Entre los criterios, casi siempre fallidos o miopes a la hora de premiar en la ceremonia de los Oscar, quizá una de las ternas más frustrantes sea la de mejor documental. Una y otra vez se confirma –con la salvedad del descomunal OJ. Made in America (Ezra Edelman), ganador de la edición del año pasado– que lo que se premia en esta categoría ya ni siquiera es el peso de la investigación involucrada –algo que tampoco debería implicar que se trate de una buena película–, sino algo más sencillo y burdo: el personaje o la temática retratada. Es como si el premio, más que al director o al equipo de producción, se dirigiera a las personas en las que se centra el film; como si fuera un premio honorífico o humanitario, más que cinematográfico.

Al ver el tráiler de Ícaro (ganadora de la última edición de los Oscar) uno podría imaginarse un criterio bastante similar –después de todo, es una historia pequeña que termina desentrañando una investigación amplísima–, pero el resultado es mucho peor. La poética referencia al mito de Ícaro, que intenta volar hacia el sol pero termina siendo presa de sus propios excesos –su vuelo se interrumpe porque el pegamento de sus plumas se derrite por el calor–, pareciera calzar como anillo al dedo a la idea de un deportista que quiere llegar al estrellato, pero también fracasa amargamente en el intento. El protagonista que en un principio se ofrece como el Ícaro del film es el director, Bryan Fogel, un bicicletista amateur que anhela llegar a la gloria de la demencial Haute Route (en palabras de varios entrevistados, sería como recortar todas las partes más complicadas del Tour de France y pegarlas en un solo trayecto). Luego de un primer intento, con el que queda en la nada despreciable decimocuarta posición, decide emular, de la peor manera, a uno de sus antiguos ídolos: Lance Armstrong. La película parte del escándalo que envolvió a Armstrong, el siete veces campeón del Tour de France que estuvo involucrado en varios casos de dopaje que salieron a luz muchos años después, y se le retiraron sus medallas. Fogel se pregunta cómo fue posible que nunca se tuviera registro de estos dopajes y cómo, por medio de una compleja guerra armamentística llevada a lo farmacéutico, países competidores lograron desarrollar una ciencia capaz de invisibilizar todos estos casos.

Es ahí que se presenta la primera premisa del film: Fogel se comunica con varios especialistas para ofrecerse como conejillo de indias e inyectarse hormonas para ver si se puede transformar en una especie de superhombre. Su mejora de rendimiento terminaría configurando no solamente un testimonio de los efectos del dopaje, sino de lo frágiles que son las garantías del sistema. Siguiendo esta idea, el documental tomaría la forma de un Supersize me (Morgan Spurlock, 2004) en versión dopaje, en el que acompañamos al protagonista en sus cambios físicos y discurrir diario a partir de las múltiples inyecciones de testosterona. Sin embargo, la cadena del documental se sale a mitad de recorrido. La principal razón obedece a un elemento ajeno a los planes del director y ciclista: su rendimiento no sólo no mejora, sino que termina en un puesto mucho más alejado del que había obtenido en su primera –y limpia– competición.

Es en este proceso que el documental comienza a desviarse hacia quien se va ofreciendo como un personaje mucho más fascinante que el bastante deslucido director y protagonista. Grigory Rodchenkov se presenta en primera instancia como un doctor amoral y simpático que asiste al ciclista en diversos trucos para engañar al sistema. Sin embargo, conforme va diluyéndose esta primera subtrama, el film se concentra cada vez más en él, y se percibe cómo, en la medida en que se agudiza el foco, el tono vira de lo médico a algo más cercano al thriller (y lo coloca como el verdadero Ícaro de la trama). Así, a partir de la segunda mitad, la película se mete de lleno en su trama más general: el escándalo de dopajes rusos (de los que Rodchenkov fue testigo y actor clave), que puso en jaque a los sistemas científicos de evaluación y a la participación de aquel país en los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro 2016.

Ninguno de estos cambios de registro es malo en sí mismo en el aspecto cinematográfico, pero conforme el film avanza se van haciendo cada vez más evidentes los defectos que acarrea, como si se tratara de latas atadas con un piolín a la rueda de una bicicleta. En primera instancia, es difícil encontrar un documental reciente más chapucero en cuanto a estructura y estilo narrativo. La película cambia una y otra vez de centro, de premisa e incluso de estética, como una bella bicicleta con ruedas emparchadas que sólo reza para llegar a la meta. El cambio de registro, e incluso de premisa, puede ser aceptable, pero en Ícaro cada uno de estos cambios parece provenir no del exterior, sino de callejones sin salida a los que el mismo documental llegó por su cuenta. Hasta lo que originalmente se concebía como la trampa, es decir, la capacidad de falsear el sistema desde lo químico, termina cediendo paso a un terreno ya no de lo médico/biológico, sino del puro espionaje, con un complejo sistema de sustitución de frascos de orina que ponen en funcionamiento las autoridades rusas.

Así, todo se va arreglando sobre la marcha y el film incurre una y otra vez en una música incidental para hacernos entender que lo que está sucediendo es serio, serísimo, quizá tanto como el caso de Edward Snowden, pero en una reedición que parece alimentarse del miedo antirruso de la Guerra Fría.

Quizá la parte más pomposa e infumable de Ícaro sea su insistencia poética/metafórica con 1984, de George Orwell, no sólo al presentar un extraño injerto de tres capítulos alusivos a su obra en el último tercio del film, sino al acompañarlo de una serie de animaciones supuestamente artísticas e insoportablemente burdas. Uno pensaría –más allá de que sea un autor de cabecera del doctor Rodchenkov–: ¿justo Orwell, no había nada menos obvio? Es una cita que hasta genera cierta incomodidad por su carácter de lugar común, pero hacia el final el film lo convierte en su propio eje. Ícaro termina haciendo creer que es un montón de películas, pero nunca llega a ser ninguna. Podríamos arriesgarnos a decir que el verdadero Ícaro es el director del documental (ya no como ciclista), que vuela y vuela, incapaz de dar con el verdadero formato, aunque, considerando el Oscar que ganó de arriba, difícilmente se pueda catalogar al suyo como un destino trágico griego.

Ícaro | Bryan Fogel. Protagonizado por Grigori Ródchenkov. En Netflix.