El sábado, cerca de las 20.00, un padre un tanto irresponsable dejaba a su hijo de cuatro años solo en un apartamento en un cuarto piso de París para ir de compras. Mientras tanto, un inmigrante indocumentado miraba un partido de fútbol en un bar. El padre del niño estaba volviendo a su hogar cuando le dio un arrebato de nostalgia de 2016 y se puso a cazar bichitos virtuales con la app Pokémon Go. Como tardaba en volver, su hijo aprovechó para jugar a vaya uno a saber qué y terminó colgado del balcón, a punto de caer. La gente que andaba por ahí empezó a gritar, a tocar bocina, a llamar a la Policía. El joven indocumentado salió del bar a ver qué pasaba y decidió actuar: trepó en menos de 30 segundos los cuatro pisos que lo separaban del niño colgante, lo manoteó de un brazo y lo metió en el balcón. Cuando ambos estuvieron a salvo, recién ahí, el joven indocumentado empezó a temblar. Alguien filmó todo esto con un celular, y el video se viralizó en todo el mundo. La destreza, la velocidad y la determinación del muchacho llevaron a que en pocos minutos millones de personas estuvieran hablando de “el héroe del balcón” o “el Spiderman de París”, pero los apodos no eran suficiente. Queríamos, necesitábamos saber quién era nuestro ídolo.

Se llama Mamoudou Gassama, tiene 22 años y es de Malí. “Es de Malí”, repetimos, como si eso significara algo, como si no quisiéramos asumir que en realidad lo único que nos queda claro es que viene de un país de África y que habla francés. Y Mamoudou habla francés porque su país era uno de los tres imperios que controlaban el comercio transahariano en África Occidental hasta que cayó bajo el dominio de Francia. En 1960 Malí se independizó, pero esto condujo a que viejas diferencias étnicas y tribales se intensificaran. En 2012 rebeldes tuareg organizaron una insurrección armada con el fin de lograr la independencia de la región de Azawad, lo cual derivó en un golpe de Estado y en la aparición de agrupaciones islamistas, que en un principio se unieron a los rebeldes pero más adelante los enfrentaron. Como Francia siempre se interesó por la seguridad, la salud y el bienestar de los ciudadanos de Malí… Nah, mentira, empiezo de nuevo: Francia, que posee grandes explotaciones de uranio en la frontera entre Malí y Níger y no quería poner en riesgo sus intereses económicos, decidió intervenir militarmente, previo pedido de autorización a la ONU. La potente intervención francesa obligó a los yihadistas a recluirse en zonas aisladas y los enfrentamientos se expandieron por todo el territorio. Si bien Francia y (¡sorpresa!) Estados Unidos mantienen actualmente tropas antiterrorismo en la región, todo parece indicar que el número de yihadistas crecerá: más de la mitad de la población de Malí vive bajo la línea de pobreza, sólo un tercio sabe leer y en promedio cada mujer tiene seis hijos. Los hombres jóvenes y sin muchas oportunidades a futuro son fácilmente reclutables por los grupos terroristas. Las opciones son esas: morir o probar suerte emigrando a otro país, como hizo en setiembre de 2017 Mamoudou, quien hoy sería simplemente un maliense clandestino más en Francia si no fuera porque el destino quiso que se encontrara con un estado físico envidiable cerca de un edificio habitado por un nene travieso y un padre boludón.

Medios, grupos de Whatsapp y redes sociales de todo el mundo coincidieron no sólo en que había que premiar al hombre-araña, sino en cuál debía ser el premio: la elegante, distinguida, deseada y dificilísima de conseguir ciudadanía francesa. El clamor popular dio paso a un desfile de hipocresía proveniente de un sinfín de funcionarios de gobierno. La alcaldesa de París, Anne Hidalgo, llamó a Gassama por teléfono para ver cómo estaba y saber por qué tenía tantas ganas de ser francés; el alcalde de Montreuil (localidad de residencia de Gassama) lo declaró ciudadano ilustre, y varios ministros expresaron su admiración y compromiso con la causa en Twitter. El lunes se dio el encuentro más esperado: el presidente de Francia, Emmanuel Macron, recibió al capo del balcón en el Palacio del Elíseo, donde ambos tuvieron una amena charla. Mamoudou le contó que no pensó realmente en lo que estaba haciendo, que simplemente vio al niño en peligro y subió. “Bravo”, dijo Macron, quien además informó que el joven podrá solicitar la nacionalidad francesa y encima trabajar en el cuerpo de Bomberos. Final feliz, si no fuera porque el tipo que acababa de decir “Bravo” es el mismo que insiste en que se intensifiquen los controles migratorios, se faciliten las deportaciones, se amplíe el tiempo para la “detención administrativa” de los sin papeles y se duplique el período de detención para quienes estén en proceso de expulsión del país.

