Sam Shepard murió en su rancho de Kentucky el 27 de julio del año pasado. Tenía 73 años y estaba enfermo de esclerosis lateral amiotrófica, un padecimiento que progresivamente lo fue inhabilitando y que obligó a los guionistas de la serie Bloodline, en la que trabajaba desde 2015, a modificar la historia para que soportara su ausencia. Cuando la noticia de su muerte se hizo pública abundaron los comentarios que lo presentaban como a un artista total, un espíritu renacentista que tanto escribía piezas de teatro como encarnaba personajes para el cine, tocaba la batería o componía canciones. Shepard le debió la fama a las películas, pero se ganó el prestigio con la escritura y, sobre todo, con la dramaturgia. Se dice que fue, después de Tennessee Williams, el autor más representado en su país, y desde 1986 formó parte de la Academia Estadounidense de las Artes y las Letras.

De las decenas de obras que escribió (más de 40 sólo para teatro), apenas un puñado tiene traducción al español, y son, en general, sus piezas de narrativa. Difíciles de categorizar, sus textos son con frecuencia largos monólogos, recuentos de objetos o de sonidos, imágenes que se suceden como paisajes vistos desde la ventanilla de un tren en movimiento. Memorias de la infancia en el reseco centro oeste americano. Moteles de carretera, casas rodantes, camiones que transportan ganado o mano de obra barata para las cosechas. Escenas sin propósito recogidas por la escritura como detalles de una obra en constante modificación. Sin embargo, Yo por dentro (The One Inside, 2017) se parece bastante a una novela.

Hay un hombre que se parece mucho al autor. Está solo, aunque ocasionalmente lo acompaña una mujer joven. Él, en cambio, hace tiempo que dejó de ser joven. Lo sabe porque puede recordar los días de la temprana adolescencia, cuando vivía con su padre en un hotelucho al que llegaba a veces una muchacha de piernas bronceadas y bolsito negro. Y porque puede recordar también los casi 30 años que vivió con su última esposa, con la que tuvo dos hijos. Puede recordar a varias mujeres que pasaron por su vida, pero a veces se le mezclan, como se le mezclan un poco los recuerdos y los sueños. Aunque no está escrita siempre en primera persona, la historia tiene un solo protagonista, al que acompañan como figuras fantasmales los personajes que alguna vez se cruzaron en su vida y los que la visitan ocasionalmente. En el presente narrativo hay una historia (el intercambio con la Chantajista: una mujer joven que se queda en su casa, que le coquetea y que, eventualmente, comparte su cama, que le dice que grabó todas sus charlas y piensa publicarlas en forma de libro) que es, a la vez, una reflexión sobre la escritura y sobre lo pertinente en relación a las palabras. Pero constantemente se disparan otras historias que hunden sus raíces en el pasado y que anuncian algo trágico, terrible, que la memoria libera de a pequeños chorros y que recién al final se puede entrever en toda su sordidez y su tristeza, sin llegar a develarse por completo.

Dice Patti Smith en el prólogo que leyó el manuscrito de un tirón, en una tarde, en Kentucky, mientras Shepard miraba irse la luz por la ventana. Dice también que el hombre de la historia es y no es el autor. Que es “una existencia que intenta aflorar, dar sentido a las cosas”. Podría decirse que ese es el asunto de cualquier texto literario: una realidad que emerge del esfuerzo de las palabras por construir mundos posibles. En el libro de Shepard se cruzan recuerdos verosímiles y fantásticos, escenas salidas de algún mal sueño, diálogos de sordos entre personajes del pasado y del presente, y aunque varios de los textos pueden ser leídos como ejercicios autónomos de soberbia prosa poética, el conjunto es un relato coherente y cohesionado que consigue mantener al lector atento a los detalles del instante y, al mismo tiempo, pendiente de la información que llega en dosis controladas para hilvanar el relato.

