Se puede afirmar que la candidatura de Donald Trump para su reelección en 2020 está en duda. Es más: hoy está en duda el respaldo político que pueda tener ante la más de 12 investigaciones de la que es objeto, al inicio de su tercer año de mandato. Sólo en determinadas condiciones el trámite político de cuestionamiento y destitución pasa por el Legislativo; únicamente en el llamado impeachment. Pero los continuos, variados e intensos conflictos de Trump con el Senado oficialista y con muchos de sus integrantes –por razones muchas veces banales– hacen cuestionar su real respaldo y el desgaste que le provocaría a esa debilidad la formalización de más de una docena de investigaciones.

La insistencia de Trump con lograr la aprobación de los 5.600 millones de dólares para construir un muro a lo largo de los 3.180 kilómetros de frontera con México lo ha puesto contra las cuerdas. Quiere el muro a toda costa, y condicionó su otorgamiento a que el Legislativo aprobara un crédito que le permitiera retomar el funcionamiento pleno del gobierno mediante el aumento de la deuda pública –a diciembre de 2017 era de 20.000 millones de dólares–. Días pasados rechazó cualquier opción intermedia. El resultado es que, por tercera vez en su gestión, cerró las actividades del gobierno que quedaron sin presupuesto –aproximadamente 25% de ellas– y dejó así a 800.000 personas sin sueldo.

Estos días mostrarán –puede predecirse– el enfrentamiento continuo y desgastante entre el Parlamento demócrata y su flamante presidenta, Nancy Pelosi –quien culmina una carrera política abundante en honores que la hacen hoy la mujer electa con mayor responsabilidad estatal del país–, y la Casa Blanca, en nombre de negociaciones sin futuro en procura de una salida del callejón en el que se encuentra la cuestión. Es de por sí francamente dudoso que Pelosi le facilite una salida a Trump a costa de no ponerle un broche de oro a su carrera política, como podría ser la salida anticipada de Trump de la Casa Blanca.

La medida con la que Trump quisiera reforzar su terquedad es el cierre administrativo de la frontera, que produce 1,3 millones de dólares diarios para actividades de Estados Unidos, pero no parece tener margen político para ejecutarla. En el camino, las elecciones de medio término le hicieron perder al oficialismo la mayoría en la cámara baja (por 9,7 millones de votos, la mayor diferencia de toda la historia) y deja a la bancada republicana –que conserva su mayoría en el Senado– entre hacer funcionar el país en los términos que la bancada propone desde la cámara baja y respaldar a su presidente en una terquedad sin perspectivas.

Detrás de este verdadero trancazo en la actividad política del gobierno de Estados Unidos está el notorio deterioro de las relaciones de Trump con los senadores republicanos, empezando por el jefe de la bancada y vocero del cuerpo, Mitch McConnell, denunciado por Trump por “obstruccionismo”. Eso pasó en agosto y desde entonces el aliado firme que había sido McConnell pasó a ser bastante menos que incondicional. Las dudas que expresó en privado, y cuya publicidad no desmintió, son sobre si Trump está en condiciones de salvar su propia presidencia. Su actual relación se describe como “guerra fría”, y de hecho pasan semanas sin hablar.

Las acciones de Trump son equiparables a las de quien confunde el mandato presidencial con una monarquía. Esto es algo que avala explícitamente el pensamiento social cristiano, que domina cada vez más a su gobierno y al que adhiere públicamente su vicepresidente, Mike Pence.

Trump ataca, por ejemplo, al senador republicano Jeff Flake, y lo hace numerosas veces: “Es débil en cuestión de fronteras y crimen, y no tiene peso en el Senado”, afirmó vía Twitter. En respuesta, McConnell organizó una cena de recaudación de fondos para alentar a Flake y a Dan Heller, del estado de Nevada, a volver a postularse. El ataque más serio, por ser de quien proviene, es el del senador por Utah, Mitt Romney, precandidato presidencial republicano en 2012 y muy posible candidato presidencial en las próximas elecciones: “El presidente define el carácter público de la nación. Trump se queda corto”, tituló una nota de opinión en The Washington Post, en la que comienza afirmando que Trump tuvo un brusco descenso en la calidad de su gestión, con la renuncia a su gobierno del secretario de Defensa, Jim Mattis, al que cesó luego de que renunciara, hace menos de dos semanas, agudizando así el efecto de sus limitaciones personales.

Si se revisan los enfrentamientos de Trump con los senadores republicanos, uno se da de bruces con la banalidad. A la senadora Shelley Moore Capito, por Virginia Occidental, le exigió el compromiso de votar un proyecto de salud del Ejecutivo como condición para llevarla consigo en el avión presidencial. La senadora no había tenido siquiera la posibilidad material de conocer el proyecto y, por supuesto, se negó a viajar. Tampoco lo votó la senadora Lisa Murkowski, de Alaska, porque Trump le informó que condicionaba su voto a la aprobación de un presupuesto para ese estado. El ex senador Judd Gregg, de importante trayectoria y aún influyente, describió la situación de esta manera: “La frustración con Trump hierve, barbota en el Senado. El Legislativo va a tener que gobernar por su cuenta si Trump no puede participar constructivamente”. Y eso es exactamente lo que se dispone a hacer la Cámara Baja luego de constituir su mayoría demócrata con la orientación de Pelosi culminando su carrera política.

La posición de Al Hoffman, ex titular de la Comisión de Finanzas del Partido Republicano, es descrita como “intermedia” entre Trump y McConnell por The Times. Pero, al saber sobre sus declaraciones, parece haber elegido bando: “No me sorprendería que McConnell terminara retirándole todo su apoyo a Trump y que este implosione”. La lista de senadores con los que Trump planteó conflictos es larga e incluye a Bob Corker, de Tennessee, y a Susan Collins, de Maine.

Es que cada nombre cuenta, pues la mayoría republicana en la Cámara Alta es muy exigua: 51 en 100. Haría falta una capacidad política que Trump no demuestra tener para revertir la tendencia disconforme de las elites republicanas. Lo que tampoco está al alcance del presidente es la movida que describe con crudeza el estratega republicano Roger J Stone: “Para forzar la colaboración de las elites, Trump debería arrancarle el cuero cabelludo a uno de ellos”. Por su parte, McConnell advirtió públicamente a Trump que no ponga en peligro esa mayoría, en lo que parece un vaticinio agorero: “Sería la forma de ser acusado y abrir el juicio de destitución”.

Los republicanos lograron en dos años su reforma fiscal y colocar dos jueces conservadores en la Suprema Corte. Siendo realistas, no pueden esperar de Trump más beneficios importantes para su causa, pero sí más lastres. Como el poder le tiene horror al vacío, tanto en Maquiavelo como en Washington, están madurando las condiciones políticas para iniciar el ataque a fondo contra Trump que se vaticina desde el inicio de su gestión.

Las investigaciones contra Trump abarcan cada aspecto de sus actividades políticas, de negocios y de caridad. Las que recibieron la mayor cobertura mediática son las del consejero especial Robert Mueller, sobre la interferencia rusa en las elecciones de 2016 y las violaciones a la ley en las recaudaciones de campaña, por las que su ex abogado, Michael Cohen, se declaró culpable en un estrado judicial en Nueva York, que es la que le plantea al presidente un peligro inmediato. Este caso incluye el pago a mujeres, con dinero de la campaña, a cambio de mantenerse en silencio respecto de sus relaciones íntimas con Trump. También en Nueva York, Trump enfrenta juicios civiles respecto de sus actividades de caridad y tiene un juicio pendiente, en el que se le acusa de beneficiarse ilegalmente de su presidencia.

Es mucha cosa.