Los tiempos han cambiado para Mauricio Macri. Su arribo a la Casa Rosada empezó hace tres años con la promesa de una “revolución de la alegría”. “No vas a perder nada de lo que ya tenés”, decía su propaganda televisiva. Ya en la Presidencia, siguieron quejas permanentes sobre “la pesada herencia”, sin abandonar el ánimo festivo. El relato oficial indicaba que los números cerraban para llegar con cierta comodidad a la reelección de 2019.

Pasado un verano turbulento, nada es lo que parecía. Los exitosos ejecutivos de Wall Street que ahora ocupan despachos en la Casa Rosada bajaron el tono y Macri ensaya un discurso de estadista: “Yo les hablo con la verdad después de 70 años de mentiras”. La oferta ya no es alegría sino sangre, sudor y lágrimas.

Una comprensible obsesión de Macri y su equipo es evitar toda asociación con Fernando de la Rúa, el radical conservador que encabezó una alianza supuestamente progresista y que terminó en 2001 con 39 muertos en las calles y la peor crisis económica de la historia argentina.

Las diferencias son muchas (personalidad, construcción política y, sobre todo, contexto económico), pero ambos tienen, como mínimo, dos puntos de contacto. Han contado desde el inicio con el apoyo explícito o tácito de una porción considerable de senadores peronistas y la mayoría de los gobernadores, que les han permitido sancionar ajustes severos. El segundo factor común es que el conservador que gobierna hoy y el de 2001 recibieron efusivas felicitaciones del Fondo Monetario Internacional “por el desarrollo de reformas sustentables”.

Macri ha venido manejando la relación con los peronistas versátiles (que la expandida prensa oficialista califica de “racionales” frente a la “locura” del kirchnerismo y la izquierda) con un abanico que incluye recursos económicos para las provincias al archivo o la aceleración de los procesos judiciales, según corresponda.

Ocurre que estos peronistas, algunos de los cuales llevan décadas en el Senado, no están dispuestos a acompañar a Macri hasta una encerrona que los obligue a compartir responsabilidades aciagas. Lo explicitan en diálogos que terminan con un tajante “boludos no somos”. Serán pragmáticos, extorsionables o simplemente sienten afinidad con las políticas de Cambiemos, pero si de algo saben es de permanencia en el poder.

Así fue cómo el jueves de madrugada, el Congreso sancionó un freno a una nueva estampida de las tarifas de servicios públicos, con los votos de los senadores kirchneristas, un puñado de progresistas y buena parte de los peronistas “racionales”. En Diputados, la media sanción había sumado a un arco mayor de peronistas y la izquierda trotskista. Dicha conjunción se había dado hasta ahora en contadas oportunidades, pero ninguna con el impacto social y político de esta. Antes de que saliera el sol, ya estaba redactado el veto presidencial al proyecto legislativo que ordenaba retrotraer las tarifas a diciembre para que acompañaran el índice de variación salarial.

La senadora Cristina Fernández de Kirchner, de lengua siempre punzante, mortificó en plena sesión del jueves a la vicepresidenta y titular del Senado, Gabriela Michetti, recordándole sus tuits preelectorales de 2015 que no sólo negaban aumentos sino que consideraban el nivel tarifario “muy caro”.

En sus primeros dos años, Macri hizo gala de un supuesto “gradualismo” para evitar un “ajuste salvaje” que lo diferenciaría de los neoliberales clásicos. Si se habla de tarifas de agua, luz, gas y transporte, el gradualismo no impidió subas de entre 500% y 1.800% en los últimos 30 meses, mientras que los salarios en blanco aumentaron cerca de 80% ciento durante el mismo período.

El quiebre en la popularidad presidencial y el “control de la calle” se dio en diciembre pasado, con una reforma previsional que restó cerca de 10 puntos porcentuales a los aumentos en las jubilaciones (la imagen positiva de Macri es hoy hasta 50% inferior que la de noviembre, según quién mida).

Desde el verano, el gobierno hace lo imposible para que las negociaciones paritarias no excedan el 15% anual. En los primeros cinco meses del año, la inflación ya supera 11%; es decir, llegará a julio equiparando el aumento salarial propuesto para todo el año. Entre lo “imposible” que hizo el gobierno cabe anotar negociaciones con sindicalistas tradicionales (comercio, metalúrgicos, transporte) ante quienes la amenaza de la Justicia federal y otros artilugios surten efectos amansadores.

