Para muchos, la figura de Eduardo Franco (1945-1989) se configuró en la inevitable nostalgia de una época, en esa búsqueda del ayer que los hizo felices y que el imaginario se empeña en valorar como idílico. O, al menos, en vincularla con la esperanza de un futuro mejor. Pero en Un tal Eduardo, la añoranza, el drama o el miedo a la muerte son mitigados por la construcción de una personalísima memoria emotiva. Alejado de los documentales y las biopics convencionales, Aldo Garay (Yo, la más tremendo, 1995; El círculo, 2008; El hombre nuevo, 2015) busca las variantes del recuerdo y el mito. Abraza lo camp y el absurdo, no esquiva las certezas religiosas de los seguidores, y a partir de sus testimonios, de sus ritos y confesiones, explicita ciertos mojones del mito que rodea a Eduardo.

Como cantante melódico, el autor de “Puerto Montt” contó con una proyección internacional tan inmensa como atípica –para Uruguay– y representó a una época entre sus marchas y contramarchas.

De adolescente, Eduardo formó –junto a otros cinco integrantes– el grupo rockero The Blue Kings, que años después se llamó Los Iracundos. Él fue el líder, compositor y cantante, escribió más de 500 canciones y varios grandes éxitos, y grabó una treintena de discos, además de incursionar en el cine, algunas veces como invitado y otras como protagonista (Este loco verano, 1970; y Locos por la música, 1980).

Cada 1º de febrero, seguidores de toda Latinoamérica se reúnen en Paysandú para homenajearlo en el aniversario de su muerte. Este encuentro espontáneo es el eje central de Un tal Eduardo: el film sigue sus historias, sus viajes, sus modos de evocar al músico, a la vez que profundiza en ese nuevo carácter de mito público y privado que ha generado con los años, junto a las proyecciones de ese mundo iracundo que, al menos para ellos, amagan con ser eternas. De este modo, Eduardo Franco se construye desde la ausencia y desde la estampa de un personaje reinventado a partir de su público, que evoca su obra y su recorrido y que añade anécdotas impensadas. Tanto da si reales o imaginadas. Así, Un tal Eduardo habla de lo que genera Eduardo en sus seguidores, de cómo encuentran un sentido amplio a su existencia, y del vacío espiritual que el músico llegó a cubrir, tan abarcativo como conciliador.

En oposición a la biopic de cantantes populares como Gilda, no me arrepiento de este amor (2016), o las que se han dedicado a Sandro y Leonardo Favio –por centrarnos en el panorama rioplatense– en los últimos años, que no retoman la mitología ni la estampita, Un tal Eduardo ancla el relato en un mito, traza la silueta ausente de un personaje y distintas maneras de pensar y sentir, que nos enfrentan a diversas modalidades de la existencia.

Abrázame y verás

Un cura habla de Eduardo y de la orquesta que creó junto a los ángeles: dice que sus letras son para todos porque hablan sobre lo que “experimentamos en la vida pero no sabemos cómo expresar”. Luego se suceden rituales, santuarios, portarretratos, vírgenes, flores de plástico. Long plays, recortes de diarios argentinos que anuncian conciertos de Sandro y Los Iracundos, un imitador que también protagoniza una escena de stand up, el programa radial Por siempre Iracundos, su panteón; alguien admite que Eduardo lo eligió para dar un mensaje, a la vez que le anunció su segunda venida y le dictó una canción desde el cielo; habla su peluquero; su hija cuenta que a Paysandú “no había llegado la moda” y él ya usaba zuecos de madera; conocemos a un escultor que hizo una figura en tamaño real de Eduardo, con la que intentó capturar su espíritu, y que ubicó en el jardín de su casa, junto a otras de Pamela Anderson, el comandante Hugo Chávez, Gardel y Zitarrosa. Este escultor es el que plantea la distancia entre Montevideo y el interior: cree que su música y su estilo poético no alcanzan a la intelectualidad montevideana, “Ahí vos respirás candombe, rock fusión, pero esta es la pureza del romanticismo. Y creo que, colectivamente, Montevideo tiene una barrera hacia esa sensibilidad”.

En definitiva, Un tal Eduardo registra un modo de vida que no es recreada por otros: surge de la sinergia entre los fans y se vuelve parte de un mundo cinematográfico vasto y complejo, pautado por la cadencia y el carácter de una geografía interior.

El triunfador

Después de dirigir una serie de trabajos documentales y de estrenar Memoria tropical (2017), la serie que trazó el extenso recorrido de referentes del género, Garay volvió al ruedo con este largometraje que se estrenará el 30 de agosto en varias salas del país. Si bien durante su infancia Los Iracundos fue una banda que siempre estuvo presente, dice que, con los años, recién volvió al grupo sanducero durante el rodaje de El círculo (audiovisual sobre el científico y ex tupamaro Henry Engler), cuando descubrió el busto en homenaje a Eduardo (que, de hecho, se incluyó en el documental, produciendo una involuntaria referencia intertextual).

A priori, Garay advierte que Un tal Eduardo no sigue la estructura habitual del documental, que es la sucesión de entrevista y archivo, y tampoco propone una biografía lineal, ya que el film incluye una secuencia inicial que habla de su infancia, y mucho después, de su adolescencia. “Tenía miedo de que alguien se sintiera engañado, porque no se van a enfrentar a una biografía y su dramaturgia habitual, aunque haya muchos trazos desgranados de la vida de Eduardo, que se dan en clave emocional”, plantea, ya que considera que el formato tradicional se agotaba de inmediato. “Me pareció muy interesante la figura de Eduardo y sentí que llegué en el momento justo de la consolidación del mito, porque de él se desprenden otros. Cuando vas a Paysandú y ves lo que se da cada 1º de febrero, y escuchás atentamente lo que este artista deja, te das cuenta de lo que estas personas traducen y expresan: la construcción de un gran mito, y a su vez la de muchos otros Eduardos”.

