianos, polacos, alemanes; el acordeón traído por el inmigrante. Hay un mundo sonoro construido en función de todos estos cruces”.

En más de una ocasión, este virtuoso del acordeón reconoce que lo que más quiere el músico es tocar, y por eso graba discos que le habiliten nuevos espacios. Pero, por sobre todo, “uno trata de crear su propio mundo sonoro y expresar su perspectiva de las cosas. En la música instrumental también hay un relato, no sólo en las canciones; no es conceptual ni literal, pero es un relato al fin”, valora.

El Piazzolla del chamamé

¿La tierra se traduce en la música? Para él, la música es la expresión de muchas cosas, sobre todo “de la vida de uno: de la infancia, la adolescencia, los maestros, las interacciones que ha ido recibiendo de la música que escuchaban sus padres; que después se cristalizaron en capas superpuestas. A veces afloran porque uno quiere, y otras veces afloran solas, y no se puede darle la espalda y querer ser otro. Uno trata de buscar palabras conceptuales para expresarlo, pero siempre quedan en la superficie. [Ludwig] Wittgenstein dice que ‘de lo que no se puede hablar, mejor guardar silencio’”. Por eso plantea que “la música ayuda a que se pueda saborear eso que no se puede conceptualizar”.

En cuanto a la soledad que a veces produce el ir en contra del consenso estético, dice que, en algunos casos, “las necesidades y las preguntas de uno no coinciden con tendencias colectivas. Otras veces, los medios y la industria están al servicio de cierta masa social que no quiere pensar ni reflexionar, y todos estamos lastimosamente tiranizados por ese mal gusto colectivo que nos lleva a consumir mierda y contenidos baratos. Claro que uno quiere vender entradas, funcionar y circular, pero es responsabilidad de todos crear espacios que habiliten la circulación de otro tipo de contenidos”.

En cuanto a su estandarte, Spasiuk dice que el chamamé es una música peligrosa, porque “es muy intensa, directa. Contrapuntísticamente y estéticamente es una música muy poderosa. También se podría decir que es peligroso escuchar a Paco de Lucía o una sonata de Beethoven”. Pero como esto no es un fundamento teórico, “cuando tratás de hablar de música las palabras se acercan un poco, pero siempre te acercan a la puerta, a la superficie. El poeta Julián Zini dice que el chamamé es como una víbora que se enreda y enreda en los tobillos del que baila hasta clavar su veneno, y desde ese momento el hombre no baila. Es que se trata de una música muy potente, con elementos muy sutiles y muy fuertes emocionalmente, al menos para mí, que me traslada a un lugar del mundo”.

Así, en una época en la que “es necesario separar el espectáculo de la cultura, porque la cultura es una cosa, y el espectáculo y el entretenimiento es otra”, Spasiuk advierte que es bueno verse comunitariamente y percibir nuestra cultura “desde otra perspectiva, resignificándola”. Con el eco de la conmovedora imagen de Yupanqui, cuando admite que “la luz que alumbra el corazón del artista / es una lámpara milagrosa que el pueblo usa / para encontrar belleza en el camino”, Spasiuk siempre espera que esto le suceda, en medio de una vertiginosa y cambiante realidad, que obliga a volver al origen para recuperar el sentido de su existencia.