En el lejano 1892, un compositor británico conocido como Harry Dacre viajó a Estados Unidos con su adorada bicicleta, por la que en la Aduana tuvo que pagar una buena suma en impuestos. Según la leyenda, un amigo le comentó: “Qué suerte que no trajiste una bicicleta para dos [la famosa tándem]; si no, tendrías que haber pagado el doble”. Así nació una de las primeras canciones que mencionan ese simple pero noble invento, que nos traslada gracias al impulso de nuestra voluntad, titulada “Daisy Bell” (a veces renombrada “On a Bicycle Built for Two”). El tema fue grabado por músicos muy diversos en tiempo y espacio, como Bing Crosby, Nat King Cole y Blur. “Daisy, Daisy, / dame tu respuesta, / estoy medio loco / de amor por ti. / No será una boda con estilo, / no tengo plata para el carruaje, / pero qué dulce te verás sobre el asiento / de una bicicleta para dos”.

Desde entonces la música popular de todos lados se ha subido a la bicicleta para recorrer diferentes caminos. En “Daisy Bell” las dos ruedas son un mero detalle para cerrar un estribillo con humor, pero nada más. En cambio, en “Bike”, la que cierra el primer álbum de Pink Floyd, The Piper at the Gates of Dawn (1967) –típica pieza de rock psicodélico inglés de esa época–, Syd Barrett le cuenta a una mina que tiene una bici, que si quiere la puede montar. “Tiene un canasto, un timbre que suena / y cosas que la hacen bonita. / Te la daría, si pudiera, / pero la pedí prestada”, canta el malogrado fundador de Pink Floyd. Si bien la bici parece ser el centro de la canción, en realidad es un pretexto para conquistar a la muchacha; no en vano, el estribillo de “Bike” reza: “Sos la clase de chica / que encaja en mi mundo. / Te daré cualquier cosa, todo, / si querés cosas”.

Hay canciones que hablan mucho de bicis pero para referirse a otra cosa, para pedalear sobre metáforas o comparaciones y bicicletear un contenido más profundo. En 1982 Tom Waits grabó junto con la cantante Crystal Gayle el álbum One from the Heart, que contenía la banda sonora del film homónimo de Francis Ford Coppola. Allí estaba “Broken Bicycles”, una excelsa balada lastimera típica del primer Waits –de piano tabernero y whisky nostálgico–, sobre las bicicletas rotas, con cadenas destrozadas, que están ahí afuera, bajo la lluvia. “Alguien debe / tener un orfanato / para esas cosas que nadie / quiere más”. Esas cosas no son las bicicletas sino los corazones, las personas, el amor: “El verano se fue, / nuestro amor permanecerá / como las viejas bicicletas rotas: / afuera, en la lluvia”.

Pero no hay dudas de que en el mundo del rock, pop y afines la canción sobre bicicletas más famosa es la de Queen: “Bicycle Race”, un compendio de todos los artilugios de la banda inglesa (introducción a capela, cambios de métrica, modulaciones y así). Según el mito, a Freddie Mercury se le ocurrió mirando el Tour de France de 1978 (sería el primero de los cinco que se llevaría el francés Bernard Hinault). Pero, mito más, mito menos, y más allá de repetir “quiero andar en mi bicicleta” en el estribillo y de un break a pura bocina de chiva, la canción tiene poco y nada sobre bicicletas.

“Adónde vas tan apurado, adónde vas, / con ese auto que escupe tanta, tanta basura. / Adónde vas tan exaltado, adónde vas, / haciendo tanto ruido, me vas a enloquecer. / Esta mañana voy a mandarme en bicicleta y se acabó”, canta Leo Maslíah en “La bicicleta”, de Zanguango (1996). Esta sí, una auténtica oda al uso de la chiva, que incluso se anima a la utopía: “La bicicleta sobrevivirá bastante tiempo / cuando no haya autos sobre la Tierra”. Aunque la oda más oda a la bicicleta es, justamente, “Oda a mi bicicleta”, de Martín Buscaglia: “Oh, Parque de los Aliados, / rambla, / calles del Prado, / cuernos de Batlle. / En la ilusión y en el raye, / contigo conté. / Hoy voy a ser tu poeta, / mi gran amor, bicicleta”. Todo dicho.

Pero no todo es puro verso. Hay bicicanciones que no se cantan, temas instrumentales que nos llevan a recorrer caminos pedaleando sobre los sonidos. Por acá tenemos “Bicicleta errabunda”, de Esteban Klísich, una pieza para guitarra y flauta en la que esta última desparrama una melodía que parece ir de aquí para allá como describe el título, hasta que termina con una estrepitosa caída (“crash, / pum”). La atmósfera calma del tema de Klísich no tiene nada que ver con la de “Bicycle”, de John Cale, con una base loopeada y un coro de melodía minimalista y repetitiva (“tu tu ru ru”) que nos hace viajar arriba de una bicicleta y de un par de pastillas. Todo muy de pista, pero de baile.

De todas maneras, si se trata de recorridos electrónicos, esa carrera la gana Kraftwerk por varios minutos, ya que en 1983 lanzó “Tour de France”, con la particularidad de que tiene como base rítmica el sampleo de sonidos característicos del ciclismo (desde gemidos y respiraciones de esfuerzo hasta el quejido de piñones y cadenas). En 2003, cuando se cumplió un siglo de la competencia más grande del ciclismo, los alemanes editaron el álbum Tour de France Soundtracks. Casi una hora de música ideal para salir a andar por la rambla (la nuestra, la de la Riviera francesa o la de cualquier otro lado). Al escuchar temas como “Tour de France Etape 1” se puede sentir el pedaleo en los oídos.

Más allá de que supo doparse con todo lo que le entrara por las venas y de que le quitaron los siete Tour de France que “ganó” al hilo (1999-2005), en el documental The Armstrong Lie (Alex Gibney, 2013) el célebre ciclista estadounidense dice algo por demás interesante sobre el encanto de la bicicleta, que se acerca a su esencia y se escapa de las cuestiones pragmáticas que cualquier ciudadano de a pedal sabe (que nos ahorra tiempo en paradas, dinero en boletos y apretujes en ómnibus –sí, también está lo del bien para la salud, el medioambiente y todo eso–). Lance cuenta las sensaciones inherentes a andar en bicicleta, que redescubrió mientras se recuperaba de una complicada operación para extirparle un tumor testicular que había hecho metástasis hasta el cerebro. No pudo recorrer más que un par de cuadras por su barrio, pero le fue suficiente para sentir esa cosa llamada libertad. “Por eso los niños adoran las bicicletas, porque es la primera vez que son libres. No están en el auto de mamá ni en el living de mamá; se suben a la bici, van a la izquierda, a la derecha, y nadie los ve; son completamente libres”, dice Armstrong. Pero antes habla de algo más, un detalle que lo resume todo: el viento en la cara.