En la comisión especial del Senado que se ocupa de partidos políticos, financiación y publicidad electoral, durante la discusión del proyecto oficialista que busca establecer que las bancas parlamentarias pertenecen a los partidos a los que fueron asignadas por la Corte Electoral, Pablo Mieres, senador y líder del Partido Independiente, señaló que cuando se formó el Frente Amplio (FA), en 1971, varios legisladores se sumaron a este y, aunque habían sido elegidos por otros partidos en 1966, permanecieron en sus bancas durante aquel último año de sus mandatos.

El mismo argumento había sido empleado por el ex diputado Gonzalo Mujica, cuando desde el FA se le cuestionaba que no hubiera renunciado inmediatamente a su banca al apartarse del oficialismo. Formalmente, no cabe duda de que ocurrió lo que mencionaron Mieres y Mujica, pero es necesario situar aquellos acontecimientos en su contexto histórico, teniendo en cuenta la muy citada afirmación de Juan Carlos Onetti en El pozo: decir la verdad “ocultando el alma de los hechos” es faltar a la verdad.

La fundación del FA se produjo en el marco de un proceso muy excepcional. Desde la muerte del presidente Óscar Gestido en diciembre de 1966, su inesperado sucesor, Jorge Pacheco Areco, condujo un gobierno marcado por crecientes conflictos políticos y sociales, y apeló a medidas cada vez más autoritarias y violentas, no sólo contra el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros y otros grupos guerrilleros, sino también –y quizá principalmente– contra los movimientos sindical y estudiantil, y contra otras organizaciones sociales contestatarias. La represión estatal incluyó atropellos, torturas y homicidios. Pacheco abusó además de las medidas prontas de seguridad para saltearse las normas vigentes sobre derechos y garantías.

En ese marco, una banca en el Parlamento podía ser –y fue, en los casos de los legisladores electos por los partidos Colorado y Nacional que pasaron a formar el FA– una trinchera de resistencia contra el autoritarismo; un lugar desde el cual era posible alertar, con fuerte repercusión pública, contra el incipiente terrorismo de Estado, oponerse a iniciativas que profundizaban la violencia de los conflictos e intentar frenarlas. Bastan como ejemplo las valientes intervenciones de Zelmar Michelini para denunciar prácticas de tortura, que comenzaron a atraer el odio de quienes lo terminaron asesinando en 1976.

Con el mayor respeto, y sin emitir opinión acerca de los motivos políticos que invocaron Mieres y Mujica para no renunciar a sus bancas cuando abandonaron los partidos que los habían llevado al Parlamento, es muy claro que no se justifica asimilar aquellos episodios (ni otros, posteriores a la restauración democrática, en los que numerosos legisladores hicieron lo mismo) con los que ocurrieron en 1971. Estos últimos fueron parte de un proceso muy singular, en el que hubo que afrontar a menudo paradojas endiabladas: muchos pensaron que, para defender las instituciones democráticas, era necesario saltearse las normas democráticas. Así se cometieron grandes errores, con gravísimas consecuencias, pero no parece justo incluir entre ellos la permanencia en el Parlamento de personas como Michelini. Por cierto, a él la historia no sólo lo ha absuelto, sino que guarda su recuerdo en un sitial de honor, como también lo hace con quienes (como el nacionalista Manuel Singlet, o el frenteamplista Guillermo Chifflet, por nombrar sólo a dos) renunciaron a sus bancas cuando entendieron que ya no podían representar a los partidos o sectores por los que habían ingresado al Poder Legislativo.