Hasta hace poco, Gassama era el blanco perfecto para las leyes de Macron, y en cambio se encontraba ahora frente a él recibiendo una medalla y un aplauso. Pero ¿por qué? ¿Qué es lo que se premia? ¿Su valentía? Con apenas 22 años, Mamoudou Gassama ya había demostrado su valentía demasiadas veces: abandonó Malí, pasó por Burkina Faso y Níger en unos barcos destartalados, en Libia fue golpeado y abusado, y finalmente pudo escapar y llegar a Francia. ¿Haber salvado una vida, entonces? Puede ser, o al menos eso pensó Hugo López, un paraguayo que hace cuatro años terminó con quemaduras en 65% de su cuerpo por salvar a un anciano en un incendio en Archena, España, y reapareció estos días a reclamar la nacionalidad por mérito que le pertenece. Pero, Hugo, no seas iluso. No es lo mismo mover con destreza un atlético cuerpo por el aire para salvar a un nene de cuatro años que sacar de entre las llamas a un viejo de 94. ¿Dónde está el video de tu hazaña, Hugo? ¿Dónde está tu talento cinematográfico, ese que sí supieron demostrar Ricardo Darín y Juan José Campanella, y por eso en 2006 se les regaló la nacionalidad española aunque no vivan en España?

Y es que hay dos formas de ser inmigrante. Está el grupo grande, que a su vez se subdivide en dos categorías, la de los nadies ignorantes y la de los villanos: el colombiano que trafica cocaína, el africano que te viola, el gitano que te roba y el árabe que te encaja una bomba. A los primeros les tenemos capaz que un poco de lástima (aunque no mucha, porque el hecho de creer que son inferiores dificulta el temita de la empatía), a los segundos algo de asco y mucho miedo. Y después está el selecto grupo de los superinmigrantes. A esos sí los queremos. Esos, los que son infinitamente mejores que nosotros, son los únicos que se merecen vivir entre nosotros. No, que sean un poquito mejor no alcanza: esos se quedan con nuestro trabajo. Queremos al senegalés que patea bien y le aceleramos los papeles para que sea nuestro antes de que arranque el Mundial. Queremos al empresario millonario, a la actriz carismática, al científico superdotado, a la artista que nos hace ganar premios. Y, desde el sábado, también queremos al inmigrante que nos salva la vida. No nos interesa saber que dejándolo quedarse estamos salvando la suya, ni cuánta gente ayudó en su lejano país de origen. Lo que queremos son inmigrantes útiles, serviciales y agradecidos. Inmigrantes superhéroes que velan para que nada lastime nuestra arrogante mediocridad.

Los 300.000 extranjeros indocumentados que actualmente viven en Francia la tienen difícil. Saben que obtener la ansiada residencia legal por “talento excepcional” o “servicios prestados a la comunidad” no es algo que pase muy seguido: sólo cinco personas lo lograron en 2017, seis en 2016. Sin embargo, esperan. Deambulan por las calles haciendo un uso involuntario e inevitable del poder de la invisibilidad, mientras desarrollan el poder de la paciencia. Paciencia para hacer miles de filas y conseguir sellitos, papeles y permisos, paciencia para no responder a agresiones e insultos o denunciar injusticias por miedo a ser detenidos y expulsados. Desde el sábado 26 de mayo, los inmigrantes también esperan tener la suerte de estar en el lugar justo en el momento indicado. Caminan mirando para arriba, con la esperanza de que una vida más cara que la de ellos esté en peligro, para, por fin, poder mostrarle al mundo que además saben volar.