Un año atrás en estas mismas páginas procuramos contextualizar las noticias que llegaban desde Guatemala, donde el presidente, Jimmy Morales, había declarado persona no grata al jefe de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), el colombiano Iván Velásquez. Aquello no fue todo: era el paso previo a su expulsión del país, algo en lo cual el mandatario guatemalteco se obstinó desde entonces. Si en efecto lo consigue, como parece estar lográndolo un año más tarde, es porque está decidido a desconocer la Constitución. El riesgo de que ello suceda y halla un desborde represivo violento es inminente. Esta nota procura aportar un contexto más amplio de lo que está sucediendo sin desatender el rol de Estados Unidos en este complejo y peligroso escenario de disputa.

Jimmy y la CICIG: algo de historia

Morales llegó a la presidencia luego de que sendas investigaciones emprendidas por la CICIG pusieran al descubierto, en 2015, un amplísimo entramado de corrupción que abarcaba a funcionarios políticos y empresarios. Se trataba, a grandes rasgos, de una estructura paralela diseñada para enriquecer a un selecto grupo de políticos, militares y empresarios privados que se beneficiaban de jugosos contratos con el Estado. Esa defraudación masiva de los recursos estatales debe ser pensada en términos históricos; de hecho puede ser leída como la expresión de una conformación estatal que desde el último tercio del siglo XIX limitó el acceso a los recursos del Estado para una pequeña élite racista que despreciaba, muy a menudo violentamente, a las grandes mayorías indígenas.

Por lo expuesto, que la citada comisión haya comprobado, por medio de escuchas telefónicas, que entre los principales responsables de la red estaba el presidente de la república de entonces, Otto Pérez Molina, la vicepresidenta, Roxana Baldetti, e importantes funcionarios públicos –ministros de Estado, parlamentarios, jueces y empleados de aduanas– no debe causar sorpresa.

Fue en ese contexto de hastío generalizado que Morales llegó a la presidencia. Aunque debe tenerse presente que el voto no es obligatorio y que en las elecciones participaron poco más de la mitad de los habilitados, Morales se posicionó como candidato de transición, ante la inminencia de un desborde popular. Canalizó en su favor el descontento y se empleó a fondo presentándose como un outsider, dada su condición de comediante televisivo.

Sin embargo, a poco de iniciarse su mandato, en enero de 2016, las sospechas se confirmaron: se trataba de un personaje de ocasión que llegaba al ruedo en el escenario que se describió, pero secundado por la embajada de Estados Unidos –deseosa de no alterar su plan Alianza para la Prosperidad del Triángulo del Norte–, las cámaras empresariales, la Fundación Contra el Terrorismo, la Asociación de Veteranos Militares de Guatemala y el Ejército guatemalteco.

Pese a esos apoyos, las investigaciones de la CICIG y del Ministerio Público no se detuvieron y prontamente alcanzaron al presidente Morales y también a su entorno familiar. Se denunció y comprobó que el partido que lo había llevado al poder, el Frente de Convergencia Nacional, recibió financiamiento ilícito durante la campaña electoral. Y Morales, secretario del partido, era responsable de no haber declarado a los organismos especializados el monto y sobre todo el origen de dichos fondos, que como muchos han advertido, muy probablemente se relacionan con actividades ligadas al narcotráfico. Ahí no terminaba todo: el Ejército debió reconocer que pagaba un abultado sobresueldo mensual al presidente de la República, que también omitió declarar esto. La ilegalidad era sufragada con “fondos reservados” del Ministerio de la Defensa Nacional.

Pero el lector se preguntará la razón por la cual actúa un organismo de Naciones Unidas que convive con el Poder Judicial desde hace 11 años, cuando el gobierno guatemalteco aceptó dicha participación. Nuevamente se impone la historia: era una cuestión negociada desde los acuerdos de paz de 1996, dada la cooptación de los poderes del Estado por parte el Ejército contrainsurgente. Pendiente desde entonces, en 2007 se impulsó definitivamente tras un hecho trágico: el asesinato en Guatemala de tres diputados salvadoreños, episodio seguido de la muerte, tampoco esclarecida, de los implicados en dicho crimen, que se encontraban bajo custodia policial. Fue precisamente esto, sumado a la presión internacional, lo que apuró al Congreso de Guatemala a aprobar el establecimiento de la CICIG.

Hasta 2013, la labor de la comisión de Naciones Unidas estuvo acotada a los límites de lo políticamente correcto. El arribo al país del actual comisionado, el abogado Velásquez, marcó el punto de quiebre no sólo por el tenor sino fundamentalmente por el alcance de sus investigaciones que incluyeron, como se advirtió, a lo más alto del poder político local.

El “Hogar Seguro”

Pero otros hechos también forman parte y a la vez explican la precipitación actual de los gobernantes guatemaltecos por detener las investigaciones de la CICIG y contener la creciente movilización social.