Foto del artículo 'Tú con él'

En cuanto a la línea de producción, para él se establece un gran contraste: Un tal Eduardo, dice, es un documental de cine, lo que implica cierto misterio, la sugerencia de interrogantes, y la reserva de ciertas “zonas para que vos, como espectador, construyas”; la televisión, en cambio, ofrece un relato resuelto. “Intenté hacer una película mucho más sensitiva y emocional, en la que la información esté al servicio del espectador, para que pueda apoyarse y continuar, pero no para que tome ese carril. Hay documentales rockeros, por ejemplo, que tienen una plataforma periodística. Pero en Un tal Eduardo se dan pequeñas puestas y situaciones en las que alguien representa algo con relación a Eduardo. La música perfora, y todo se vuelve más teatral. Es, como se dice habitualmente, una mirada”, que habilita otro tipo de abordajes de Los Iracundos, o de lo que implicó el movimiento melódico latino en Uruguay, “aunque ellos estén bastante despegados del resto”.

Garay recuerda que, así como en Memoria tropical, aquí vuelve a un género ninguneado tanto por el periodismo cultural como por ciertas áreas de la academia, que no lo han considerado objeto de estudio, y, por eso, le ha resultado tan complejo poder contar con referencias. Él va más allá, y admite que “vale la pena que se retome la figura de Eduardo, al menos en Montevideo, porque en el interior está mucho más presente”.

El director, desde un café de Barrio Sur, confirma que se trata de un músico que supo conectar con el público, y que lo hizo desde un sentido rítmico y una composición sencilla y pegadiza que plantea varios aspectos. “Es difícil encontrar creadores uruguayos que cuenten con tantos hits. Eduardo tenía talento y una gran capacidad de lectura de la época”, dice, y se sorprende con que haya logrado leer “qué podía funcionar en el continente, antes que en Uruguay. Hasta hoy Los Iracundos siguen siendo populares en países como Chile y Perú. Acá, cuando llegó la democracia, se consolidó el rock nacional, entre la murga canción y el canto popular, y Los Iracundos se distanciaron, como todo el melódico internacional”.

Apróntate a vivir

Un tal Eduardo se destaca por su factura técnica y por la confección del relato, que mantiene un ritmo, un tono y una estética logradísima. “A un documental se llega luego de un proceso de investigación y de trabajo, y siempre empezás en un lugar que deriva en otro totalmente distinto. En ese trayecto, en el que uno negocia con la realidad, llegamos a un retrato emocional de Eduardo, después al retrato de todos ellos, y luego a distintos puentes como la fe, que interpela a esa idea generalizada de ser un país agnóstico, cuando creemos en muchas cosas divinas y terrenales. Este fue un hallazgo que descubrí con el documental y que me pareció bueno exponer, junto con la referencia al cielo y a Eduardo como guía. Esto fue lo que más me sedujo, y creo que la película llega justo”, intuye.

A lo largo del documental, reconoce que se sorprendió con una serie de pequeños detalles, porque cada vez confía menos en la historias espectaculares. “En mi caso me interesan esas pequeñas cosas de baja intensidad, y aparentemente nimias, pero que a la larga perforan. En otros casos, me emocionó que alguien dedicara gran parte de su vida y su tiempo libre a seguir a su ídolo, a homenajearlo; además de todo ese conjunto de rituales que me conmueven muchísimo. En ese sentido, se puede decir que Un tal Eduardo es una película sobre la vida”. Entre el acontecer de esas historias mínimas, Garay encuentra una intensidad que contradice o interpela la idea de cómo nos percibimos los uruguayos y de la posibilidad de contar con este tipo de rituales, que en general se vinculan con artistas extranjeros.

Desde siempre, se ha interesado por ciertas variantes de las ciudades del interior y la conformación de climas propios, alejados de la gran urbe. Esto lo remite al escritor Gustavo Espinosa y, sobre todo, a su última novela Todo termina aquí (2016), en la que, además de seguir al guitarrista de una versión de Los Iracundos, despliega una narrativa rodeada de paredes húmedas, olor a guiso, notas de blues y motos chinas.

A priori, Garay se propone contar historias desde el filtro de una mirada, que, en este caso, supone un enfoque menos panorámico que sus trabajos anteriores, sobre todo al detenerse en ciertos detalles, pequeños gestos y acciones cotidianas. Recuerda que cuando se presentó en el BAFICI [Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente] alguien le señaló el cambio de temática, “porque venía de tratar situaciones mucho más ásperas, más sociales y complejas, y pasé a este retrato que, aparentemente, no incluye estos componentes. Sin embargo, yo no encuentro muchas diferencias, porque hay una mirada y un detenerse en las pequeñas cosas, en la gente humilde. Y en la posibilidad de que hoy, cuando expresan determinadas cuestiones, puedan ser catalogados como raros. En esto todos están del mismo lado, porque cuento con cierta obsesión a la que tiendo naturalmente, que tiene que ver con hacer visible eso que tenemos tan cerca y no vemos, o que tomamos con desdén”, señala, convencido de que el cine, sin mirada, no existe.