Así como a mediados de la década de 1970 Anne Lund diseñó el logo del sol sonriente para decirle “nein, danke” a la energía nuclear, Uruguay empezó la semana pasada a decirles “no, gracias” a las bolsas plásticas. Esto, sin dudas, es un alivio. Finalmente, lo que en las últimas semanas parecía tan complicado ocurrió. El proyecto de ley que declara de interés general la prevención y reducción del impacto ambiental derivado del uso de bolsas plásticas fue aprobado en la Comisión de Medio Ambiente y ayer, en la Cámara de Senadores, se convirtió en ley.

Para cumplir sus objetivos, el proyecto establece acciones que buscan desestimular el uso, promover la reutilización, impulsar el reciclado y habilitar otras formas de valorización de las bolsas plásticas. No se trata, aunque perfectamente podría serlo, de una ley de talante prohibicionista que busque llevarse puestos costumbres, negocios y fuentes de trabajo, sino el producto de la constatación de que la llamada Edad del Plástico llegó para quedarse y que Uruguay no puede permanecer quieto a un costado del camino.

En menos de una quincena de artículos, el proyecto sí excluye la posibilidad de fabricar, importar, distribuir, vender o entregar bolsas que no sean compostables o biodegradables; establece el cobro y proceso de certificación de las bolsas que sí puedan distribuirse; obliga a los titulares de puntos de venta de bolsas a un conjunto de acciones orientadas a disminuir los impactos asociados a su uso, y establece que el Ministerio de Industria, Energía y Minería habrá de organizar un plan de reconversión de la industria nacional de bolsas plásticas, así como el fomento de soluciones tecnológicas y desarrollo de nuevos productos y mercados tendientes a minimizar los impactos ambientales derivados del uso de bolsas plásticas no biodegradables.

En el contexto de su campaña “Sacá la bolsa del medio”, el Ministerio de Vivienda, Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente dejó el desafío muy claro: se estima que en nuestro pequeño país se utilizan, en promedio, la friolera de 1.200 millones de bolsas plásticas por año. Un aporte nada despreciable al ciclo geológico de este material, si tenemos en cuenta los 500.000 millones de bolsas que se utilizan anualmente en todo el planeta. Datos, no opiniones. Ahora bien, si consideramos que cuando este proyecto comenzó a discutirse Francia ya había prohibido las bolsas plásticas, o que Finlandia nunca ha necesitado una normativa específica para lograr altos niveles de uso de bolsas reutilizables, ¿por qué importa entonces que esto esté pasando?

Importa porque esta es la primera (y, hasta el momento, la única) ley fuertemente identificada con el cuidado del ambiente aprobada en esta legislatura y por el partido que gobierna, frente a una oposición que dice mucho pero hace poco en los departamentos en los que le toca gobernar. Importa porque, implícitas en las acciones que en su marco se pretende impulsar, descansan, aunque más bien tímidamente, algunos rasgos de otro tipo de sociedad. Si bien no es para nada fácil coincidir con las ideas sociales y económicas del conservador británico Zac Goldsmith, su frase sobre las bolsas plásticas es un inmejorable llamado a la reflexión: “De todos los residuos que generamos, las bolsas plásticas son quizá el mayor símbolo de la sociedad del use y tire. Se utilizan y se olvidan, dejando tras de ellas un legado terrible”.

La política, en especial la de izquierda, supone jugarse por ideas con otros mundos en mente, y si bien la noción de que tenemos que prestar mayor atención a las formas (y ritmos) de nuestro consumo no es nueva, pareciera que cualquier llamado a construir marcos que comprendan y ordenen la “libre” autodeterminación de nuestras vidas es visto automáticamente como una amenaza. Esto no debe ser así, y aunque lo haga de manera sobradamente modesta, esta ley toma partido. Junto a la Ley para la Gestión Integral de Residuos, a estudio de la misma comisión en el Senado, se generan aquí condiciones para considerar de forma integral estas otras aristas socioambientales, cuidando a todos y lo que es de todos, incluso si esto supone ir en contra de ciertos intereses sectoriales y/o individuales.

Frente a la dificultad de aprehender la escala de la crisis ambiental contemporánea, estos pequeños pasos pueden parecer absolutamente insignificantes, pero hay otras maneras de visualizarlos en contextos más amplios. El inglés Jeremy Davies, en su excelente El nacimiento del Antropoceno, propone lo de los tiempos geológicos. Los ambientalistas, nos dice, “deben considerarse atrapados en la transición entre dos intervalos geológicos [el Holoceno y el Antropoceno], y su tarea es negociar un camino que la atraviese”, y esto implica abandonar el objetivo absurdo de lograr una “sustentabilidad indefinida” para el modo en que nos organizamos como sociedad. El Antropoceno, como tal, no es negociable, y lo que toca más bien es actuar para salvaguardar y reconstruir la pluralidad en las formas de relacionarnos con la naturaleza, en contra de la tendencia simplificadora y homogeneizante de la sociedad capitalista actual.

En un proceso que comenzó antes de la Revolución Industrial pero se afirmó decididamente una vez que esta mostró su cara más visible, más y más regiones de nuestro planeta se han visto envueltas por la necesidad de asumir un modelo de producción y consumo de la naturaleza lineal que genera cada vez más residuos, en cantidad y complejidad. La primera reacción, asociada a la antigua lógica del higienismo, fue separarnos de esa amenazante masa de residuos por los evidentes impactos que estos generaban en la salud (y, como se creía también en aquellos tiempos, en la moralidad). Pero, como diría Barry Commoner en una de sus célebres cuatro leyes de la ecología, “en la Naturaleza, todo va a parar a algún lugar”, y la apuesta por la sostenibilidad de este modelo terminó por jugarnos (más temprano que tarde) una mala pasada. Si se tienen dudas de lo anterior, basta con tomarse un 109, bajarse en Camino Carrasco y Felipe Cardoso, caminar unas cuadras y admirar el sitio de disposición final de la Intendencia de Montevideo, cuyas montañas de residuos ya son uno de los sitios más altos de la capital, luego del Cerro de Montevideo.

¿Qué podemos esperar de la aprobación de estas leyes, además de (ojalá) mucho menos plástico en nuestras ciudades? Quizá podamos tomarnos un momento para reflexionar sobre una necesidad. Si la izquierda, en un determinado momento histórico, tuvo a bien construir una cultura de la clase trabajadora, ahora le haría bien considerar si es posible y viable (o necesario) construir cultura y ciudadanía ambiental. En tanto podemos aprender a verlo como una fuente de crítica coherente a la sociedad en la que vivimos, el ambientalismo ofrece a la izquierda uruguaya una ocasión inmejorable de relanzar el debate de las ideas.

Atrapada en lo que a veces parece ser un callejón sin salida en sus ideas sobre desarrollo y cómo conciliar una mirada más integral de sus “éxitos” productivos con el cuidado del ambiente, la política de los gobiernos del Frente Amplio tiene que cuidarse de no repetir el trágico destino de Narciso: luego de rechazar a Eco, y perdidamente enamorado de sí mismo, acabó por ahogarse en las aguas de un estanque.

Andrés Carvajales es biólogo. Integra el Círculo Verde del sector Casa Grande, del Frente Amplio.