La contracara de dicha pasividad es que hay un sólido bloque sindical peronista y de izquierda que se muestra combativo desde tiempos del menemismo, al que se suman movimientos sociales, de trabajadores informales y desocupados, cuyos líderes explicitan terminales en el Vaticano. Amable, Francisco los recibe seguido en la residencia Santa Marta y les manda las cartas y rosarios que le resta a la Casa Rosada.

Tras el verano turbulento, llegó abril con el anuncio de los aumentos “finales” de servicios públicos (después se engancharían a la inflación) y un sinfín de explicaciones, algunas falaces, como la comparación del consumo per cápita en Buenos Aires con Montevideo y Santiago, dos ciudades cuya matriz de gas domiciliario es marcadamente inferior a la de la capital argentina.

La tormenta social está planteada, mientras los preparativos para 2019 parecen agitar la política. Si algo no está claro es quién será el candidato peronista, pero alejarse del ajuste de Macri puede ser un factor ordenador. A esta altura, Sergio Massa, Roberto Lavagna, Felipe Solá o cualquier gobernador sabe que su eventual postulación no tiene destino si no desanda toda cercanía a Macri.

Un axioma explicitado por el ex jefe de Gabinete Alberto Fernández sostiene que “con Cristina no alcanza pero sin Cristina es imposible”. Por ahora. Con Comodoro Py –calle sede de los juzgados federales, en Retiro– en contra, con causas sustentadas (corrupción en la obra pública) e inventadas (“asesinato” de Alberto Nisman, dólar futuro), la ex presidenta obtuvo 38% de los votos en la provincia de Buenos Aires en octubre pasado.

Pero la encerrona en que se encuentra Macri no son ni las promesas incumplidas, ni el olfato peronista, ni el piso considerable de Cristina; ni siquiera las tarifas. El problema es que faltan dólares. Ni bien arribó al gobierno, Macri provocó agujeros en la recaudación con baja de impuestos a sectores de alta rentabilidad.

El dueño de la soja tiene hoy dos incentivos para no liquidar lo que tiene. Las retenciones seguirán bajando mes a mes porque está programado su descenso escalonado, y el peso argentino se devaluó 25% entre diciembre y mayo, tendencia no agotada.

Al tiempo que anuló o redujo impuestos, el gobierno comenzó a tomar deuda a niveles récord (partió de un nivel de endeudamiento bajísimo en 2015) y levantó todas las restricciones para el ingreso de dólares especulativos. En consecuencia, las reservas comenzaron a crecer, pero lo que entra fácil sale fácil.

Además, crecen las importaciones, se estancan las exportaciones, los ahorristas buscan dólares y se disparan los intereses de la deuda. Cartón lleno para que el Banco Central haya perdido 13.000 millones de dólares de sus reservas desde enero.

El ministro de Economía, Nicolás Dujovne, se encuentra en plenas negociaciones con el FMI. Nadie dice la palabra “blindaje” porque trae pésimos recuerdos, pero la situación se le parece. Serán 30.000 o 50.000 millones de dólares, nadie lo sabe con precisión.

El mercado ya dio señales de no frenar ante diques que se suponen poderosos. Algunos oficialistas lo toman como una traición. Llueven respaldos de Donald Trump, Angela Merkel, Emmanuel Macron, Christine Lagarde y los caídos en desgracia Mariano Rajoy y Michel Temer. No alcanza.

Si el FMI sigue los parámetros que aplicó en el pasado y continúa escribiendo en sus papers, le exigirá a Dujovne flexibilización laboral, despidos, congelamientos salariales, baja de presupuestos no esenciales (¿ciencia?) y de los subsidios que quedan en pie. En principio, el estudiado marketing parece insuficiente para calmar a la levantisca sociedad argentina. Por ahora, los anuncios de Dujovne fueron más bien ornamentales, como la reducción de la flota de autos, el congelamiento de vacantes en el Estado y los límites a los viajes en avión.

Algunos se esperanzan con que puede mediar una visión estratégica del FMI para “salvar” al gobierno antipopulista “modélico” sin el ajuste draconiano de costumbre. Inédito, acaso probable. De lo contrario, el retorno a los traumas será menos fantasmagórico de lo que el macrismo admite.