En marzo del pasado año, precisamente el Día Internacional de la Mujer, 41 niñas murieron en un hogar estatal que debía protegerlas. Las jovencitas, el día anterior, consiguieron escaparse momentáneamente. Buscaban denunciar ante los vecinos de las inmediaciones las insostenibles condiciones de abuso, vejación y descuido en las que eran obligadas a vivir en aquel dramático encierro. Fueron detenidas al caer la tarde y a la mañana siguiente del 8 de marzo comenzaron a escucharse gritos desgarradores, diferentes y más estruendosos que los habituales. Pese a ello, la puerta de la celda en la que fueron encerradas como represalia no se abrió. Eran 55. 41 de ellas murieron calcinadas. La intencionalidad y negligencia racista del Estado, una vez más, cobraba vidas inocentes. El presidente de la República, el día antes, había ordenado a las fuerzas policiales no abandonar por “nada del mundo” la custodia del local, asegurando un escarmiento para aquellas internas que habían osado rebelarse. Al tanto del horrendo crimen, Morales decidió no interrumpir su agenda ni se presentó en el lugar. Un año y medio más tarde tampoco lo ha hecho. Cuando en su momento declaró, sostuvo: “Todos los guatemaltecos tenemos parte de responsabilidad de la nación que hemos construido”.

“Les devuelvo el horror”

La enumeración de hechos no puede obviar el inesperado procesamiento de cuatro militares responsables de la desaparición forzada, en 1981, de Marco Antonio, un niño de 14 años a quienes los uniformados se llevaron de su casa luego de no encontrar en ella a Emma Molina Theissen, su hermana. Ella había conseguido algo también poco usual: escapar al horror de una detención que le implicó ser salvajemente torturada y cobardemente violada. Aunque lamentablemente tan aberrante episodio no resulta sorprendente, pues se calcula que fueron entre 5.000 y 6.000 los niños desaparecidos en ese país por parte del ejército contrainsurgente, sí se trató de una noticia emblemática por cuatro hechos. Primero porque, como se expresó, la justicia le llegó a militares de altísimo rango. Segundo porque se trató de un caso de amplias repercusiones internacionales: en el proceso de peritaje participaron expertos de varios países, como la argentina Julieta Rostica y el canadiense Marc Drouin. Tercero, porque también como parte del proceso testificó por primera vez la hermana de Marco Antonio, sobreviviente tras su inmediata fuga a México en 1981. Sus palabras, delante de los perpetradores del crimen, fueron contundentes: “Quiero contarles muy brevemente que no me mataron pero que sí destruyeron profundamente mi vida”, porque aquella fuga, sin ella preverlo, significó “el secuestro y la desaparición de mi hermanito”. Continuó: “He vivido aplastada por la culpa” y “llena de asco”, pues “profanaron mi cuerpo, violentaron toda mi humanidad y eso me va a acompañar toda la vida”. Para finalizar, y refiriéndose directamente a los “señores acusados”, trascendió su caso particular expresando esperanza de que aquel acto “tan reparador” y “tan sanador” se multiplicase: un “Estado que tanto nos lastimó, tanto nos ofendió, a través de sus fuerzas armadas, ahora nos escucha, nos dice que nos cree o que tal vez es posible que digamos la verdad”. Cuarto y último, porque en la instancia fueron no menos importantes que los testimonios las pruebas escritas aportadas por el equipo de investigadores que trabajan en el Archivo Histórico de la Policía Nacional de Guatemala. Como ha advertido en su trabajo Paper Cadavers la historiadora canadiense Kirsten Weld, se trata de un repositorio significativo en futuras causas y de una cuestión clave que ha pasado algo desapercibida en los debates acerca de la Guerra Fría latinoamericana. Por esa razón, como ella argumenta, el manejo no sólo efectivo sino también rápido de los archivos represivos constituyó una de las armas más poderosas que ambientó el terror estatal masivo: “Para conocer, controlar y eliminar a los enemigos del Estado” era “indispensable” aplicar “buenas prácticas archivísticas”.

Tal señalamiento no es caprichoso, pues la estrategia gubernamental de resguardo de la impunidad no sólo abarca a la CICIG sino que también insiste es bloquear la acción cumplida por los trabajadores del citado archivo en causas de derechos humanos de próximo tratamiento por parte del Ministerio Público. En función de esto, no sorprende y cobra sentido el accionar más reciente del Ministerio de Cultura y Deportes del gobierno de Guatemala. Primero recortó los fondos disponibles, como forma de obstaculizar el trabajo de los funcionarios del archivo. Como segunda medida precarizó sus contratos, reduciendo su extensión a escasos meses. Tercero, no le renovó el contrato a su director desde 2005, Gustavo Meoño, un incansable promotor de los derechos humanos en el país. Se esperaba que esta estrategia tuviera como resultado el abandono de sus puestos de trabajo por parte de la mayoría de los funcionarios. Pese a tan angustiante situación, la mayoría optó por continuar cumpliendo gratuitamente su labor, para de esa forma no entorpecer la labor de la Justicia, que tiene a su cargo y muy próximos a concluir nuevos casos de violación a los derechos humanos. La respuesta no se hizo esperar, y una mañana de inicios de agosto, en un “operativo comando”, numerosos efectivos llegaron al archivo para “inspeccionar” los discos duros que respaldaban la información. Tuve ocasión de comprobar personalmente la angustiosa situación y la tensa atmósfera que reinaba en el lugar pocos días después, cuando lo visité.

