En el último decenio el director Stéphane Brizé se destacó como uno de los principales exponentes del "nuevo realismo" cinematográfico francófono, a la par de los hermanos belgas Jean-Pierre y Luc Dardenne. Todas sus películas recientes involucraron cuestiones de clase actuales desde una perspectiva trabajadora. En forma inesperada, luego de su película más política (La Loi du marché, que se conoció aquí como El precio de un hombre, 2015), lanzó este primer film de época, en el que adaptó una novela de Guy de Maupassant sobre una baronesa en la primera mitad del siglo XIX.

Es curioso ver su estilo habitual –cámara en mano inestable, jump cuts, planos cercanos, poquísima música incidental, un interés casi exclusivamente depositado en las expresiones humanas, y una narrativa abrupta y llena de elipsis– volcado a este universo de vestidos anchos, castillo, carruajes, etiqueta, jardines, interiores a la luz de velas. Superada la extrañeza, constatamos que Una mujer, una vida amplía el universo de Brizé pero no desentona en absoluto con su postura habitual.

Maupassant es considerado un maestro del naturalismo, y su novela Une Vie, ou l’Humble vérité (Una vida, o la humilde verdad, 1883) es sumamente crítica de instituciones diversas (especialmente de la iglesia católica). Integra la veta de relatos amargos sobre jóvenes llenos de aspiraciones y optimismo a los que la vida, a lo largo de los años, conduce por caminos deslucidos, derrotados, desencantados, marcados por algún evento trágico o desgarrador (a la manera de Jude el oscuro –1895–, de Thomas Hardy).

La adaptación da cuenta, en forma excepcionalmente eficaz, de los principales temas abordados en la novela. Curiosamente, lidiando con un texto clásico, Brizé radicaliza los aspectos menos clásicos de su cinematografía. La vida de la baronesa Jeanne –desde que termina su educación en un convento, se enamora y se casa, hasta una vejez solitaria y en la ruina económica– se cuenta en forma esencialmente cronológica. Sin embargo, esa línea general está salpicada de imágenes y sonidos cruzados, que pertenecen claramente al pasado (cuando vemos a Paul –uno de los personajes– cuando todavía era niño; o cuando vemos a alguien que ya se murió), que quizá sean del futuro (cuando vemos a Jeanne con una expresión triste y con una ropa que vestirá más adelante en la historia), o que tanto da (durante los tiempos relativamente felices del casamiento de Jeanne y Julien, la interpolación de un momento romántico sin vínculo causal específico con el resto de las ocurrencias puede haber tenido lugar un poco antes o un poco después de cualquier otra escena). Esas interpolaciones aparecen sin ningún tipo de indicador que sirva para orientar al espectador: los flashbacks pueden ser imágenes mentales de Jeanne (visualizaciones de su recuerdo) o simplemente comentarios del dispositivo narrativo. A eso se suman momentos exasperantemente ambiguos (vemos dos personajes y escuchamos su diálogo, pero siempre que hablan, sus bocas están tapadas o ellos están de espaldas, de manera que no estamos seguros sobre si este diálogo es o no es “sonido sincrónico”). ¿Y qué son esos poemas que aparecen recitados en la voz de Jeanne en un par de ocasiones?

Esa capa de ambivalencia contribuye a difuminar el relato en un halo impresionista, de imprecisión, de reminiscencia confusa o desenfocada. Más aun por el hecho de que nunca vemos los eventos más cruciales. La narrativa sencillamente los saltea, y nos sitúa, sorpresivamente, frente a sus consecuencias: los parientes le preguntan a Jeanne si va a aceptar la propuesta de casamiento de Julien, y de pronto estamos en su noche de bodas. Y así, tampoco vemos la primera infidelidad de Julien, ni el momento en que Jeanne decide perdonarlo, ni el nacimiento de su hijo, ni cuando el cura habla con Georges, ni la reacción de este, ni el regreso de Rosalie. En principio, parece ser una opción de sequedad, de antimelodrama. Pero casi siempre esa opción se da vuelta y resulta en algo aun más impactante y emotivo. El momento más fuerte es probablemente cuando Jeanne está por entrar al cuarto de Julien, y pasamos de esa acción doméstica relativamente cotidiana a un plano exterior, nocturno, ruidoso, en el que Jeanne grita desesperada y Julien intenta contenerla. El momento de la constatación (cuando ella abrió la puerta) fue omitido, pero en su lugar tenemos una explosión, un shock, uno de los cortes cinematográficos más violentos que pueda recordar, y además un momento de intriga (¿por qué esa reacción?, ¿qué habrá visto ella?), que dilucidaremos recién unos minutos después.

Los personajes son nobles y viven en un castillo, pero no esperen algo animado y poblado como la serie Downton Abbey. Se trata de la pequeña nobleza provinciana en la época de la Restauración y de la Monarquía de Julio, personas que viven aisladas, tienen pocos empleados y ayudan con sus propias manos a cultivar la tierra. No recuerdo otra película que haya retratado en forma tan vívida el frío, la oscuridad y la humedad de un castillo en el que no hay presupuesto para comprar suficiente leña, velas o hacer el mantenimiento.

Además de cuestiones que se pueden proyectar a la totalidad de la humanidad (el cinismo desencantado) o que son inherentes a determinada clase en determinada época y lugar, hay un fuerte acento en la condición de la mujer: la falta de preparación –miedo e incomodidad– de Jeanne al momento de perder la virginidad, su educación precaria, la pronunciada asimetría en la relación con el marido y con el hijo, la manera en que la aterroriza y presiona el fanático abad Tolbiac con sus ideas de pecado y culpa. Las mujeres se mandan algunas macanas, Jeanne incluida. Pero todas las decisiones de los varones, aun las de los bienintencionados, a la larga están mal, y no sólo desde el punto de vista ético: todas ellas redundan en desastre. La película termina, al igual que el libro, con un bello abrazo femenino: dos adultas, una bebé que representa el futuro. Frente a la biografía de Jeanne, tenemos margen para pensar que el futuro de esa bebita puede llegar a ser tan triste como el de su abuela, pero ese es un momento de luz. Y –muy importante– quien dice la última palabra, la moraleja, es la sirvienta.

Una mujer, una vida (Une Vie) | Dirigida por Stéphane Brizé. Basada en una novela de Guy de Maupassant. Con Judith Chemla, Jean-Pierre Darroussin, Swann Arlaud. Francia/Bélgica, 2016. En Cinemateca 18.