Como en las elecciones pasadas, la inseguridad va a ser un tema central de las próximas, y algunos políticos de la oposición ya están empezando a desempolvar y sacarles las telarañas a sus propuestas en la materia. Además, según declaró hace poco el ministro del Interior Eduardo Bonomi, la tasa de homicidios está aumentando abruptamente por la rivalidad creciente entre las bandas que se disputan el control del tráfico de drogas en todo el país. Aunque estamos muy lejos de la situación de Colombia o México, no es un dato menor que la tasa de homicidios en ambos países tuvo o tiene picos altísimos directamente ligados al narcotráfico. La solución que ambos adoptaron fue la guerra contra las drogas impulsada desde Washington, con un costo humano absolutamente devastador, particularmente para México, y nulos resultados en reducir el suministro y el consumo. Por aquí se están empezando a escuchar proposiciones similares, aunque planteadas como una guerra contra el crimen violento en general, como la idea de Jorge Larrañaga de crear una guardia nacional para que los militares colaboren con la Policía o la ocurrencia del diputado del Partido de la Gente Guillermo Facello de volver a declarar medidas prontas de seguridad. Incluso en ese sentido parecen enmarcarse las declaraciones del intendente de Canelones, Yamandú Orsi, de “acá sí son ellos contra nosotros”.

Soy muy escéptico respecto del éxito que puedan tener las políticas de mano dura en disminuir la inseguridad, y nunca está de más recordar que los crímenes comunes aumentaron durante la dictadura (ver a este respecto la publicación El Poder Judicial bajo la dictadura, de Nicolás Duffau y Álvaro Rico). Lo que sí me parece indudable es que reducir de manera efectiva el narcotráfico y la enorme violencia que conlleva no se logra con más represión. Quizás sea hora de reconocer esta realidad, como ya lo han hecho los ex presidentes de México y Brasil, entre otros, y empezar a pensar en cómo implementar la alternativa: la legalización del consumo, la producción y la venta de drogas que vaya más allá de la marihuana e incluya en particular la cocaína.

En Uruguay se consume cocaína en su forma inhalable común o como pasta base, un producto de las primeras etapas de purificación, fumable y extremadamente adictivo. De acuerdo con datos del Observatorio Uruguayo de Drogas, aproximadamente unas 30.000 personas consumen cocaína, 12.000 consumen pasta base, y el consumo problemático estaría afectando a 21% de los consumidores de cocaína y a 55% de los consumidores de pasta base. Más aun, 60% de la demanda de tratamiento en Uruguay viene del consumo de pasta base. Frente a estos datos, cabe preguntarse si no sería deseable, o al menos no tan malo, que todo el consumo de pasta base se transformara en consumo de cocaína. Algo de esto parece estar ocurriendo. Según el subsecretario del Ministerio del Interior, Jorge Vázquez, el consumo de pasta base estaría disminuyendo en beneficio del de cocaína, en consonancia con un aumento del poder adquisitivo de los consumidores. El problema es que mientras más cocaína se consume en relación con otras drogas, más dinero ganan los narcotraficantes, más coimas se pagan, más armas y más sicarios se consiguen para pelear con los competidores y más se deteriora la sociedad en consecuencia. El extremo es la creación a distintas escalas de narcoestados, una situación de la que aún estamos muy distantes quienes no vivimos en Casavalle o en algunos lugares de Malvín Norte.

¿Cuál podría ser la solución? Planteada de manera utópica, la siguiente: el Estado se hace cargo del monopolio de la producción y venta de marihuana, cocaína y otras drogas, garantizando productos de composición conocida, libres de adulterantes y a un precio muy inferior al del mercado ilegal. En consecuencia, este se achica, disminuye la violencia asociada y desaparecen las variantes químicas más baratas y dañinas, como la pasta base. En paralelo, el Estado destinaría los fondos recaudados para ampliar y mejorar el tratamiento del consumo problemático. Un planteo semejante deberá enfrentar varias objeciones. En primer lugar, que no es fácil predecir cómo podrían cambiar los patrones de consumo en un mercado legal de drogas. Es plausible esperar que aumente el consumo, y por ende también el consumo problemático, aunque tampoco es inevitable que esto ocurra, dado lo que sucede con drogas ya legales como el tabaco, cuyo consumo en las generaciones más jóvenes ha ido en descenso. En todo caso, la respuesta a esta objeción es que el narcotráfico representa una carga para la sociedad seguramente mayor que la de un aumento potencial en el consumo problemático, cuyo tratamiento de todos modos tiene que ser una prioridad de los sistemas de salud. Otra objeción, proveniente justamente de los profesionales de la salud, es que no sería responsable legalizar sustancias potencialmente tan peligrosas como la cocaína. Puede que no, pero desde un punto de vista estrictamente sanitario tampoco sería responsable legalizar el tabaco o el alcohol si estuvieran prohibidos. No obstante, como sociedad hemos decidido, correctamente, que ni el tabaco ni el alcohol deben ser prohibidos, sino que deben ser regulados. ¿Por qué no podemos hacer lo mismo con otras drogas? Y, por último, contra la posible objeción de que un monopolio estatal de drogas sería inviable, cabe mencionar el ejemplo de los países nórdicos que, salvo Dinamarca, poseen monopolios estatales de venta de alcohol con altos índices de aprobación pública.

Es difícil imaginar una sociedad en la que todos los consumos sean tolerados y todos los consumos problemáticos reciban la ayuda que necesitan. Es más fácil pensar en una sociedad en la que la prédica de la mano dura se repite una y otra vez mientras el narcotráfico continúa haciendo estragos, particularmente en los sectores más carenciados. Pero, para ser optimista, también es posible imaginar una sociedad en la que se discuten seriamente estos temas, y en la que, desde posiciones muy distintas, se llega a acuerdos inesperados.

Miguel Arocena es doctor en Ciencias Biológicas, docente e investigador en la Facultad de Odontología, en la Facultad de Ciencias y en el Instituto Clemente Estable.