Las risas al comienzo del discurso de Donald Trump, cuando sostuvo que su gobierno ha obtenido logros extraordinarios, se llevaron los titulares, pero es importante leer todo lo que dijo el presidente de Estados Unidos ante la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas el martes 25, sin que nos distraiga la combinación de banalidad, prepotencia y desvarío que es habitual en él.

Es cierto que las palabras de Trump estuvieron orientadas, en gran parte, a ganar apoyo en las elecciones estadounidenses de legisladores y gobernadores que se llevarán a cabo el 6 de noviembre (algo que muestra la escala de sus prioridades). Por lo tanto, hay que entender que muchas de sus críticas, acusaciones e insultos contra los gobiernos de otros países, grandes y pequeños, fueron una especie de espectáculo para convencer a potenciales votantes de que él es un líder firme y valiente, sin pelos en la lengua. De todos modos, hubo afirmaciones que se pueden considerar doctrinarias, aunque quizá el adjetivo les quede grande, y sobre las que vale la pena reflexionar. Entre ellas, las de rechazo expreso al “globalismo” y, al mismo tiempo, reivindicación de la llamada doctrina Monroe, que se suele sintetizar en el lema “América para los americanos” y cuyo significado es, por supuesto, “el continente americano para los estadounidenses”.

Al declararse enemigo de “la ideología del globalismo”, en nombre del “patriotismo”, Trump no sólo reiteró la hostilidad de sus antecesores ante el avance de instituciones como la Corte Penal Internacional (aunque le haya agregado el exabrupto de sostener que esta viola “todos los principios de justicia, ecuanimidad y debido proceso”). También cuestionó, en forma explícita, características del capitalismo contemporáneo que solemos llamar “globalización”, con la peregrina tesis de que Estados Unidos juega limpio en las relaciones comerciales internacionales y ha sido víctima de otros países que, por el contrario, apelan a prácticas de competencia desleal mediante subsidios a su producción.

Por supuesto, eso es parte del intento de convencer a los votantes estadounidenses de que la pérdida de empleos en su país es culpa de malvados extranjeros, y de que Trump es la persona indicada para revertir la situación, imponerle respeto al resto del mundo y “hacer a América grande de nuevo”. Pero no parece que se trate sólo de demagogia electoral: estamos ante un proyecto realmente regresivo, que sueña con revertir procesos históricos y quiere olvidar que el capital es cada vez más apátrida.

Las izquierdas de los países dependientes conocen bien la tensión entre nacionalismo e internacionalismo. En las últimas décadas, una de sus manifestaciones ha sido la difícil coexistencia de las doctrinas “antiglobalización” con aquello de que es necesario “el desarrollo de las fuerzas productivas”. Quizá la actual posición de Trump sea útil para pensar la cuestión con menos prejuicios. O por lo menos para entender que, si pretendemos liberarnos del poder estadounidense y de su intervencionismo desde el aislamiento nacional, va a ser él quien se ría de nosotros.