La Ley Fundamental del Estado Nación, aprobada en la madrugada del jueves por el parlamento israelí, es una de las peores respuestas posibles a una pregunta muy antigua, planteada desde que existe el Estado de Israel e incluso anterior a él.

Israel no tiene constitución, sino una serie de leyes fundamentales, que hasta ahora eran 11, concebidas como partes de un texto constitucional que en algún momento se dará por concluido. Esa peculiaridad no es casual: cuando se declaró la independencia de Israel, hace algo más de 70 años, en mayo de 1948, se estableció el compromiso de aprobar una constitución antes de que comenzara el mes de octubre de ese año, pero no fue posible hacerlo debido a la oposición de influyentes grupos religiosos que, al igual que los de algunos países islámicos, creen que lo que debe ser reconocido como ley fundamental es un conjunto de textos al que atribuyen carácter sagrado.

Ante tal dificultad, se optó por el mencionado procedimiento de aprobación en capítulos (siempre por el parlamento, sin consulta popular directa), y se previó comenzar por los que suelen estar al inicio de las constituciones, con definiciones generales básicas, pero eso tampoco fue posible. En consecuencia, el proceso no ha seguido un orden racional: por ejemplo, la ley fundamental que establece la forma de gobierno se votó recién en 1968; la que regula el funcionamiento del Poder Judicial, en 1984 (ocho años después de que se aprobara la referida al Ejército), y la que define derechos humanos básicos, recién en 1992. Luego pasaron 16 años sin que se agregara ninguna.

La razón de que no se empezara por el principio ha sido clara todos estos años: el primer artículo de las constituciones suele definir a los Estados que las adoptan, y sobre esta cuestión clave hubo desde el comienzo posiciones enfrentadas. Si Israel fuera, como dice el artículo 1° de la Constitución uruguaya, “la asociación política de todos los habitantes comprendidos dentro de su territorio”, bien podría ocurrir en el futuro, por razones simplemente demográficas, que la población de origen árabe, entre la cual hay una tasa relativamente alta de natalidad, llegue a ser mayoritaria.

La derecha israelí, y muy especialmente la vinculada con sectores religiosos conservadores, se ha inclinado siempre por la definición “Estado judío”, que en realidad es muy poco clara, porque remite a la cuestión de qué significa ser judío. Las respuestas varían, y según definan esa identidad en términos religiosos o en un sentido cultural más amplio, pueden dejar afuera a más o menos parte de la población israelí (el criterio de que es judío cualquier hijo de madre judía no resuelve la cuestión, aunque sí le agrega una considerable carga racista).

La ambigüedad formal se mantuvo durante siete décadas, pero en algún momento Israel debía decidir si quería ser un Estado judío o un Estado democrático. En la madrugada del jueves, 62 de 119 integrantes del parlamento israelí eligieron lo primero, y las consecuencias de esa decisión sólo pueden agravar la situación de su país en el plano interno, en la región y a escala mundial.