La decisión de intervenir la Asociación Uruguaya de Fútbol (AUF), adoptada esta semana por la Federación Mundial de Fútbol Asociación (FIFA), se agregó a la intrincada situación que venía atravesando el deporte más popular del país, y es motivo de muy numerosos comentarios, a menudo desinformados o ingenuos (dejemos de lado la maledicencia por interés político, que abunda, como siempre).

Uno de los enfoques frecuentes lee esta crisis en términos de soberanía nacional, y rechaza la injerencia externa en cuestiones locales. Pero sucede que la AUF, como las instituciones análogas de los otros 210 países afiliados a la FIFA, acepta y acata desde siempre las decisiones adoptadas por la cúpula de esa federación, ya que de lo contrario no podría participar en ninguna competencia futbolística internacional importante. Esto implica, entre otras cosas, dejar fuera de la conversación, en importante medida, a las autoridades y las normas nacionales, y tiene consecuencias lamentables en muchos aspectos, por ejemplo en los que tienen que ver con las condiciones laborales de los jugadores profesionales, o con las costosas imposiciones de la FIFA a los estados que quieren organizar campeonatos mundiales. Pero esa relación muy desigual de poder sólo podría cambiar para bien si intervinieran otros actores potentes a escala mundial, como organismos del sistema de las Naciones Unidas o una federación de sindicatos de futbolistas bien plantada. Sería muy interesante que así ocurriera, y la tarea de intentarlo es tan difícil como elogiable, pero estamos muy lejos de eso, y no parece posible que las acciones unilaterales de algún país puedan ser fructíferas, aunque se tratara de una gran potencia económica y futbolística.

Otro enfoque habitual es el de quienes –apoyados en la percepción de que el fútbol local está plagado de corruptos e incompetentes, que ponen sus grandes o pequeños negocios por encima de lo deportivo– alientan la esperanza de que la intervención de la FIFA nos salve de nuestras propias miserias. Lo que parece olvidarse desde esta perspectiva es que la FIFA dista muchísimo de ofrecer garantías en materia de honestidad y transparencia (y es muy llamativo que esa institución, a la que tantos uruguayos suelen ver como un nefasto poder adverso, les parezca a muchos, ahora, un bienvenido superhéroe que viene a rescatarnos).

Los motivos de la intervención tienen mucho que ver con que la FIFA exige, desde hace ya muchos años y sin éxito, que la AUF reforme sus estructuras de conducción en términos que implicarían una mayor democracia, con la participación de actores hoy excluidos. Entre ellos, por supuesto, los jugadores, en quienes sin duda se sustentan la popularidad y la riqueza del fútbol. Pero este dato coyuntural no debería llevarnos a un alineamiento apresurado. Por ello es acertada la posición de mediar sin tomar partido por alguna de las partes asumida el jueves por el Poder Ejecutivo, mucho mejor que las que adoptó ante crisis anteriores en el fútbol, cuando por acción u omisión eligió –como en varios otros terrenos– adecuarse a la convivencia con los malos conocidos en vez de trabajar por cambios progresistas.