Ante las expresiones del comandante en jefe del Ejército, general Guido Manini Ríos, contra la reforma del Servicio de Retiros y Pensiones de las Fuerzas Armadas que está a consideración del Parlamento, cabe preguntarse no sólo hasta cuándo sino también hasta dónde seguirá extralimitándose el oficial. Desde que fue designado, a comienzos de 2015 (por recomendación del entonces ministro de Defensa Nacional, Eleuterio Fernández Huidobro), parece cada vez más envalentonado.

Formalmente Manini no agravió al ministro de Trabajo y Seguridad Social, Ernesto Murro, cuando dijo que no puede atribuirle “mala fe” ni que “mienta a sabiendas”. Una viveza, y no es la primera. El 18 de mayo de 2017 le agregó a su discurso pasajes que no había presentado previamente al ministro de Defensa, y se ligó una sanción del presidente Tabaré Vázquez.

El comandante no ha hecho nada útil para hallar restos de desaparecidos, y por el contrario, aportó datos erróneos. No pierde ocasión de menospreciar los reclamos de verdad y justicia o cualquier crítica a las Fuerzas Armadas, a las que trata de victimizar. Desde fines del año pasado, mediante una cuenta de Twitter, difunde mensajes políticos provocadores sobre cuestiones nacionales e internacionales, incluyendo una agresiva campaña contra la reforma de la llamada Caja Militar. De postre, promueve un claro avance en el Ejército de la religión católica, que él profesa (en una versión que, al parecer, no considera incompatible con la pertenencia a la logia golpista Tenientes de Artigas).

La designación de mandos en las Fuerzas Armadas, y muy especialmente en el Ejército, suele responder a factores que quedan en segundo plano. En el intento de administrar la incidencia entre los militares de distintas corrientes internas, incluyendo a las partidarias, el Poder Ejecutivo a menudo se resigna a preferir lo que considera menos perjudicial para sus propios intereses. La persistencia de una fuerte autonomía corporativa –y, por supuesto, la tolerancia gubernamental ante ella– determina que entre los uniformados persista un panorama ideológico muy distinto al del promedio del país. En ese marco, las estructuras formales para el adiestramiento castrense y la convivencia separada del resto de la sociedad, reforzada por la pertenencia de muchos oficiales a familias con varias generaciones de militares, reproducen más de lo mismo, o de casi lo mismo, y en el menú de opciones para la promoción escasean los cuadros alineados con posiciones progresistas. A esto se agrega, todavía, que quienes llegan a ser elegibles para la máxima jerarquía fueron, como Manini Ríos, formados durante la dictadura.

De todos modos, el mandato a determinados funcionarios de abstenerse de cualquier “acto público o privado de carácter político, salvo el voto”, cuya violación debe castigarse con la “pena de destitución e inhabilitación de dos a diez años para ocupar cualquier empleo público”, no está en la Constitución para que sea sorteado jugando al borde del reglamento, mientras las autoridades hacen como que no ven. Mucho menos en el caso de un comandante en jefe del Ejército.