El increíble hombre menguante

Además de la Chantajista, que sirve como articulador de la historia en el presente, un personaje que estructura la historia en el pasado es Felicity, una chica percibida como “mayor” por el Yo adolescente del narrador pero, sin embargo, suficientemente “menor” como para ser notoriamente una “fruta prohibida” para el padre, que es su amante. La escena de sexo entre el padre y Felicity queda grabada en la memoria del hijo, que alcanza a percibir que algo malo, culpable, está en juego en ese vínculo, y que no puede dejar de ver pequeños demonios que salen del cuerpo de la joven cuando por fin él mismo tiene sexo con ella. Pero es menos ella, la amante, que él, el padre, el que aparece en forma de oscuro símbolo en los sueños. Un hombre diminuto; una momia que cabe cómodamente en la palma de la mano y que tiene el cuerpo y la cabeza envueltos en plástico. Una figura hermética en vida y encogida en la muerte, conservada como un fetiche que interrumpe el sueño sin decir palabra, obligando a forzar la interpretación, a aceptar la existencia de algo como el subconsciente o “alguna otra chorrada parecida”.

Yo por dentro es un nombre adecuado para este texto que se parece más a la visión fragmentaria de un paisaje interior que a una estructura narrativa convencional con desarrollo hacia adelante. Pero también hay desarrollo hacia adelante, aunque el final no sea un final y adelante no haya nada. Vale la pena leer este último trabajo de uno de los autores estadounidenses más significativos del siglo XX, escrito cuando el siglo XXI se le presentaba ajeno y distante como el cielo estrellado de las noches del desierto.

Quemando naves

La prosa de Shepard
Últimamente me levanto cuando todavía está oscuro, ¿qué hora es? ¿Las cinco de la mañana? Miro a las vigas. Me he exiliado sin quererlo. Viajo abajo, agarrándome, por la escalera de caracol hacia la cocina. Todo está oscuro. Alguien ha estado aquí. Creo que he sido yo. Peladuras de mandarina. Restos de té. Abro la puerta trasera que da al porche de piedra. Fuera, las bombillas amarillas se esfuerzan en brillar a través de insectos muertos. El mapache ha volcado el cubo de basura lleno de comida de perro. Ese debe de ser el ruido que he oído, el estrépito. El ladrillo que mantiene cerrada la tapadera está tirado de través en el porche. La tapa, caída a un lado. Anoche disparé a este mapache con mi escopeta calibre 410, a quemarropa. Debí de fallar el tiro porque aquí está de nuevo. Lo huelo pero probablemente estoy alucinando. Soy un tirador peor que aquella rubia. ¿Cómo se llamaba?

Me gustaría llamar a una chica, a cualquier chica –despertarla–, pero sé que no servirá de nada. ¿Qué podría decir ella? ¿Qué haría? Está en una ciudad distinta, un país distinto, soñando con otras cosas.

Me parece oír que alguien me llama por mi nombre. Una voz de mujer. Alta y clara, justo fuera de la entrada. ¿Qué hora es, por cierto? Voy derecho a la puerta y la abro de par en par, casi desafiando a que se muestre la persona invisible. No hay nadie fuera. Oscuro como boca de lobo. Grito a quienquiera que sea. No hay respuesta. Los caballos se mueven a lo largo de la valla. Oigo sus cascos a través de las hojas de robles caídas. Ellos me huelen. Cierro de un portazo. No se mueve nada. El fuego de la chimenea se ha apagado. Ni siquiera hay humo. Ni tampoco ascuas. No puedo encender un fuego a esta hora. Alguien debe de haber estado gateando por aquí. Soplando. Prendiendo un periódico arrugado.

Vuelvo a la cama. Leo sobre los entierros vikingos en el mar. Queman naves con cabezas de dragón. Vírgenes quemadas vivas. El mapache vuelve a tirar la tapa de la basura. Bajo corriendo la escalera de caracol con mis gruesos calcetines azules y cargo la escopeta. Cuando abro la puerta de atrás el mapache se ha ido. Un reactor retumba a lo lejos en el cielo oscuro. En el pasado. Ningún indicio del amanecer todavía.