Parece pertinente un último señalamiento: la comunidad internacional debe permanecer atenta y solidarizarse, pues se impone recordar que este archivo histórico es el más extenso hasta el momento descubierto en América Latina y que, entre otras labores, ha conseguido estabilizar, ordenar, digitalizar e indexar la friolera de 21 millones de folios de un total aproximado de 80 millones.

Volcán de Fuego: comunidades aplastadas y resort a salvo

En la previa del Mundial de fútbol, a inicios de junio, Guatemala fue noticia mundial. En las zonas cercanas a los varios volcanes con que cuenta el país existe una arraigada tradición de saludarlos, como parte del respeto a su inmensidad y poder. Su actividad es constante y se expresa de diversas formas. La mañana del domingo 3 de junio, los sonidos que llegaban desde el Volcán de Fuego eran más intensos que lo común. En el exclusivo resort y club de golf ubicado en las faldas del volcán –que ofrecía entre sus atractivos una panorámica única de él–, el desayuno apenas había terminado cuando sus huéspedes fueron alertados de que serían evacuados. El personal de servicio actuó rápidamente. En primer lugar con los visitantes: el operativo duró unos 15 minutos. Tras ellos, el resto de los empleados y personal de seguridad. Bien diferente fue la suerte que corrieron las comunidades que también bordean al volcán y donde viven decenas de miles de personas que no fueron alertadas por la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres: un número indeterminado de personas fueron rápidamente devastadas y consumidas por la lava, que frenéticamente arrasó con todo a su paso. La respuesta estatal fue tardía, superficial y negligente. Para colmo, al momento de procesar respuestas el Congreso buscó aprobar un paquete de leyes urgentes que criminalizan la protesta social y buscan blindar judicialmente a un importante número de diputados sobre los cuales existen denuncias en curso por malversación de fondos y enriquecimiento ilícito, entre otros delitos. Es lo que en la jerga popular se ha conocido como el “pacto de corruptos”.

“No al Moralazo”

En función de lo antes expuesto, encuentra sentido la revitalizada ofensiva contra la CICIG. El presidente la explicitó en conferencia de prensa el 31 de agosto, cuando calificó el accionar del comisionado como riesgoso para la “seguridad pública” del país, y expresó que por esa razón no va de renovar su mandato, que expira en setiembre de 2019. La puesta en escena no pudo ser menos simbólica: el mandatario se rodeó de elementos del Ejército al momento de pronunciar su breve mensaje. Y, paralelamente, tropas militares desplegadas por la capital rodearon la oficina de la CICIG, fuertemente armadas, desplazándose en jeeps y acompañadas incluso por helicópteros que sobrevolaron insistentemente los alrededores.

Inmediatamente, la Corte de Constitucionalidad recibió una petición de amparo del procurador de los derechos humanos buscando impugnar la arbitraria decisión presidencial, que el mismo Morales reforzó pocos días después al ordenar el cierre de fronteras para evitar el regreso al país de Iván Velásquez, quien viajó a Estados Unidos a participar de un acto. Según han subrayado varios analistas, existen fuertes indicios que conducen a interpretar el renovado ímpetu del presidente Morales en función del apoyo tácito de la administración de Donald Trump. Así debe recordarse la visita del mandatario guatemalteco a la Casa Blanca en febrero, teniendo en cuenta el acompañamiento de Guatemala en las posiciones de Estados Unidos para con Israel y el notorio silencio del país centroamericano ante los cientos de niños guatemaltecos detenidos y separados de sus padres, resguardados en jaulas metálicas.

En sintonía con ello deben interpretarse, entre otras, tres cuestiones. Una, el desplazamiento del anterior embajador estadounidense en Guatemala, un público defensor de la CICIG. Dos, que Estados Unidos se negó a firmar una carta pública del grupo de países que financian a la CICIG y que denunciaron los procedimientos del gobierno centroamericano, alertando con preocupación acerca de sus negativos resultados. Tres, el mensaje de respaldo de Mike Pompeo a Morales, acompañando su propuesta de una CICIG “reformada”.

Sin embargo, el pasado domingo 16, Morales sufrió un duro revés: la Corte de Constitucionalidad, en fallo unánime, hizo lugar al amparo, ordenando respetar el mandato de la CICIG y que no se debe impedir el regreso del comisionado, que por otra parte ha sido confirmado en su cargo por el secretario general de la ONU.

Roberto García es doctor en Historia. Profesor de la Universidad de la República e investigador del Sistema Nacional de Investigación. Coeditor, junto con Arturo Taracena, de La guerra fría y el anticomunismo en Centroamérica (Flacso, 2017).