Los cambios profundos en las sociedades no se sustancian de un día para el otro, son procesos de larga duración que se van consolidando muchas veces de forma casi imperceptible.

Siempre hay hechos o actos con un fuerte contenido simbólico que los expresan con contundencia y nos muestran que algunas cosas muy importantes han cambiado y que ya nada será igual.

El 14 de agosto el Senado recibió la nota de renuncia del compañero José Mujica a su condición de senador, y ese día será recordado no sólo por la importancia de ese hecho político, sino como el día en que los principales partidos de la oposición hicieron un profundo silencio, contribuyendo de manera explícita a un cambio profundamente negativo para el relacionamiento entre los partidos políticos en el Uruguay.

A partir de su recuperación democrática, el Uruguay fue consolidando no sin dificultades una democracia de calidad, la mejor calificada del continente y entre las más reconocidas del mundo.

Como todos saben, una democracia de calidad tiene como una de sus principales condiciones un sistema político de calidad, partidos fuertes, democráticos y la capacidad de tender puentes entre estos, independientemente de sus diversas concepciones ideológicas.

Por las dimensiones del país, siempre decimos que en Uruguay nos conocemos todos; quizás esto permitió (salvo en contadas coyunturas en las que la radicalización de la confrontación política hizo pagar un altísimo costo a los uruguayos) un diálogo respetuoso entre líderes políticos que representan historias y sensibilidades muy distantes, pero esto jamás impidió sentarse en una mesa para encontrar imprescindibles acuerdos cuando el país más lo necesitaba.

Pero esta realidad hace un buen tiempo que viene cambiando: el tono del debate político y la sociedad hace rato que se viene radicalizando.

En tiempos de la posverdad, del reinado de las redes sociales, de la circulación de noticias falsas, de debates ideológicos a través de Twitter, la política se banaliza, se transforma en un triste espectáculo de rostros impostados y de pensamientos de baja intensidad. Nuevas tecnologías, con un fuerte potencial democratizador, se vuelven reductos de advenedizos, oportunistas o simplemente de estúpidos con pretensiones de filósofos.

Pero volviendo al principio, hace un rato que el “tono” del debate político viene cambiando. Quizás a caballo de estas nuevas formas de “comunicación”, también en el debate político comenzó a campear la mentira, la descalificación personal, los apuros por el poder, y la pérdida de algunos códigos esenciales que por un buen tiempo nos hicieron diferentes y admirados.

Para esta comparación la medida siempre ha sido Argentina; tan parecidos, tan iguales y tan diferentes a la vez. Borges decía algo que definía la cultura política de este pueblo hermano: “No nos une el amor sino el espanto”. Considero que esto caracteriza muy bien eso que tanto se repite del otro lado del río de que se construyó una brecha eterna que separa al pueblo argentino.

Si uno mira el mundo, los países que más avanzan son aquellos que han consolidado democracias de calidad y un Estado de bienestar que garantiza oportunidades a todos sus ciudadanos. En estos países, más allá de la alternancia de los partidos en el gobierno, hay ciertos acuerdos esenciales que permanecen.

Hace rato que en Uruguay comienza a ganar la crispación y la falta de respeto en el debate ciudadano.

Pero cuando los principales partidos de la oposición optan por el camino de dinamitar los puentes con lo más representativo de la otra mitad de la sociedad, las distancias comienzan a transformarse en una brecha que se agiganta. Espero que no sea eterna.